En su novela Ceremonia de casta , el escritor Samuel Rovinski se refiere a una casa en el barrio de Amón cuya fachada fue remodelada a gusto de su propietario: “Frontispicio de templo griego, diseñado por un arquitecto que perdió la regla de oro en su petate de comerciante. Idea robada a una Historia del Arte editada en Barcelona. Libraco en que el viejo pasaba las horas muertas”.
Rovinski añade: “Libraco del que se sirvió […] para ordenar al sumiso arquitecto tapar la vieja fachada de la casona andaluza, disimular el estrecho corredor que conducía a la réplica de patio moro, custodiado por habitaciones encaladas con sus ventanas abiertas de par en par”.
El novelista prosigue: “Hace falta un ojo experto para descubrir que la fachada ha sido sobrepuesta a una casa de planta original granadina, de estilo cortijo”.
Real o imaginada, pues, la casa aquella poseía originalmente la apariencia “neocolonial hispanoamericana” de tantas otras en la ciudad; mas, como pocas de ellas, incluía el exótico encanto de lo morisco entre sus reminiscencias ibéricas.
España y el neomudéjar. El 19 de julio de 1859, el arqueólogo e historiador español José Amador de los Ríos leyó, en la Real Academia de San Fernando, en Madrid, su discurso de ingreso, titulado “El estilo mudéjar en arquitectura”.
El término “mudéjar” (del árabe hispánico mudaÿÿan ) se aplicaba al musulmán a quien se permitía seguir viviendo entre los cristianos –vencedores en la reconquista de la península ibérica–, sin mudar de religión, mas a cambio de un tributo.
En la España de los siglos XIII al XVI, esos moriscos desarrollaron una estética caracterizada por el uso del brillante y generalizador arte abstracto del Islam, que –con un alto nivel artesanal y mezclado a la tendencia ornamental del gótico tardío– fue llamado “estilo mudéjar” en la arquitectura.
De su importancia histórica y su arraigo estético da cuenta la repercusión del discurso de Amador de los Ríos. Poco después se produjo la recuperación de aquel estilo en una arquitectura historicista, llamada “neomudéjar” (mudéjar nuevo). Como otros lenguajes arquitectónicos del siglo XIX –del neogótico al neobarroco–, aquel nació al calor del movimiento romántico europeo. Para este, el neomudéjar fue la manifestación por excelencia de “lo hispánico”.
Como parte que era del gusto por lo exótico propio del romanticismo, las principales características del mudéjar fueron el uso del ladrillo visto como elemento constructivo, y la decoración con motivos islámicos, tales como lazos, rombos, arcos de herradura, etcétera.
Así, con los nombres de “morisco”, “andaluz” o “español”, el neomudéjar pasó pronto a América de la mano de arquitectos y artesanos peninsulares, o como parte de la oferta del eclecticismo entonces en boga.
De ese modo, por ejemplo, apareció en San José hacia 1893. Se trata del implante que de un balcón morisco se le hizo en Bélgica –su lugar de origen– al prefabricado edificio de estampa neoclásica del que sería precisamente el Almacén La Alhambra, de la firma J. R. R. Troyo, en la calle 2 y las avenidas Central y 2.
Cosmética y arquitectura. En la ciudad hay varias aplicaciones superficiales como aquella, casi todas con seguridad de inicios del siglo XX: así, las que adornan la puerta principal y la ventana derecha de la casa que por décadas ha ocupado la Sociedad Teosófica, al pie de la Cuesta de Núñez.
Otras aplicaciones engalanan el vestíbulo del inmueble de la Librería Católica, en la esquina suroeste de la avenida 4 y la calle 1, donde, además del exquisito trabajo de las maderas labradas en los zócalos, luce una delicada pintura de llamativos colores e islámicos motivos en el cielo raso.
Lo impostado de tal decoración –en una casa criolla como esa o en una victoriana como la anterior– no es de extrañar pues, en San José, los lenguajes historicistas se adoptaron muchas veces en las fachadas, mientras que la distribución interior de las viviendas seguía siendo la tradicional.
Tal es el caso de la vivienda que fue del español Mariano Álvarez Melgar. Muy activo entre sus compatriotas, hacia 1912, Álvarez fue vicecónsul de España en nuestra capital, por lo que en el antejardín de su residencia llegó incluso a ondear un pabellón de su país, como muestra una fotografía de época.
Ubicada en la esquina suroeste de la avenida 9 y la calle 3 bis, fue construida en ladrillo en 1910 siguiendo una planta, una distribución y una volumetría netamente criollas, mas decoradas por entero en una estética neomudéjar que da a entender su referente.
En el mismo barrio, sobre la calle Central, entre las avenidas 7 y 9, parapetada sobre una terraza y con estrecho acceso de fortín, se encuentra una vieja casa neomudéjar donde por años funcionó un night-club llamado –no en balde– El Alcázar. Arriba se aprecia su simétrica disposición de mezquita, sus volúmenes apenas horadados al frente por tres arcos lobulados, y, en su fachada, las huellas de lo que pudo ser una decoración aplicada, hoy desaparecida.
De castillos a patios. No obstante, en el cruce de la avenida 11 con la calle 3, se ubica nuestra más importante construcción neomudéjar: el llamado “Castillo del Moro”. Se levantó en ladrillo según un diseño atribuido al ingeniero constructor catalán Gerardo Rovira, y data de 1930.
Encargo del comerciante español Anastasio Herrero Vitoria, la singular vivienda, en efecto, posee una concepción espacial que responde al de una fortaleza morisca, emplazada en el bajo de Amón sobre una plataforma con cocheras como sótano, pedestal al que siguen tres niveles.
La vivienda se realizó con materiales y decoraciones interiores y exteriores traídos enteramente de España por su dueño, y se caracteriza por la profusión de arcos de herradura, ménsulas y almenas, encajes y filigranas, coloridos vidrios y mosaicos; y, rematando el conjunto, se ve una cúpula de bronce que evacúan las únicas gárgolas conocidas en San José: una obra para admirar.
Casi una década después, en 1939, se iniciaba en Cuesta de Moras lo que sería la Casa Presidencial, hoy la Asamblea Legislativa. Diseño del arquitecto José María Barrantes, era un gran edificio neocolonial al que la Segunda Guerra Mundial dejaría sin concluir.
No obstante, todavía en 1943 se terminaría una de sus partes: el denominado originalmente “Jardín de la Madre Patria España”, patio interior que evoca al palacio de la Alhambra y que sería la última manifestación del neomudéjar en la ciudad.
Obra integral en concepción y diseño, se debe al arquitecto catalán Luis Llach, mientras que la excepcional calidad artesanal del modelado es del también español Mario Romero Fucigna. Ambos trabajaron para la empresa constructora Adela viuda de Jiménez e Hijos.
Evocándolo, el investigador Fernando González parece hacerlo también con las otras obras que dejó en la ciudad el arribo de lo moro:
“Allí quedó un oasis, un patio con su fresca fuente, la infaltable agua de los patios islámicos, las arcadas alrededor […], con sus arcos lobulados y sus delicadas y esbeltas columnas, la policromía de los mosaicos, los paños de sebka; es decir, con su intrincada red de rombos sin calados, primorosamente trabajados en yesería; todo forma un bello interior que, si no alcanza la exuberancia del período andaluz Nazarí, lo recuerda, lo recrea y le hace un bello homenaje” (Luis Llach: En busca de las ciudades y la arquitectura en América ).
El autor es arquitecto, ensayista e investigador de temas culturales.