Fernando Chaves Espinach
D esde el principio, Adrián Flores Sancho deseaba que su exposición se saliera de la sala del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC). No estaba claro qué habría adentro, pero sí que no sería lo único ni siquiera lo primordial. Para el artista, cuyo proyecto creció en la Sala 4 pero sigue extendiéndose, era solo una torre para otear lo posible.
Ampliación del campo de batalla es el adecuado título de un proyecto dedicado a estirar los bordes de todo: de sus propias piezas, del museo, de su práctica artística. “El espacio está un poco vacío, no hay panelería, vitrinas, pedestales ni obra en pared. Lo invito a revisar y analizar la documentación y los objetos expuestos; los puede ver, tocar y acomodar”, dice el curador, Daniel Soto Morúa, en su invitación al público (la exposición cerrará el 11 de mayo).
¿Qué encuentra el visitante en la sala? Principalmente, docenas de vaciados de yeso, evocaciones de tapas, botellas y otros objetos encontrados en ese gran taller al aire libre que San José es para Flores.
Él camina con frecuencia del centro a su casa, en barrio México, y en el camino recoge la materia prima de su trabajo: la basura dispersa historias que él reúne al azar. Cada visitante debía llevarse una piecita, dejarla en la calle y compartir una foto con el MADC. La calle volvía a la calle; el museo se abría.
“Me gusta pensar que la labor del artista es como de diseñador de posibilidades”, dice Flores. “El evento no acaba el 12 de mayo: hay muchas piezas viajando, muchas historias viajando y probablemente sigan así meses o años después”.
Aparte de las piezas “para llevar”, instalaciones de materiales de desecho y libros con colaboraciones de varios autores completan un mapa del estudio de trabajo de Flores: la ciudad.
A la deriva
La posibilidad más enriquecedora para Flores ha sido la del encuentro con ese difuso concepto de “público”. La mañana más calurosa imaginable, compartimos con un grupo de personas de distintos ámbitos en un taller en Teorética. Arquitectos, artistas y curiosos venían a caminar: conversamos sobre el andar como práctica estética, así como sus adaptaciones a obras de artistas que, como Flores, buscan alejarse de la limitada idea del arte como solo un oficio de producción de objetos.
A modo de ejercicio, dibujamos mapas imaginarios –como todos– cuyos puntos determinaban las emociones o las ideas: mapas de sitios especiales en San José, de calles donde ocurrieron momentos incómodos, de queridas librerías...
Al dibujar una cartografía propia sobre la grilla de la ciudad transitada, surgía una San José personal. Con los objetos de yeso de Flores en mano, fuimos de punto a punto trazando una nueva ruta: la de un grupo de personas que, por unas horas, deambulaban juntos por Chepe, el querido y el terrorífico, el conocido y el inusual.
Caminar es una práctica inseparable de la indagación de Flores porque activa en el cuerpo la inquieta curiosidad por cuestionar y cuestionarse. Deriva, como los situacionistas franceses, en la herencia de Dada.
Andar así es encontrar, no recorrer lo conocido. Caminar así “no sirve para nada”, como se diría a la ligera; no es producir ni consumir. Es habitar el espacio de otro modo y reconfigurarlo: el tránsito por él, a la deriva, incide en lo material porque nuestra forma de percibirlo cambia.
Más allá del artista, como un ego que cincela sus descubrimientos, esta forma de hacer se abre a las posibilidades, hace porosa la piel del artista para dejar entrar relaciones, afectos y materia del mundo que transita.
Tal ejercicio resume bien la apuesta de Flores. El campo de batalla redibujado amplía en su práctica los conceptos de autoría, exposición, obra y público.
Difumina la autoría, pues casi todas las partes del proyecto son creaciones colectivas, muchas veces a distancia; desborba el formato expositivo como mera disposición de objetos para contemplar; trastoca la obra, porque sus piezas no se “terminan” en la sala; y genera otro tipo de relación con los públicos, quizá más afectiva, más libre. Cada quien hace lo que desee con la pieza, el libro, el taller.
“(El proyecto) me ha permitido dejar de pensar mi práctica artística como mera producción de objetos: quiero ver hasta dónde puedo renunciar, y pensar más en crear posibilidades, crear relaciones”, detalla.
Puede ser complejo para un artista apartarse del modelo expositivo tradicional, de producir obras en privado, colocarlas en la sala y atraer al público para que las vea. Las instituciones, públicas o privadas, están construidas en torno a esta forma de trabajar, aún en países como Costa Rica, donde escasean presupuestos para producción y el mercado no es muy maduro.
Sin embargo, desde la Alter Academia de Teorética donde germinó parte del proyecto de Flores, en el 2016, hasta esta apuesta atrevida del MADC, resalta el interés en explorar otras formas de relacionar institución, artista, obra y público.
Como asegura él, se trata de “diseñar o construir un espacio donde las personas se sientan parte del evento”. En las caminatas y en los talleres, lo que primaba era el interés en dialogar, en compartir un espacio en torno a una práctica artística cuyos bordes se diluían.
“Me interesaba liberarnos del objeto, liberarnos del espacio y empezar a llenar historias, de narraciones”.