Entre el mito urbano y la mala fe, quiere una conseja, que aún circula por San José, que el llamado Edificio Metálico llegó a nuestro país por equivocación, que en realidad venía destinado a Punta Arenas, capital de la Patagonia Austral, en Chile, y no a nuestro puerto del Pacífico. Nada más falso.
Primero, el navío, en que llegó desarmado el edificio, arribó a Puerto Limón y no a Puntarenas; segundo, el inmueble fue expresamente encargado por nuestras autoridades para albergar uno de los principales objetivos de la Reforma Educativa, de 1886: las Escuelas Graduadas de San José.
Reforma y educación
Según la historiadora Astrid Fischel ( Consenso y represión ), antes de la reforma dicha, predominaban en la educación primaria de Costa Rica, el modelo unitario de escuela y el método lancasteriano de enseñanza. Con el primero, se agrupaban en una misma aula niños de diferentes edades y distintos niveles de instrucción; con el segundo, los alumnos aventajados –preparados por los maestros– les enseñaban al resto de sus condiscípulos .
A esto hay que sumar la injerencia de la Iglesia Católica en la didáctica y los contenidos, las nocivas prácticas memorísticas del método al uso y los castigos físicos y emocionales a que se sometía a los estudiantes; y se comprenderá con ello lo deficiente que era la educación primaria de entonces. Así las cosas, la reforma se encaminaba a lograr una educación de base laica y positivista, más acorde y abierta con los adelantos científicos y tecnológicos de la época, y que requería la transformación del sistema socioeconómico y político pretendida por los gobernantes liberales.
Para lograr tal meta en la primaria, uno de los instrumentos era la adopción del modelo de “escuela graduada” –que aún prevalece en el país– en todos aquellos lugares donde el número de estudiantes justificase su distribución en diferentes grados. Constaba de tres niveles de instrucción: elemental, medio y superior, divididos a su vez en dos grados cada uno; y se establecerían entonces escuelas graduadas completas, de seis grados, o incompletas, de cuatro grados, según fuese su demanda.
La reforma implicaba, además, la reorganización del personal docente, la reforma curricular y, por supuesto, la infraestructura adecuada. En ese sentido, detalla la historiadora Ana Luisa Cerdas, cuando Ricardo Jiménez Oreamuno era secretario de Instrucción Pública “informaba en la Memoria de 1890, que se había hecho un empréstito destinado a la erección de casas-escuelas, para apoyar a las juntas educativas de diversos poblados” ( El Edificio Metálico ), y San José, claro está, no iba a ser la excepción.
Ubicación y encargo
Jiménez Oreamuno formaba parte del interino gobierno de Carlos Durán Cartín (1889-1890). Fue en esa gestión que se atendió una sugerencia del entonces Oficial Mayor de la Secretaría de Instrucción, Buenaventura Corrales, para que se destinaran los terrenos públicos ubicados al noreste del parque Morazán, a construir la escuela graduada de niñas de la ciudad.
Nombrado presidente de la Junta de Educación de San José, en 1890, Corrales continuó esa gestión, ahora con el fin de que la escuela fuera para ambos sexos y que se construyera en hierro. Al decir de Cerdas, tal proyecto tuvo serios detractores –se llegó a decir, incluso, que por ser de metal aquello sería un “asadero de niños”– pero ya en marzo del mismo año, el Gobierno había resuelto encargar en Europa un edificio escolar prefabricado en hierro.
En la elección del material, sin duda, jugó un papel fundamental el llamado “terremoto de Fraijanes” (30 de diciembre de 1888) y los daños que causara en muchas construcciones de la capital. Además, la Revolución Industrial había hecho del hierro el material por excelencia de sus novedosas edificaciones, y de las exposiciones universales, la vitrina de tales adelantos en la siderurgia. El hierro, ciertamente, era más barato que la piedra, era más elástico que aquella y soportaba el fuego mejor que la madera. Además, su fundición se adaptaba plenamente a la producción en masa, por lo que las piezas podían prefabricarse y ser llevadas a su emplazamiento, donde serían ensambladas con facilidad.
En ese ambiente, el reconocido arquitecto belga Charles Thirion (1838-1920) diseñó la edificación costarricense para la acerías S. A. Forges d’Aiseau, empresa de Bélgica, especializada en prefabricar estructuras mediante el sistema “Danly”. Este se caracteriza por la ausencia de armazón, pues el ensamblaje de los paneles de cerramiento, una vez embutidos, aseguraba la rigidez de las paredes.
Ensamblado y finalización
Desde Amberes, Bélgica, hasta Puerto Limón, llegaron embarcados, en 1892, los segmentos del edificio, con un peso aproximado de 1.000 toneladas. Aquí, mientras tanto, en el terreno ubicado al oeste de la plaza de la Fábrica, se venían realizando los cimientos desde el año anterior, según planos importados, pero pronto modificados por ingenieros ticos.
En 1893 se empezó a armar el edificio, montaje cuya dirección estuvo a cargo de los ingenieros Manuel Víctor Dengo y Enrico Invernizio Olivieri, con Gerardo Matamoros como maestro de obras. Cuando se completaron el ensamblaje exterior e interior y los trabajos de carpintería y acabados, habían pasado tres años y el edificio de aspecto neoclásico se inauguró en 1896.
Simétrico, como prescribía la arquitectura académica, el edificio de dos pisos posee en ala central que sobresale como volumen de los cuerpos laterales, mientras hace las veces de frontis. Ahí, un balcón flanqueado por ventanas de tímpano triangular, enmarca el acceso principal a las oficinas de dirección, abajo, y al amplio y decorado salón de actos, arriba; la puerta del balcón posee un tímpano en arco con el escudo de armas de Costa Rica y, rematando el frontispicio, un frontón compuesto que ostenta la fecha de inicio de la construcción, el nombre de Escuelas Graduadas y culminado con un busto de la griega Atenea –la Minerva romana–, diosa del conocimiento y la razón.
Las alas, por su parte, forman una “L” cada una y se separan del cuerpo central por sendos patios internos y las estructuras de escaleras. En ellas están las aulas, conectadas por amplios corredores, y solo se unen de nuevo hacia el fondo, donde esos mismos conectores llevan a los servicios sanitarios. En su fachada principal, cada ala tiene su propia entrada, que ostentaba hasta hace unos años su respectivo nombre: Escuela de Varones y Escuela de Mujeres, rótulos hoy mutilados, quizá por la absurda “embestida de género”, irrespetuosa de la historia urbana y de su memoria social.
La obra capitalina, orgullo del país que la encargó con el fin de educar a sus niños, se completó poco después con la creación de una plaza frontal que la unió con la llamada popularmente “Avenida de las Damas”, índice iconográfico de una gloriosa época pasada.