En un modesto edificio del suburbio de Mikata, en el Japón, un grupo de artesanos dibujaba sinfonías de colores. Quien llevaba el ritmo de aquel diminuto grupo tenía los ojos enmarcados en lentes muy gruesos, y sus manos, perfumadas con tabaco, guiaban sueños.
Aquel director nació en medio del acero y el fuego del Japón de 1941. Katsuji, su padre, fabricaba piezas de aviones de combate para el general Tojo y el imperio durante la Segunda Guerra Mundial. Las obras de Katsuji, el padre, terminaron en el fondo del océano Pacífico; la obra de Hayao, el hijo, se elevó de la ceniza, llena de vida, en aviones de papel y no tuvo escalas.
Desde 1985, Hayao Miyazaki fue un visionario en el Studio Ghibli, un gremio de magos que soñó y provocó soñar en dos dimensiones. Mediante dibujos animados, unas manos de olor de cigarrillo tallaron un espacio en la historia y en la imaginación de millones de personas. Sin embargo, a sus 73 años de edad, el dibujante decidió guardar sus lápices.
Su taller, Studio Ghibli, anunció una pausa indefinida en sus operaciones. Toshio Suzuki, productor de la compañía, añadió que solamente conservarían un número reducido de colaboradores para administrar los derechos de autoría y el museo del estudio.
Días más tarde, en un programa de la NHK (televisora estatal japonesa), Suzuki explicó que los integrantes “cambiarán su forma de hacer animación” debido a que no son capaces de producir largometrajes en ausencia de Miyazaki; es decir, enfocarán su trabajo en “cosas cortas”. Aún así, la noticia fue recibida como el más amargo obituario.
Casa de tesoros. La aventura artística de Miyazaki comenzó en la década de 1970 con títulos como Conan, el niño del futuro (1978) y El castillo de Cagliostro (1979), pero forjó sus verdaderas alas a partir de 1985, cuando fundó el Studio Ghibli junto a Isao Takahata.
En 29 años, el estudio produjo 19 largometrajes de animación, 11 de ellos dirigidos por Miyazaki.
“La primera película del Studio Ghibli que vi, en un VHS, fue Mi vecino Totoro [1988], cuando tenía diez años; entonces comenzó mi interés por el dibujo y la animación”, confiesa Juan Manuel Orozco, quien estudia diseño gráfico debido a aquellos recuerdos.
Los Totoro son espíritus del bosque, como Miyazaki. Unos y otro dejaron un legado entero de mitos, magia y fantasías para miles de artistas y para Ghibli –hasta el punto de que los Totoro forman el logotipo del estudio–.
Las películas del Studio Ghibli han sido calificadas como unas de las mejores animaciones de la historia. En sus mundos, como el de Mi vecino Totoro , no hay una complejidad extraordinaria; sin embargo, cada secuencia es una ceremonia llena de espiritualidad e inocencia.
El trabajo de Miyazaki está lleno de retos pues induce al descubrimiento de nuevos horizontes para la imaginación.
La historia y los personajes del Studio Ghibli son muy similares. De hecho, la mayoría de los protagonistas de Miyazaki son niñas, pero los artistas marcan diferencias abismales entre cada historia al diseñar realidades cuidadosamente detalladas; sus mundos son un bordado de emociones. Una vez en los mundos de Miyazaki, es difícil regresar al nuestro; uno siempre es aquel niño que rehusaba salir de la juguetería.
En el 2001, el Studio Ghibli nos mostró El viaje de Chihiro , la película más exitosa que ha salido de las islas niponas: alrededor del mundo, el filme recaudó más de 200 millones de dólares antes de estrenarse en Norteamérica, y su botín fue coronado con el premio Oscar a la mejor película de animación.
El Studio Ghibli se convirtió en un reino de lo ficticio que además poseía una fortuna terrenal.
El tesoro apilado por la pequeña Chihiro pareció no haber tentado a Miyazaki. El director y el estudio mantuvieron una fachada modesta, comprometida al dibujo hecho a mano, convertido luego en una excentricidad a causa del apogeo digital.
Para Paul MacInnes, editor del diario británico The Guardian, la importancia del Studio Ghibli fue más allá del éxito financiero y de su impecable estética: los artistas del estudio crearon nuevas fábulas en la cultura japonesa, como la mítica parábola de La princesa Mononoke (1997). Su relevancia es tal que, según cálculos de Tsutaya, cadena japonesa de alquiler de películas, el 95,6 % de la población de ese país ha visto alguna cinta de Miyazaki.
Despedida de una ilusión. “Las películas de Miyazaki son omnipresentes en los medios de prensa japoneses. Cuando estrenan una película suya, es como si se casara un príncipe: hay coberturas todos los días, como por dos semanas. Por esto, su ausencia seguramente dejará un vacío considerable”, explica Aarón Mena, magíster por la Universidad de Ibaraki en cultura de medios y profesor de la UCR.
Los sueños necesitan a Orfeo: Ghibli era Miyazaki, por lo que fue imposible sobrevivir su ausencia, pregonada en todo el mundo a finales de 2013. Miyazaki fue un maestro sin aprendices: el estilo plasmado en su obra –por tanto, en el estudio– no tuvo un relevo generacional, a pesar de que su hijo, Goro, es parte del Studio Ghibli.
Para el director, las personas que dibujaba en sus filmes debían extraerse de la realidad. “Sí, jóvenes como ella existen en la vida real”, decía Miyazaki frente a su escritorio, mientras sus trazos formaban una silueta femenina sobre el papel.
Miyazaki siempre fue un soñador con los pies sobre la tierra. Por ello lamenta que las productoras estén llenas de otakus, denominación peyorativa que refiere a obsesos de las series animadas.
En una entrevista publicada por el periódico nipón Golden Times, el director expresa su preocupación: “Casi toda la animación japonesa carece de bases tomadas del observar a la gente. Es producida por humanos que no soportan ver a otros humanos... Si no se toma tiempo para ver a las personas, no se podrá hacer esto”, comentó sin quitar el cigarrillo de su boca.
“Miyazaki nos da lecciones, de la manera más inocente, y cruel a veces, sobre el balance que hay entre el ser humano y la naturaleza; entre lo sagrado y lo mundano. Nos acerca íntimamente a mundos con una gráfica y una exquisita paleta de color; con un dibujo preciso –más bien simple– y un uso de la metáfora que cualquier ilustrador debería analizar con voracidad”, señala Augusto Ramírez, artista gráfico.
Ventisca incierta. El último largometraje del Studio Ghibli es El recuerdo de Marnie (2014), dirigido por Hiromasa Yonebayashi. El maestro Miyazaki se despidió con Se levanta el viento (2013), obra que dejó guardados a los fantasmas, las brujas y las criaturas mágicas para hacer despegar la historia de Jiro, un muchacho que, encantado por la idea de volar, lleva su pasión de forma involuntaria a diseñar el Mitsubishi Zero, la catastrófica aeronave de combate del imperio japonés.
La última obra del padre del Studio Ghibli fue una declaración que los conservadores de su país tomaron como antibélica y, por tanto, antijaponesa: este rechazo demuestra que los mejores mundos los tienen los niños.
Por su parte, el diseñador costarricense Daniel Solano opina: “Hayao Miyazaki es uno de esos pocos genios que, con su narrativa, temas y cinematografía, han influido en ilustradores y cineastas tanto dentro como fuera del ámbito de la animación. Sus trabajos respiran en un mundo ideal, con un amor por los valores familiares, la honestidad, el respeto por la naturaleza, y definitivamente el vuelo”.
El escritor Roberto Saviano dice que los criminales no le temen a los escritores, sino a los lectores. Con reinos de memorias y sueños, Hayao Miyazaki perpetuó su obra al enamorar al mundo, convirtiendo así al Studio Ghibli en una ventisca de emociones implacables. El trabajo de esos magos del trazo sigue moviéndose con el viento, solo que por ahora no ha decidido dónde aterrizar.