Gonzalo Castellón tenore@racsa.co.cr
La Europa de inicios del siglo XX tardó en apercibirse de que los sucesivos lustros de apogeo de las monarquías, de grandes fiestas y desenfrenada alegría, debían concluir tarde o temprano. Jacques Offenbach había muerto en París en 1880, y la inigualable Belle Époque experimentaba sus agudos estertores, aunque en Viena se siguiera bailando el vals de forma ininterrumpida.
Johann Strauss (hijo), Karl Michael Ziehrer y Émile Waldteufel hicieron danzar frenéticamente al Imperio Austrohúngaro de Francisco José, de forma homologable a la bacanal que Offenbach había desencadenado –en vertiginoso éxtasis de ritmos– para el Segundo Imperio, de Napoleón III.
Tiempo enrarecido. En un extraordinario efecto sin precedentes en la historia, la música bailable –así se llamara vals o cancán – había generado, en la nueva burguesía, un total olvido de las guerras y de las amenazadoras tendencias histórico-sociales, entre las que el anarquismo ocupaba una singular preeminencia.
Cuando Franz Léhar –el compositor de Die lustwige Witwe (La viuda alegre)– apareció en escena, trajo consigo un hálito de oxígeno revitalizador a la corte vienesa. Otro tanto ocurrió con Kálmán (Imre Kálmán Koppstein), el pródigo húngaro de La bayadera, Condesa Mariza y La princesa de las czardas.
Los vieneses pretendían seguir bailando en un curioso motu perpetuo, dando con ello al olvido la circunstancia de que ya no pertenecían a la primera potencia militar del mundo y que Otto von Bismarck había desplazado, desde mucho tiempo atrás, a los políticos europeos de mitades del siglo XIX.
Empero, como ha ocurrido en múltiples ocasiones, existen sobradas muestras de que las formas artísticas anticiparon a los hechos militares, las grandes guerras o las revoluciones políticas. Un perceptivo Arnold Schönberg –actuando a la manera de un oráculo– fue quien se encargó de enunciar, a través de su Pierrot lunaire , la existencia del nuevo hombre que crecía con el siglo.
Otro tanto podría decirse del estreno de Salomé y Elektra, las dos medulares óperas de Richard Strauss que anticiparon a la nueva mujer –protagónica, sensual y competitiva–, que surgiría con la centuria.
La tentación de Puccini. Por todas las anteriores razones, el encargo recibido por Giacomo Puccini –con ocasión de una visita a Viena en 1913– pudo considerarse anacrónico. Algunos admiradores del compositor de Lucca, administradores del Karltheather, encontraron la oportunidad de solicitarle la composición de una operetta , rebosante de valses y de champán, que concluyera además con un clásico final feliz.
Sin embargo, Puccini terminaba de promover La fanciulla del West –la más extraña e irregular de sus óperas– y no pensaba en finales felices. Confesó a su libretista Luigi Illica que todavía quería hacer llorar al público. “Eso es todo lo que busco”, insistió.
Los admiradores insistieron a su vez; particularmente, Heinrich Berté y Sigmund Eibenschütz tentaron al maestro con la exorbitante suma de doscientas mil coronas –¡alrededor de cincuenta mil dólares de hace un siglo!– para dar forma a la inédita experiencia.
De forma curiosamente simultánea, Puccini afrontaba serios inconvenientes en su relación con Tito Ricordi –el hijo de Giulio–, que había asumido la dirección de la más prestigiosa editorial milanesa. En una carta dirigida a su esposa Elvira, firmada en Milán poco antes de las ofertas vienesas, el maestro de Lucca se había quejado de no tener trabajo, y señalaba además: el editor es mi enemigo.
Una ópera que conoció la guerra. Al final de cuentas, el grupo de vieneses encontró un tema que contó con el beneplácito del compositor: La rondine (La golondrina), tema que guardaba alguna similitud con La traviata de Verdi , al menos con sus actos primero y segundo.
El tema de la mujer-golondrina –la rondine apasionada que alza el vuelo ante la eventualidad de verse apresada por el amor de un hombre– era realmente una novedad que pudo haber dado paso a una obra original y chispeante.
Aquel tema era también una posibilidad que mostraba –desde un ángulo diferente del de Salomé y de Tosca– las perspectivas que el nuevo siglo podía esperar de la mujer.
Empero, Puccini no quiso liarse con un género que venía a constituir un terreno inexplorado para su pluma. En vez de una operetta tradicional –expresó a sus contratantes–, prefería abordar una operetta tragica, como le había aconsejado su querido amigo Franz Léhar.
Al final, el luqués terminó aceptando la intermedia denominación de commedia lirica , que no comprometía a ninguna de las partes.
El argumento. El tema de La rondine –a la que algunos críticos dieron en llamar la Traviata de los pobres – posee efectivamente alguna similitud con la genial obra verdiana, y hasta puede considerarse, en algún grado, una creación deudora del Fledermaus de Johann Strauss (hijo).
Su argumento es simple: en el París de mediados del siglo XIX, la bella Magda de Civry es la mantenida del rico banquero Rambaldo. Pese a ello, su alma –cual golondrina cautiva–, pretende volar “más allá del mar” como lo sugiere la inspiración que el personaje de Prunier ha compuesto. El equivalente de Alfredo Germont, un joven provinciano llamado Ruggero, aparece en escena, generando en Magda un sentimiento nuevo.
Tras una escena ligera –que pretende ser cómica y que se desarrolla en el parisino Cabaret Bullier–, Magda y Ruggero se enamoran y fijan su residencia en la francesa Cotê d’Azur. El joven Ruggero obtiene de su familia el permiso para contraer matrimonio con Magda, cuyo pasado le es desconocido.
Al final de cuentas, fiel a su destino de cocotte , Magda comprende que el sueño inicial de la golondrina no puede concretarse por insuficiencia de recursos y vuela de regreso a la zona de confort del banquero Rambaldo, generando en Ruggero el dolor más intenso que se pueda imaginar.
El vuelo de la golondrina. La rondine fue estrenada en el Théâtre de l’Opéra de Montecarlo el 27 de marzo de 1917; o sea, en plena guerra europea. Contó con un elenco de lujo que incluyó al gran Tito Schipa y a la soprano Gilda dalla Rizza en los roles principales. No obstante, y a pesar del aparente éxito inicial, la ópera terminó cayendo en un convencional olvido, tal como ocurrió con otras obras del compositor.
Como bien señala Ernst Krause y ratifica Daniel Snowman, la commedia lirica en la que fue progresivamente convertida la obra se aleja radicalmente de la concepción original de la operetta . La rondine no nos recuerda al Puccini que conocemos, a pesar de la belleza de sus melodías, que acusan la influencia impresionista, y que bordean en ocasiones la atonalidad.
El promover una obra convencionalmente alegre, cuando el fin de siècle y los albores de la nueva centuria hacían temblar de pavor a la especie humana, pone de manifiesto la secular falta de visión.
Luego de que Salomé consagrase universalmente el beso de la mujer-esfinge, era imposible pensar en elevar al altar del protagonismo a una pequeñoburguesa que sueña con el amor. Tampoco era dable concebir un feliz final para una aventura adolescente, mientras el Marne se teñía de la sangre de los contendientes, y los obuses –magistralmente descriptos por Guillaume Apollinaire– caían indistintamente sobre el campo de batalla y la población civil.
La rondine escapó de las manos de su autor, con la destreza experta de un ave prisionera. No poseyó jamás una identidad propia pues nunca fue operetta ni commedia lirica. La belleza de las melodías “fabricadas” –no creadas– para la ocasión no pudo nunca sustituir una espontaneidad que era característica en Puccini: algo que demuestra que la supervivencia de la obra de arte, de forma independiente a su entorno y a su circunstancia, se alimentará ad aeternum de la primigenia emoción que genera en su destinatario.