Gabriel González-Vega gabrielgv@ice.co.cr
H ace 15 años, en uno de los espléndidos festivales de cine latinoamericano en La Habana, disfrutamos de un memorable concierto con “los abuelos”: Ibrahim Ferrer, Compay Segundo y Eliades Ochoa, cuya música legendaria había consagrado Wim Wenders en Buena Vista Social Club, película filmada luego de la visita a la isla del ceremonioso guitarrista Ry Cooder. Impresionante documental, estupenda música (del disco original) y admirable rescate por encima de coyunturas políticas.
Tres lustros antes, yo había estudiado en el magnífico Instituto Goethe de San José –lamentablemente cerrado– a este realizador oriundo de Dusseldorf y que acogió Ford Coppola en los Estados Unidos; un creador original y riguroso, intelectual complejo y sagaz, cuyas ideas se nutren del sosegado maestro japonés de la primera gran generación, Yasujiro Ozu (reconocido por él con Tokio-Ga ), y se emparentan con las de los briosos jóvenes rebeldes del Nuevo Cine Alemán que, a partir del Manifiesto de Oberhaussen, de 1962, nos dio a los geniales y atormentados Rainer Fassbinder y Werner Herzog –mis favoritos junto al refinado Volker Schlöndorff–, resplandores de nuestras diarias inquietudes fílmicas con Cine Diálogo .
Con una variada y rica formación, que pasó por la filosofía, la medicina y la pintura, con voluntad abarcadora y proteica, con una mirada oblicua y desconcertante, Wenders ha destacado e influido en muchos como actor, guionista, productor y realizador e incluso crítico de cine.
Como a muchos, me sedujeron su equívoco y reflexivo París, Texas (atado a una misteriosa y bella Nastassja Kinski), y su humanista Las alas del deseo , hecha con una piedad que recuerda a Ingmar Bergman.
Junto a su cine ficción que revuelve conflictos personales y paisajes enigmáticos, arte experimental, mirada social y también intimista, los proyectos documentales o colaborativos de Wenders son de lo más sugestivo.
Tanto en su célebre El amigo americano (título que sugiere las inquietudes alemanas en relación con los cambios de posguerra) como en El relámpago en el agua , trabajó junto al talentoso y conflictivo Nicholas Ray ( Rebelde sin causa ), manifestando ya su maestría como amigo/biógrafo (el italiano Antonioni también fue objeto de su atención en Más allá de las nubes ).
Luego, fue la bailarina P ina Bausch (fallecida en medio proceso) a la que recreó con un aclamado documental centrado en sus coreografías y en el trabajo de su elenco.
Curiosidad insumisa. Fotógrafo en su juventud, Wenders descubrió al trotamundos brasileño Sebastián Salgado y su imponente obra a partir de una sola foto –que mantiene en su despacho– y lo transformó, junto al hijo del artista (Juliano Riveiro Salgado con un añorado reencuentro filial en ruta), en un filme telúrico y manso a la vez, de inquietante y rotunda belleza, que invita tanto a sumergirse en su mirada profunda como a encariñarse con ese trabajo vehemente y transformador que ha cruzado cuatro décadas y cinco continentes para finalmente regresar a salvar su propia tierra latinoamericana, repoblándola con un manto verde lleno de valor y esperanza.
La T(t)ierra vista como es, la T(t)ierra vista como puede ser. Premiado en Cannes y con el Cesar de Francia así como por el público en San Sebastián, candidato al Oscar y más, el recuento fílmico de catástrofes, guerras y éxodos, de rostros y emociones, es un resumen radical de la terrible expansión de la especie más destructiva del planeta, seleccionado con paciencia y perspicacia entre el enorme legado en blanco y negro del fotógrafo. Sí, blanco y negro, como metáfora del arte que expresa mejor la realidad cuando no la copia, sino que la transforma.
Ante el mismo objeto, cada encuadre, de cada mirada, inicia una historia distinta. Las fotos de Salgado son de los mejores y más esclarecedores testimonios que se hayan hecho.
Para su monumental libro Génesis , Sebastián trabajó a la par de los dos cineastas (su propio hijo y Wenders) en su largo peregrinaje por encontrar los sitios más prístinos del orbe, ajenos a la avaricia devoradora de nosotros, los hombres (¡Ay, Debravo, cuán lejos estamos de la hermandad!).
Dibujante de luz y sombras, con la curiosidad insumisa que celebra Peter Berger y admira Platón, el indomable Salgado explora, denuncia y anuncia –al decir de Paulo Freire– nuestra huella planetaria y su impacto. El impacto de una foto, como en el cartel de La última hora que presenta Leonardo DiCaprio.
En Costa Rica. Wim viajó al Brasil a descubrir a la familia del que primero fue economista y un día abandonó su promisorio futuro en la banca para no separarse más del lente, acompañado siempre por el trabajo silencioso y decisivo de su esposa, Leila. Me recordó el apoyo análogo de Pilar del Río a ese gran pesimista enamorado de la vida, José Saramago. Viaje iniciático, viaje consagratorio.
En los primeros planos del filme topamos con unas imágenes que ya nos habían consternado en Powaqqatsi, del monje cristiano Godfrey Reggio, los ríos de hombres halando sacos de barro en las minas de oro, el terreno arrasado, trazado por surcos de bichos interminables, cada uno aferrado al sueño febril de una riqueza repentina.
El documental recorre grandes planos abiertos que parecen capturar la esencia del mundo, junto a planos cerrados de rostros curtidos por la faena que bregan por subsistir y por una esencia esquiva. Ángulos sorprendentes, como hallamos en Herzog, y rostros que se comen la pantalla y retan al espectador sin invadirlo. Cara y espejo del propio fotógrafo, detrás y delante de la cámara.
Luego de hurgar en los vertederos de la violencia humana, de llenar el objetivo con la devastación en Ruanda y otros epicentros de la maldad, agotado, desencantado, Salgado da un giro asombroso y descubre que algo queda, y, mejor aún, que se puede hacer más, un último aliento que se eleve al futuro: qué mejor que su ambicioso plan de reforestación en su Amazonía natal (Instituto Tierra, 17.000 acres), un milagro que es solo trabajo visionario y un nuevo sentido en la vida de quien lo vio todo y ahora sabe por qué vale la pena reconstruir.
Fue la película que más disfruté en el III Festival Internacional de Cine Paz con la Tierra, la última versión de la original Muestra de Cine y Vídeo Costarricense, ahora con énfasis internacional, arrobado ante la gran pantalla del Cine Magaly. La cinta también lució en el museo de Zapopán durante el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, donde acabo de gozarla.
Dichosamente, ya está en cartelera nacional, exclusivamente en el Cine Magaly. Para verla, hay que lavarse los ojos, al decir del cineasta Kenji Mizoguchi; abrirse a la complejidad de la experiencia humana y su entorno; ver la grandeza y la miseria lado a lado, y vivir la esperanza como ese humanista japonés de la generación de posguerra.
Disfrútenla, medítenla. Que el barullo de lo superficial y lo pedante no nos distraiga del encuentro con una verdadera obra maestra y con la madre Tierra que nos cobija y reconforta.
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La película se exhibirá en el Cine Magaly, de San José, hasta el miércoles 1.º de abril.