Jan Martínez Ahrens. El País Internacional.
L os barcos albergan historias secretas. El Toluca, un carguero mexicano, fue uno de ellos. Anclado en el puerto de Veracruz, enroló en 1980 a un muchacho de 17 años y pelo negrísimo que buscaba poner un océano entre su pasado y su presente. Pocos meses antes se había escapado de casa con una mujer mayor que él. La fuga terminó en desastre: el padre de la dama amenazó al padre del soñador; ella se sumió en una crisis profunda, y él fue expulsado del colegio y acabó embarcado en el Toluca, donde daban comida y transporte a cambio de fregar el suelo.
A bordo del buque, recorrió el curso del Misisipi, descubrió Barcelona y alcanzó la Toscana y Sicilia. En Alejandro González Iñárritu se había abierto así el hambre de mundo. Dos años después volvería a embarcarse: arribó a Bilbao, y desde allí vivió un año a la deriva. Durmió al raso en el parque madrileño del Retiro y, al final, saltó a Marruecos. En su interior se había dibujado la geografía de su futura obra.
Una guerra. Han pasado casi 35 años y Iñárritu ha ganado el Oscar al mejor director por Birdman. Aquí, a orillas del río Bow, en la planicie de la canadiense ciudad de Calgary, la temperatura ronda los 30 grados bajo cero.
González Iñárritu tiene 51 años. Todo gira a su alrededor. Hoy le ha tocado una masacre en un poblado indio, un diálogo entre dos tramperos de 1823 y una pesadilla con fantasmas y cabezas despellejadas: escenas de The Revenant , su próxima película, un prewestern de espacios abiertos y tensos silencios.
A su lado camina el director de fotografía, Emmanuel Lubezki (Ciudad de México, 1964), ganador de un Oscar por Gravity y otro por Birdman . Entre sí se llaman Negro (Iñárritu) y Chivo (Lubezki). Al equipo se dirigen en perfecto inglés, pero, cuando deben decidir sobre aspectos fundamentales, deliberan en español.
“Soy muy duro, muy exigente; se me teme más que se me quiere. La gente sabe que no va a haber tregua, pero logro conectar con ellos porque no exijo nada de lo que no doy y porque la experiencia lleva a un conocimiento profundo de las capacidades de todos nosotros. Cualquiera puede hacer una película, pero lograr una buena es abrir una guerra a muerte, principalmente con uno mismo”, afirma el cineasta.
La salida. Iñárritu actúa como una centrifugadora. No para un segundo. En pocos minutos decide sobre la vestimenta del indio que hace de fantasma, el color de la sangre (“Más oscura, que han pasado 24 horas de la masacre”), la duración de las tomas, la inclinación de la cámara, la longitud de los pasos, la perspectiva del poblado, el gesto triste de una anciana india…: todo tiene su huella.
–¿Es usted pesimista?
–La inteligencia puede definirse como la posibilidad de poseer dos ideas opuestas simultáneamente y tener la capacidad de operar. Yo soy dos piernas con una contradicción constante cuyo resultado es mi obra. Me puedo drenar rápidamente y llenar de un vacío existencial. Soy un hombre que observa más las pérdidas que las ganancias; estoy obsesionado con la pérdida porque me duele perder lo que he tenido.
Tras sus aventuras juveniles por Europa y el norte de África, Iñárruti regresó a la ciudad de México para ensayar la carrera de comunicación, pero muy pronto eligió otros derroteros.
Fue locutor de radio, dirigió la estación musical número uno en el D. F., y se volcó en la música (“Soy más musicólogo que cinéfilo”), pero ni tener banda propia ni componer para seis películas le dio paz. No era un virtuoso.
El cine se le apareció como única salida: anuncios, cortometrajes, televisión. Descubrió que tenía un talento natural: “Salgo de mí mismo, soy una flor extraña”.
Las horas pasadas en la Cineteca Nacional empapándose de neorrealismo italiano –el ADN de su cine– hicieron el resto. Estudió dirección teatral con el legendario Ludwik Margules , un tiránico maestro que le inculcó la necesidad de tener bajo su bota cada milímetro de la escena y de hacerlo con un espíritu renacentista.
La alianza con el guionista Guillermo Arriaga culminó ese proceso. En el año 2000 se estrenó la desgarradora Amores perros ; luego vinieron 21 gramos (2003), Babel (2006), Biútiful (2010) y Birdman (2014).
Amarga comedia. Aupado por los premios, entre ellos el de mejor director en el Festival de Cannes por Babel , el mexicano se volvió un artista codiciado por los gigantes de la pantalla. Se erigió en la cabeza visible de una camada que, junto con sus amigos Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, ha pulverizado todos los techos para los creadores hispanos.
Conforme se acercaba a los 50 años de vida, Iñárritu buscó puerto en la meditación zen. Observó sus voces internas, sobre todo esa que lo convierte en el centro del universo en los rodajes.
Sobre su propia huella construyó Birdman , una película casi experimental, asentada sobre gigantescos planos-secuencia, que se mueven continuamente al borde del precipicio.
Birdman es una comedia agridulce (“A non funny comedy”, bromea el director) que tiene mucho de repaso vital: un actor que, años atrás, alcanzó el estrellato por interpretar a un superhombre lo apuesta todo a una obra de teatro en Broadway, pero, a medida que se acerca la hora del estreno, ese hombre, atormentado por su voz interior, se enfrenta a su pasado, a su familia, a sí mismo, a la perplejidad del arte.
– Birdman es una película que tiene alas que me han liberado. He cambiado la forma de abordar los temas, pero estos siguen siendo los mismos: quién coño somos, qué significado tiene y de qué trata esta vida. Es una película para todos los que sentimos eso.
”Birdman habla de la necesidad de reconocimiento; de confundir la admiración con el amor; de entender ya demasiado tarde que era amor lo que tuvimos, y que no lo supimos, y que eso era lo único que necesitábamos. Los seres humanos somos criaturas patéticas y adorables. Todos tenemos algo de Birdman”.
–¿Qué buscaba usted al escoger a Michael Keaton/Batman para encarnar a Riggan Thompson/Birdman?
–La metarrealidad que Michael Keaton agregó a la película era muy importante, pero también añadió un factor de alto riesgo, y no fue el único. Edward Norton tiene la misma reputación que el personaje que interpreta: el actor de Nueva York que ha estado en la escena del teatro: pesado, dominante y sobreintelectualizado.
”En el plató reinó eso: el gozo de poder representarse a uno mismo desnudo y sin vergüenza. Se abordó de una forma no intelectual, no irónica. Esta película es sincera. Yo estoy allí dentro, y esas son mis miserias, mis realidades. Yo he sido todos esos personajes: o he sido yo, o he trabajado con ellos o he sido víctima suya. Ese ha sido mi mundo. Esa fue la apuesta. Son elecciones reales: no es el actor interpretando a los actores fallidos, no: es el actor que ha pasado por eso.
–¿Improvisa o va con la idea ya totalmente fija?
–Tengo dos virtudes. Una es el concepto. Veo con precisión todo lo que no debe ser y lo que debe ser. La segunda es el ritmo. Para mí, el ritmo es Dios. Sin ritmo no hay danza, ni arquitectura ni música… Las estrellas tienen un ritmo, el universo está rítmicamente ordenado, el arte es la palpitación de ese ritmo, y, si no lo tienes, es imposible crear algo.
”Ese ritmo lo poseo. Suena abstracto e idiota, pero, cuando pongo una escena, sé naturalmente cuándo debe haber un espacio entre una palabra y la otra; sé cuánto deben estar separado un actor del otro y de la cámara, sé qué lentes deben usarse, sé si debe estar más arriba o más abajo, sé la velocidad…
Iñárruti digirió su “perturbadora vitalidad”, se dejó arrastrar por su “flujo sanguíneo emocional”, pero también advirtió que algo se había quebrado. Añade:
–Hay abuso en la construcción, en la fragmentación; me avergüenzo de ciertas cosas, me incomodan, pero tras Birdman soy un nuevo cineasta: cambió mi perspectiva formal.