El escritor Alfredo Trejos no se alegra tanto por sí mismo como por su amigo, Carlos Alvarado.
He vuelto a mi país es un poema original que conmovió a todos los que estuvieron atentos al traspaso de poderes de este 8 de mayo.
Para él, su extrema felicidad se debía a ver a su amigo de hace catorce años con la banda que lo designaba como Presidente de la República.
“Poco después que Carlos ganara en segunda ronda, recibí una llamada de Dora Nigro, directora del Traspaso, quien me comentó el deseo del presidente electo de que yo escribiera un texto para la ceremonia. Inmediatamente empecé a trabajar. Para un poeta no hay cosa más difícil que escribir 'por encargo', ya que posiblemente tendrá que ceder aquí y allá. Pero lo hice, feliz de tomar el compromiso”, asegura Trejos.
Trejos y Alvarado se conocieron en 2014, cuando el actual presidente publicó Transcripciones infieles con Ediciones Perro Azul, donde Trejos trabajaba como asistente de dirección.
“Dos semanas después, el texto estaba listo. Y parece que funcionó. Fue aprobado por Carlos, que era lo que más me importaba, y hoy lo leí por primera vez. Ahora lo afortunadamente complejo es ver a alguien a quien considerás tu amigo como Presidente de la República. La felicidad de estos días cambia y sigue”, asegura.
El poema, cuyo tema central atraviesa el retorno a la patria, surgió tras un largo proceso reflexivo, según el testimonio del autor, quien obtuvo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011, por su libro Cine en los sótanos.
“Sinceramente, fue lo que me pareció más consecuente con mi propio trabajo: no podía escribir un saludo, una elegía, un panfleto. ¡Dios me libre! Quise quedarme cerca de mis búsquedas y contrastarlas con la ocasión”, dice Trejos.
A continuación, el poema He vuelto a mi país:
He vuelto a mi país. Aquella parte de mí, al menos, que estuvo lejos, cubierta por la mortaja humeante de no saber, de no creer, ha vuelto. Hoy veo a quienes abarrotan estas calles, estas plazas, estos parques, en las costuras de siempre de sus ropas; veo a quienes se anudan los zapatos, temprano en la mañana, como si se ataran a la piedra del mundo y en todos hay una luz que ya no es la del simple coral de los taxis, la del periódico al golpear contra la puerta como un disparo, la del tiquete que mostramos en el tren y significa que hemos adquirido apenas los kilómetros del día. Veo la luz de otra hora. La nuestra. Y entonces mi país, este que veo, ya no es el saco de café que suda frío en la bodega del barco, ya no es la destartalada imagen de nosotros en la fila hacia el estetoscopio, hacia el estadio de fútbol, hacia la luna. Algo hemos de haber hecho bien. Un poco mejor, tal vez, ahora que cilindros de papel moneda suelen rodar hacia los altares como si algún tipo de magnetismo los llamara, ahora que la sangre se retira a hacer sus cuentas, su ruinosa contaduría de glóbulos y desempleo, ahora que a los postes del alumbrado -esos mástiles de concreto que llevan a las aceras que nos llevan- da la impresión que les crece alguna clase de electricidad que nos arrebata los sombreros, alguna forma de corriente a la que están conectados casi todos los comedores y las cocinas de la tierra.
Hoy que casi todo viene a ser una silla eléctrica, algo hemos de haber hecho bien. Estamos aquí. La avenida central baja su marcha, casi se detiene junto a las grandes alacenas del pasado; pareciera cambiar su rumbo y cortar en dos los bancos y las asambleas como si buscara respuestas en los manicomios. La avenida segunda, como una colada de perfume espeso, viene del hospital con noticias de los quirófanos: nos hemos salvado. El cincel removió la cruz de aceite. Vamos a poder tomar otra vez el sol en nuestro patio, a acariciar el lomo de nuestro perro, a leer nuestro libro, a dormir nuestra siesta. Vamos a besar la boca de quien nos besa así como quien confía en su paraguas durante los temporales, como quien se opone a la canción de su verdugo, como quien se roba a sí mismo un minuto al pie de su cama para sonreír. Porque nos hemos dado un beso en la frente al saludarnos y hemos guardado las tijeras bajo el mantel para comer el pan sin que nos ladren.
La noche por muy poco se queda. Una noche que vino de espaldas arrastrando cascabeles de ladrillo, dándose contra los muros como un juguete de lata. Pero el equipaje de la noche estaba junto a la puerta y fue lanzado a la corriente de la historia con una lista de pecados contra el tiempo que son los únicos imperdonables. Que no vuelva. Si yo he vuelto a sentir a mi país es porque existe, porque su mapa de rebaños y celajes sigue en su sitio aunque lo sobrevuelen los yunques de siempre: el yunque de los tristes, el de los solos, el de los pobres. El yunque de los desafortunados. Las herramientas de un dolor que poco a poco veremos caer al mar.
La ilusión de ver un día en su complejidad y en su sencillez parece haber llegado cantando. Un día en que el alfarero cocine sus tinajas junto a quien espera a que sus panes se doren en salud envidiable. Un día en que el pescador dibuje un círculo en el agua y de este salte un buey a la mesa de los niños. Un día en que el agricultor madrugue como nunca y are su parcela con las páginas del más sagrado de los libros y de aquellos terrones salten grandes atunes a la vajilla desechable que al fin y al cabo es todas las vajillas. Un día a partir de hoy, un día de muchos días. Un largo desfile de banderas con cada uno de nosotros en el nervio que activa el corazón. ¿Por qué no pensar que hoy en mi país las chimeneas expulsan el humo del trabajo, la ceniza blanca de las canciones de cuna, el vapor de las bodas, el bullicio de las fiestas, el llanto feliz de los bautizos, los himnos de los funerales, sin que nadie vea latigazos en el cielo, sombras en la tierra?
Vi el dedo de la libertad asomarse por entre los tejidos de mi propia carne y supe que ya podía volver a mi país. Estuve tan lejos en mi propia casa, en mis asuntos, ante cierto óxido invernal que devoraba las promesas, la vida misma. Llegué a pensar, incluso, en quedarme bajo llave, jugando un ajedrez eterno de conchas y candados a la luz del quemador de la cocina. Por un momento, por varios momentos, temí por lo que veo en las montañas al amanecer: el cinturón de nubes lleno de gotas de agua, cada una tan grande como una piedra de molino, el campo fértil, los pastizales, el tórax de los invernaderos que se llena y se vacía a cada instante en la vida de los frutos. Di media vuelta y me senté como quien sabe una gran verdad pero ha perdido el don del habla y la escritura. Flaquee, pero muy pronto llegaron los domingos. Madrugué junto a muchos cuya cárcel también comenzó a venirse abajo y encontré a la vuelta de la esquina un papel con el nombre de mi país, con su dibujo. Y entonces, todo fue cosa de escribir mi nombre junto al suyo.
El corazón de esta ciudad está lleno de lugares y de nombres, de momentos y de pasos que se multiplican cada vez que alguien pregunta dónde escondimos nuestro ejército, dónde están los retratos de nuestros dictadores, dónde están las fosas comunes de nuestras guerras, qué hicimos con los palacios en la cima de nuestro dolor. Y la respuesta que doy yo se parece a la del sastre y la del sastre es casi igual a la del carnicero: están en una página lacrada que ya no se abrirá. Para muestra, el Cuartel Bellavista, desde el que voló un último disparo cierto día que ya nadie recuerda. Si proyectamos alguna vez una mala sombra ya debe estar en los archivos bajo un pisapapeles de adobe. Si alguna vez caímos boca abajo sobre los almanaques, incrustándonos una ceguera de tiempo en ambos ojos, nos levantamos con la marea de las cosas, con los altavoces de las fábricas y de los libros, con las sirenas de los barcos que cruzaron estas angosturas.
Hoy me detengo frente a los escaparates buscando una corbata que combine con estas horas. Un simple trozo de tela que señale al sol en el marco de la ventana y que sirva a la vez para limpiar los bodegones empolvados que, aquí y allá, un día aparecieron en las esquinas de mi país. No quiero entonces una prenda: quiero un instrumento. Salí a la calle a buscar una corbata como quien busca un serrucho. La verdad, no tengo prisa. Ahora es cuando mejor nos hace salir a caminar y ver cómo somos por dentro. Se nos ha tomado una foto grupal, una radiografía en masa: pudimos ver, por fin, desde los estragos de ese golpe que nos dimos hace mucho al caer de la bicicleta hasta la mancha de miedo que nos quedó bajo la piel apenas ayer al tomar una bocanada de patria. Pero hoy me detengo frente a las canastas del mercado: termino por comprar un poco de fruta, la seca cebolla del almuerzo futuro, la amplia tortilla en la que caben las manos de la mujer que amo junto a mis manos. Hay cosas que usaré tan solo una o dos veces en la vida (los elevadores, la paciencia, la corbata) pero la felicidad —estoy seguro— no es una de ellas. Hoy lo sé.
He vuelto a mí país. Pensándolo mejor, tal vez mi país es el que ha vuelto. Estuvo un segundo en la niebla: lo suficiente para pensar en la compleja eternidad de mi casa, en la voz de los amigos disgustados con el mundo, en la entrecortada verdad de lo que somos. Yo de aquí me iré a asegurar el mapa de mi país a la corteza terrestre con un clavo tallado en la madera de este día.