Álvaro Rojas Salazar
E n 1949, cuando Alejo Carpentier escribió, en el prólogo a El reino de este mundo , que la historia de América era toda una crónica de lo real maravilloso, estaba diciendo también que la literatura es y será siempre una manera privilegiada de acercarse a la verdad de un país, a las condiciones en las que las personas de carne y hueso llevan su paso y su ritmo por esta vida y por este mundo, y que las novelas, cuando están bien contadas, hacen explotar en mil pedazos las fronteras que pretenden separar a la realidad de la ficción.
Después de la caída de la Unión Soviética, la economía satelital de Cuba hizo que en la isla se llegara a vivir realmente mal. En esas condiciones, cuando para ellos era difícil conseguir tanto comida como electricidad, Leonardo Padura se encerró en su casa a leer y a escribir, confirmando con esto aquella vieja idea de Don Quijote, la que sostuvo en invierno y en verano por las llanuras de La Mancha, gritando a voz en cuello que la literatura sigue siendo la mejor vía para fugarse de un mundo adverso y limitante.
En la casa que fue de su padre, ubicada en el barrio habanero de Mantilla, Padura corrigió y limpió sus crónicas periodísticas, convirtió en libro la tesis de su esposa sobre Alejo Carpentier; pero sobre todo, se inventó a un personaje que le abrió de par en par las puertas que llevan a las calles de La Habana, a la decadencia de una sociedad carcomida por el salitre y por la política.
Padura se inventó a un hombre, casi a un hermano, que ya sea como vendedor de libros antiguos o como investigador de casos imposibles, le abrió en panorama todo aquello que hasta entonces era difícil de decir, el autoritarismo, la envidia vecinal, el arribismo burocrático, el rapto dictatorial de la utopía socialista y en fin, el lado oscuro de la Revolución.
Padura estudió literatura en los años 70, cuando escritores homosexuales o religiosos eran perseguidos, cuando José Lezama Lima y Virgilio Piñera padecían el ostracismo, cuando las novelas de Guillermo Cabrera Infante o de Mario Vargas Llosa eran lecturas que se hacían en la clandestinidad, cuando la delación era una amenaza cierta, cuando Reinaldo Arenas vivía como un mono, escondido en los árboles del parque Lenin.
En alguna entrevista, cuenta Padura que cada vez que enviaba a las editoriales estatales un nuevo libro suyo para revisión, le tenía que confesar su temor secreto a su esposa: “Este no me lo publican”, le decía. Y siempre lo publicaban y además, ganaba premios oficiales y poco a poco, Padura se fue convirtiendo en el escritor cubano más reconocido a nivel internacional y también, cada día escribía mejor.
Su caso es paradójico: parece estar diseñado para desmentir a la disidencia, para mostrarse como ejemplo de todo lo que puede escribir y publicar un novelista que sigue viviendo en la isla y que a pesar de ello, cuestiona hasta la raíz todo su sistema político y las consecuencias cotidianas que éste arrastra por la ciudad. O tal vez sea que los dardos de Padura no son los que verdaderamente molestan.
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Cruce de géneros que dicen lo mismo
Algunas de las novelas de Padura comparten con Carpentier el gusto por la amplitud de miras, la voluntad de meter el mundo en un libro. Además, ellas continúan la tradición de Cabrera Infante, pasar a la literatura el lenguaje de las calles de Centro Habana o del Malecón y también, es justo decirlo, Padura pertenece a la misma generación de Mario Conde, su personaje estrella; por eso ambos siempre están medio frustrados, porque crecieron y creyeron en unas ideas y en un proyecto político que se vino al suelo como buena parte de sus vidas o las de sus amigos.
De hecho, eso es lo que le pasa a Iván, uno de los personajes de El hombre que amaba a los perros, su habitación se derrumba con él adentro y así muere, aplastado por muletas de madera, por vigas y cementos que lo llevan a la asfixia.
En literatura hay mil formas de decir las cosas y en el caso de Leonardo Padura, tanto la saga de novelas policíacas como las de tinte político o de corte histórico, le permiten mostrar la vida en un país del que él no puede despegarse, y lo hace con un estilo eficaz y envolvente, que lleva consigo buena parte de la tradición literaria cubana, lo insular, lo anticolonial y lo antiautoritario.
Sin embargo, para mí, la obra más importante de Padura es la histórica, la política, esas tres novelas que escribe a partir del 2001, esas tres novelas en las que está expuesta toda su crítica a la Revolución, a la opresión, a la frustración y al control social que ella supone.
Esto es lo que pasa con los personajes de La novela de mi vida , donde se narra como metáfora de tiempos más actuales, la persecución que sufrió el poeta José María Heredia por sus ideas independentistas, románticas y anticoloniales, en un mundo que no estaba preparado para oírlas. Así, en uno de sus regresos a la isla, Heredia habla con Tacón, el Gobernador español, uno autoritario y sagaz, que curiosamente, mucho se tocaba la barba.
En El hombre que amaba a los perros , su novela más conocida, Padura escoge nada más y nada menos que contar la vida de Trotsky en el exilio, la vida de ese profeta armado, el enemigo de Stalin, ese hombre perseguido por la Unión Soviética por todos los rincones del planeta. El gesto es clarísimo. No hay mucho más que decir, tal vez, que ésta es una novela triste, agobiante, que cuenta el desplome de un sueño, bueno, y que Ramón Mercader, la mano que usó Stalin para matar a Trotsky, vivió protegido en Cuba.
En Herejes , otra vez de la mano de Mario Conde, Padura mezcla los dos géneros, el histórico y el policíaco y así entrelaza un cuento de judíos que viven en la Holanda de Rembrandt, en el siglo XVII, con otros judíos que llegan a Cuba huyendo de la amenaza del nazismo y a su vez, nos lleva a La Habana en el año 2009, que es una ciudad derruida donde la generación a la que pertenece el detective ya ha perdido todos sus ideales revolucionarios y los jóvenes de las tribus urbanas, no creen y ya no quieren creer en nada.
Para concluir, pienso que lo que ocurre en Adiós Hemingway , esa falsa novela policíaca, sirve para condensar la visión de Cuba que está en la obra de Padura. Porque este texto es un ajuste de cuentas, una forma de pulir el recuerdo de Ernest Hemingway, su imagen múltiple, todas sus contradicciones, sus múltiples debilidades y sus grandes talentos.
Y ese, sin duda, es un acierto literario, que puede ser la mejor forma de recordar a alguien, a una ciudad, a un país; con todo lo que carga, con todo lo que nos ha hecho sentir, con todo lo que amamos y también con todo lo que detestamos. Es por eso que esa ambivalencia que siente el Teniente Mario Conde por Hemingway, es la misma que siente Leonardo Padura por Cuba, esa isla compleja donde él todavía vive, habla y escribe.