Una cosa es tener hambre y otra es pasar hambres. No es lo mismo atrasarse una hora para desayunar o almorzar por un contratiempo, que saber que no hay nada que comer y tampoco mañana lo habrá, ni al día siguiente ni al otro, y que los niños lloran por eso y así crecen y así mueren, débiles, enfermos, tristes.
A finales del 2014, el periodista argentino Martín Caparrós terminó de escribir El hambre (Anagrama, 2015), una extensa crónica sobre este mal social, sobre este mal político.
A lo largo de casi 700 páginas, él muestra los resultados de una amplia investigación, muestra las caras y las voces de la miseria de personas con las que conversa en Bangladés, en Nueva Deli, en África, en los basureros de Buenos Aires, en un restaurante de hamburguesas en Nueva York.
Caparrós recorre el mundo en busca de hambrientos, recorre caminos y se mete en las “villas miseria”, anotando en su libreta todo lo que se encuentra y todo lo que le impresiona.
Existen cronistas que abordan temas de la “vida real” desde una perspectiva literaria, valiéndose de técnicas y de lenguajes que provienen de la ficción; Caparrós es mucho más periodista que escritor: hace entrevistas, presenta datos, contrasta fuentes oficiales, casi no describe escenarios, su estilo es seco y, sin embargo, en este libro, logra lo que se propone, impactarnos, tirarnos a la cara el fracaso del mundo, la violencia implícita en el rostro de un niño o de una mujer que se mueren de hambre. Y también nos dice que son millones y se pregunta, cada cierto tiempo, cómo hacemos nosotros, los que sí podemos comer, para vivir sabiendo todo aquello, en el caso de que lo sepamos o nos interese saberlo.
“Ningún hambriento es ateo”
Para romper el mecanismo de defensa de la negación, frente a la realidad molesta del hambre en el mundo, resulta muchísimo más poderoso el presentar, de manera descarnada, una conversación espontánea con un chofer de bicicletas en India, que argumentar con elocuencia sobre ese derecho humano a la alimentación o cosas por el estilo. La experiencia de ese hombre indio que debe alimentar a su familia a pesar de estar enfermo, es más convincente que el informe burocrático de un organismo internacional.
Caparrós lo sabe; en ningún momento en su libro busca defender instituciones o adoctrinar, él no es pastoral a la hora de escribir sobre un tema donde tanto resuenan este tipo de discursos. Por eso busca a la gente, por eso entrevista a mujeres, casi niñas, con sus hijos a cuestas; por eso, desde Madagascar, nos brinda el testimonio de hombres que se alzan para retomar unas tierras de las que fueron excluidos; por eso se imagina todo lo que se podría ganar si se cobrara un pequeño impuesto para crear un fondo contra el hambre cada vez que alguien compra un iPhone de $200. Por eso hace periodismo.
Eso permite la crónica: mostrar realidades diversas, confrontar lo que estamos acostumbrados a ver, romper prejuicios, ampliar la visión del mundo; este género nos posibilita llegar a la vida cotidiana de personas que hacen sus cosas a cientos de kilómetros de nosotros o muy cerca, en otro barrio, pero en condiciones completamente distintas.
Caparrós tiene claro que su libro no lo van a leer esos miserables del mundo entero con los que él se encontró, sino, por el contrario, personas que probablemente pueden escoger qué cosa quieren comer y qué cosa no, gente que come tres o cuatro veces al día, todos los días, gente que puede botar los alimentos sobrantes a la basura.
Esos son los lectores a los que se dirige El hambre , a esos quiere impactar y la escritura de este texto es su forma de hacer algo, su manera de arreglarse consigo mismo después de enfrentarse con un problema que expone al ser humano en su condición más primitiva. Y, al mismo tiempo, hace evidente para cualquiera que se siente a pensar un poco, que las causas del hambre no son naturales ni metafísicas: son políticas, en el sentido pleno de esta palabra.
Según Caparrós, de los 7.500 millones de personas que habitamos el mundo, 1.400 millones se mueren de hambre, son los más pobres de los pobres, son los condenados de una tierra que produce suficiente comida para alimentar a 12.000 millones.
El dato, puesto así, golpea, lleva a pensar, a sacar conclusiones sobre la forma que tenemos de organizar las cosas y distribuir los recursos, sobre la manera en que funcionamos como sociedades.
Ponernos a reflexionar acerca de un mal que forma parte de la vida cotidiana de millones de personas, es el objetivo de este periodista, de este cronista que no es panfletario y tampoco busca generar lástima.
Si bien es cierto su libro no explica en profundidad las causas del hambre en el mundo, que tampoco es que sea tarea fácil, sí logra poner sobre la mesa un tema al que se suele pasar de largo, un tema que no gusta y que incomoda.
Caparrós no solo viajó a distintas ciudades de India, China, Guatemala, Sudán del Sur, el último país, el más reciente, sino que también se fue a Chicago, al centro de la especulación financiera, donde muchas veces se deciden los precios del pan que no podrá comprar un campesino en el norte de África, y lo hizo para mostrarnos que, en este asunto, todo está relacionado, nada es casual y, con paciencia, lentamente, se pueden establecer las conexiones.
Él evidencia estas cosas, la diferencia entre el hambre de las mujeres y el hambre de los hombres, la obesidad como enfermedad en los Estados Unidos, las moscas que siempre sobrevuelan las casas sin comida.
El hambre no es un libro optimista, no podría serlo; su pretensión es otra; tampoco es un libro de números o de abstracciones; por eso está estructurado por lugares, por capítulos que llevan nombres de países o de ciudades en las que aparecen personas de carne y hueso, pobres, hablando de su forma de ver el mundo, de su forma de entender las cosas, de lo que comen y de lo que no comen, entrevistas que se intercalan con un mosaico de argumentos, de justificaciones que se escuchan por las calles cuando se habla de todo esto, que se dicen para evadir el tema.
Cuando terminé de leer el libro estaba cerca la hora de la cena. Instintivamente, recordé a esa mujer de Níger que comía mijo, esa a la que Caparrós le preguntó si eso era lo que comía todos los días, esa que le contestó que eso es lo que comía cuando había algo para comer. Su trabajo estaba hecho.