La niña del lazo amarillo hablaba demasiado, preguntaba demasiado: por esto me recibían, a mis escasos cuatro años, con frases que eran frecuentes a mediados del siglo anterior: “¡Ya llegó la Voz de la Víctor!”, “Abuelo tiene razón: las niñas bonitas son mejor calladitas”, “Cortapicos y picones para los niños preguntones”... Sin embargo, por esto también, aprendí a leer a los cinco años y me las ingenié para que me aceptaran en primer grado acabando de cumplir seis, para llenarme de palabras impunemente.
Por eso hacía poesía incluso antes de aprender a escribir: para jugar con la palabra y, sin saberlo, intentar derrotar el silencio que desde entonces me imponía el patriarcado.
Mi formación escolar, en la Escuela República del Perú, fue muy buena. La escuela me dio rienda suelta para hablar, escribir y leer. En aquellos tiempos, yo perpetraba a granel poemas de circunstancias: en los álbumes de las compañeras, para festejar cualquier fiesta escolar o el primer día de clases de mi hermana menor; cualquier ocasión era buena para encajarme mi sombrerito de poeta.
Como regalo en cumpleaños y navidades pedía libros que engrosaban mi biblioteca infantil: Louisa M. Alcott, Johanna Spyri, Julio Verne y Carmen Lyra, cuyos Cuentos de mi tía Panchita me leía una vecina entrada en años, Angelita Vargas de Comandona, compañera de causas de Ángela Acuña Braun, que me introdujo también en los secretos de la albahaca y otras yerbas aromáticas.
Intensidad. Mi primera publicación apareció a mis catorce años, pero no fue un poema, sino prosa poética. El carácter introspectivo del texto fue visto en la familia como una rareza no exenta del peligro de caer en anatema, y llevó a mi madre a procurar la intervención del sacerdote jesuita Florentino Idoate, quien nos hizo una visita pastoral. Después de leer detenidamente el incipiente texto, pontificó acerca del carácter de las alegrías y las tristezas: “accidental”, sentenció; y no “esencial”, como afirmaba yo en mi ensayito con una audacia propia de la ignorancia.
Con la promesa de que corregiría “el grave error”, el asunto no pasó a más –de todas formas, ya estaba publicado–, pero me hizo sentirme como una acusada ante la Santa Inquisición. Leyendo el Quijote poco después, le otorgaría un significado tempranero a aquello de “con la Iglesia hemos dado, Sancho”.
De los poemas infantiles y los primeros intentos filosóficos, fui evolucionando hacia la poesía amorosa. En secundaria (iba al colegio Saint Clare(, me entusiasmé con leer en su lengua original a T. S. Eliot, a Walt Whitman y a Ezra Pound, entre otros autores angloparlantes, que luego discutía con mis amigos Rodrigo Quirós y Álvaro Quesada Soto . Ellos ya manifestaban la dirección que llevaría al primero a la poesía, y al segundo a la historia y la crítica literarias.
El ingreso en la Universidad de Costa Rica perfiló aún más mi temprana vocación por la palabra. Cursaba Estudios Generales cuando entré en el Círculo de Poetas, en cuya Colección Líneas Grises (número 13) publiqué mi primer poemario, Aguafuertes (1969).
También preparé otro libro, que llamé Génesis, cuya única copia desapareció inexplicablemente y me causó una gran desesperanza. Solo se salvó un fragmento titulado “Poema” porque había aparecido en Poesía para Todos, una publicación del mismo Círculo, que se editó a propósito del Segundo Congreso Centroamericano de Escritores:
“Reconocerse / en el dúctil prodigio del destino. / Desintegrar así / la existencia astral de las murallas. / Encontrarse / en la frente del sol desdibujada / y ser: totalidad, corteza y pulpa / contra el viento”.
Vivíamos inmersos en Vallejo, Lorca, Miguel Hernández y Neruda. Intercambiábamos a Rulfo (a quien tuve el honor de entrevistar en su visita al país en 1967), Borges, Rilke, Cortázar y otros autores que llegaban a nuestras manos, con una intensidad y un entusiasmo que solo se tiene a los veinte años.
Pasábamos la noche entera tomando vino de mora de la Fábrica de Licores y leyéndonos nuestros poemas y los de nuestros autores favoritos a la luz de las velas, en un localito en el barrio Amón. Un rato sí y otro también nos sentíamos los poetas malditos de aquella pequeña capital y recitábamos a Verlaine, Rimbaud y a Baudelaire casi como letanías.
Preferencias. Fue una época de intenso aprendizaje, con la buena fortuna de haber podido entablar amistad con Lilia Ramos , entrar en su salón y asistir a las tertulias de escritores e intelectuales maduros, con quienes bastaba conversar unos minutos para introducirse en nuevos autores y tendencias literarias.
Ser alumna de Hilda Chen Apuy fue otra suerte que me abrió ventanas al Bhagavad-Gita, a Tagore y a todo un universo filosófico y poético que me marcaría profundamente. La amistad con Julieta Pinto, Delfina Collado, Jorge Enrique Guier y, poco después, con Carmen Naranjo e Inés Trejos, también tuvo una significación profunda en mi vocación de escritora.
Mi segundo poemario, Jaguar alado (1999), se editó a instancias de mi amigo de siempre, Alfonso Chase , después de haber pasado yo varias décadas sin publicar poesía, pero sin haber dejado nunca de escribirla. Es una obra de carácter intimista, enraizada en nuestro trópico, donde danzan imposibles jaguares y quetzales y el bosque tiene una puerta al mar.
He sido una lectora voraz e infiel. Diría que mis autores favoritos varían con la hora del día, aunque hay algunos profundamente disímiles, que mantienen su lugar destacado en mi Olimpo literario, como Quevedo, Octavio Paz, Francisco Umbral (cuyo libro Mortal y rosa releo a menudo), Naguib Mahfuz, Jorge Semprún y Marcos Ana, a quien conocí personalmente en el 2008, entre otros.
Muchos de mis escritores preferidos no son poetas. Soy adicta a la novela negra y la leo apasionadamente, de Georges Simenon a Agatha Christie, de Manuel Vázquez Montalbán a Arnaldur Indriðason y Henning Mankell.
Palabra definitiva. Mis propiciamientos poéticos tampoco se circunscriben a la literatura. Me inspiran tanto las esculturas móviles de Markus Raetz, como las coreografías de Maurice Béjart, o la voz prodigiosa de Cecilia Bartoli en Sacrificium , cantando a los castrati. De hecho, mi tercer poemario, Conjuro al olvido (2009), surgió como consecuencia directa del profundo shock que me produjo la investigación para otro libro, El secreto encanto de la KGB: Las cinco vidas de Iósif Griguliévich. Lo escribí como un mecanismo de supervivencia, para mantener la lucidez; la única manera en que pude lavarme el olor a muerte, el impacto de las matanzas y otros horrores del nazismo y del estalinismo que sentía pegados a mi piel. La palabra poética ha sido la preferida para dar rienda suelta al dolor, o para buscar consuelo frente al terror inexplicable.
Todo ello está recogido en Duelo por la rosa , que, como selección que va desde 1969 al 2012, refleja el arco iris variado de mi poesía, con elementos que giran desde el amor y el desencuentro, hasta la muerte y la necesidad de recordar las atrocidades del siglo XX para evitar su resurgimiento, enlazados con los ingrávidos hilos de la memoria.
En el contexto de mi poesía, el significado de la rosa es múltiple. En el ámbito colectivo es el símbolo de lo mejor de las utopías –en las que me resisto a dejar de creer a pesar del fracaso de los socialismos reales–; en el ámbito íntimo es una metáfora personal del triunfo de la vida, del amor, de Eros sobre Tánatos.
Agradezco a Inés Trejos y a Alfonso Chase por darle impulso a mi nueva obra, a Armando Ahuatzi Valentino su “Rosa roja” de la portada, y a Gustavo Solórzano Alfaro su prolija labor editorial.
Si tuviera que definirme con una sola palabra, sin dudarlo escogería… poeta.