Cien años de soledad es la novela más influyente de la segunda mitad del siglo XX, sin importar el ámbito lingüístico del que se trate, y su irrupción marca un antes y un después en la ficción moderna. Fue una verdadera revolución cultural, un “cataclismo universal” –para decirlo con una expresión garciamarquiana– de tal (des)proporción que sus réplicas aún se registran sobre la literatura poscolonial, a la que contribuyó a definir, y en escritores tan alejados entre sí y del idioma castellano como el inglés Salman Rushdie, la india Arundhati Roy, el chino Mo Yan y el nigeriano Ben Okri.
Alguna vez, conversando con el novelista español Manuel Vicent, le pregunté sobre su primer libro y me respondió en tono resentido: “Se publicó en 1967. Imagínate. ¿Quién me iba a prestar atención?” Vicent tenía entonces 30 años y podía esperar una mejor oportunidad. Miguel Ángel Asturias, cuyo Premio Nobel de Literatura concedido ese mismo año comenzó progresivamente a diluirse ante el fulgurante éxito del colombiano, que lo obtendría 15 años después, en un tiempo récord, estaba menos dispuesto a ceder su lugar y no se lo tomó a la ligera.
En 1971, en una entrevista al semanario español Triunfo , Asturias declaró que había “un paralelo muy grande” entre Cien años de soledad y La búsqueda del absoluto de Honoré de Balzac, dijo que “la trama es la misma” y que “hay, pues, una serie de semejanzas que hacen pensar que se trata de… casi un plagio”. Meses más tarde, durante un curso en la Universidad de Salamanca, reiteró la acusación y aseguró que los novelistas del boom son “meros productos de la publicidad” –una recriminación frecuente de la que se hicieron eco algunos intelectuales de la época–.
El hecho de que 50 años después se conmemore la publicación de Cien años de soledad , y no el premio Nobel al autor de Hombres de maíz –sin duda una obra maestra–, indica que el recelo premonitorio del guatemalteco era fundado. García Márquez llegó para quedarse.
La saga familiar de los Buendía y su catizumba interminable de José Arcadios, Aurelianos, Remedios y Amarantas lo cambió todo: la literatura mundial, la estructura de la novela, las relaciones entre los centros hegemónicos de la geopolítica literaria y las periferias –al hacer surgir una perspectiva poscolonial de la narrativa moderna–, la cultura iberoamericana y hasta el idioma castellano.
Si los clásicos tardaron siglos en forjar una tradición popular, el libro de García Márquez lo hizo en cuestión de meses, hasta convertirse en uno de los long sellers –por oposición al best seller efímero– más vendidos de la historia, y quizá el primero en Latinoamérica en obtener el éxito editorial, la unanimidad crítica y la legitimidad académica.
En 1969, el cantante peruano Johnny Arce interpretó por primera vez la cumbia Macondo de su compatriota Daniel Camino, compuesta al calor de la lectura febril de la novela recién llegada a librerías. Al año siguiente, todo el continente, incluyendo Costa Rica, bailaba las versiones de “Macondo” de la Billo’s Caracas Boys y de Los Ocho de Colombia: “Los cien años de Macondo sueñan, sueñan en el aire, y los años de Gabriel trompetas, trompetas lo anuncian…”
De La Biblia a Macondo
En una prueba de que el futuro puede modificar el pasado, Cien años de soledad alteró para siempre la lectura de la novela latinoamericana y convirtió en precursores a casi todos los narradores anteriores, cuando no en antecedentes, y en el peor de los casos en anacronismos.
No todos entendieron este desplazamiento estético-temporal, a veces injusto, cuyo principal representante partía de los lugares comunes del regionalismo precedente –la naturaleza, la violencia, el destino predeterminado– para engendrar un universo narrativo autónomo (Macondo) enraizado en sus propios referentes míticos y culturales, con la fuerza expresiva suficiente para apresar la totalidad del mundo.
El relato, tramado con la precisión y complejidad de una alfombra persa, entreteje hilos narrativos que nos llevan a La Biblia y Las mil y una noches así como a la magia, la alquimia, la cábala y la numerología, entre otros saberes antiguos. Los modelos bíblicos, numerosos en el texto, como la primera pareja en el paraíso (Adán y Eva/José Arcadio Buendía e Úrsula Iguarán), el diluvio universal, el pecado original, las pestes y maldiciones, se entremezclan con mitos americanos como la famosa búsqueda de una salida al mar de Japón, a la que Colón dedicó su cuarto y último viaje, y el folclor de La Guajira colombiana.
En su estilo, García Márquez es completamente original y al mismo tiempo es heredero de una narrativa del Nuevo Mundo que se remonta a los cronistas de Indias y que culmina con la modernidad literaria de Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier.
Si bien cristaliza un proceso de autoafirmación de la épica americana, iniciado por Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, y Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, la saga de Macondo parece borrar todo lo anterior para fundarse en sí misma, como si estuviera escrita en otro idioma, el suyo propio, o la literatura misma principiara con ese memorable comienzo de comienzos: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”, que proviene del había una vez de la tradición oral.
El mayor prodigio de este Melquíades tropical –el gitano que lleva las maravillas del exterior a Macondo– es haber unido las técnicas de la novela moderna, que bebió sobre todo en Virginia Woolf y William Faulkner –con un regusto kafkiano–, al infinito poder evocativo del rapsoda milenario y del trovador popular. Como lo dijo él mismo: “ Cien años de soledad no es más que un vallenato de 350 páginas” o “esta novela se parece a un bolero”.
Un bolero, aclaremos, atravesado por la poesía española del Siglo de Oro, la precisión milimétrica del periodismo norteamericano –en clave realista, aunque trate de hechos extraordinarios– y la lectura sistemática de novelistas estadounidenses en “los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas casas magníficas (en) que traducían los amigos de Borges”, según sus palabras.
Si bien el narrador colombiano es único e irrepetible al mismo tiempo es el resultado de la paulatina consolidación de la literatura latinoamericana y no puede reducírsele tan solo a la cultura popular. Su genialidad estriba en superar las diferencias entre lo culto y lo popular, como ya habían hecho el clasicismo de Borges, el barroco de Carpentier y el regionalismo sobrenatural de Rulfo.
Si el hallazgo de Borges fue descubrir que la tradición textual es un género literario –y que por lo tanto toda escritura es la rescritura de un texto precedente reescrita por el lector–, el de García Márquez es que la sociedad postradicional –expulsada del paraíso macondiano– hibrida la cultura escrita y la oral, los mitos rurales y los arquetipos universales.
Narrar y contar
En uno de los mejores talleres de escritura que se escribieron en el siglo XX, El olor de la guayaba. Conversaciones con Gabriel García Márquez de Plinio Apuleyo Mendoza (1982), confiesa que quien le enseñó el oficio de escribir –de contar, añadiría yo– fue su abuela: “Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acabara de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuela, escribí Cien años de soledad ”.
A los 17 años, según admite en el documental francés La escritura embrujada (1997), leyó a Kafka y la impresión que le produjo “fue como si me hubiera caído de la cama”. Kafka lo hizo descubrirse escritor porque “en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela”.
García Márquez, un maestro relojero del oficio de contar –de la cocina, como le gustaba llamarlo–, explicita así las claves sobre las cuales se asienta su novela: narrar –el contenido del relato escrito– y contar –la forma en que se relata y se suspende la incredulidad del lector, que lo emparenta con la narración oral–.
Como lo hace Scheherezade, primera contadora en la historia de la literatura, el tiempo es cíclico y avanza en constantes repeticiones, idas y vueltas temporales que le otorgan una estructura circular.
Las genealogías idénticas, la idiosincrasia de los personajes, la reiteración de las situaciones y los leitmotiv – muchos años después y años después –, que se suceden cíclicamente como un recurso mnemotécnico para volver al principio, le dan a Cien años de soledad el tono de una gran rueda de tiempo novelesca que gira sobre sí misma en una espiral descendente, en una maldición condenada a cumplirse porque está previamente escrita y predeterminada en el inmutable orden de la tradición –la superstición, la magia, el tabú– y de los documentos –los pergaminos de Melquíades–.
El universo narrativo de Cien años de soledad instaura la transición simbólica entre la oralidad y la escritura, el paso de la civilización de la memoria –amenazada por la peste del olvido– a la del papel –Aureliano escribe el nombre de las cosas–, del mito –que vuelve legendarios los hechos cotidianos para recordarlos– a la historia de Latinoamérica. A la utopía primigenia le corresponde el pecado original. La estirpe de los Buendía está maldita desde el principio por el tabú del incesto y la muerte, y más tarde por el peso de la historia –las guerras civiles, el caudillismo y la explotación bananera–.
La novela propone la búsqueda de la edad de oro –la eternidad, el tiempo permanente–, simbolizada por el vano afán de José Arcadio por encontrar la piedra filosofal para fabricar oro, a la vez que nos recuerda que los desvelos humanos están condenados al fracaso y a la soledad.
Esta era mítica, que se escabulle entre los dedos de los Buendía con inexorable fatalismo al final del texto, fue también la edad de oro que vivió la literatura latinoamericana desde la publicación de Ficciones (1944), de Borges –cuyo reconocimiento mundial se daría 20 años más tarde–, hasta La nieve del almirante (1986), del también colombiano Álvaro Mutis, y que tuvo en Cien años de soledad a uno de sus principales referentes.
Al volver en retrospectiva sobre esta novela y su impacto mundial no deja de ser prodigioso que García Márquez haya podido sobrevivir a su propio mito y escribiera ocho años después El otoño del patriarca (1975), una epopeya barroca en las antípodas del ciclo de Macondo, y repitiera la hazaña con El amor en los tiempos del cólera (1985), para autoexorcizarse de la concesión del Premio Nobel de Literatura y de la maldición de bloqueo creativo que arrastra.
Durante los 32 años siguientes siguió siendo escritor y nunca se resignó del todo a la fama que lo persiguió con la persistencia de las mariposas amarillas a Mauricio Babilonia.