Jacques Sagot / jacqsagot@gmail.com
Muchos han sido los artistas que vieron en el tren una alegoría del tiempo (el tren “que devora vida y riel”, de Machado). La irreversible, entrópica unidireccionalidad del tiempo, ese fluido que nos arrastra, nos constituye y, tal el agua en un cesto de mimbre, se nos escapa tan pronto intentamos aprehenderlo.
El tren subyugó a grandes compositores. Su movimiento –acelerando, tempo justo y ralentizando hasta el fin del viaje– es inherentemente musical. Honegger (que quería a las locomotoras “como a seres vivientes”) le rindió tributo en Pacific 231, y Villa-Lobos lo hizo en O trenzinho do Caipira . Ambos son música descriptiva, para ser exactos, poemas sinfónicos. Lo mismo cabe decir de Metro Chabacano , del galardonado compositor mexicano Javier Álvarez.
Metro Chabacano es una estación del transporte subterráneo de la ciudad de México. Está al sur de la metrópoli, en la calzada de Tlalpan. Álvarez confía a la orquesta de cuerdas la misión de evocar la agitación humana del lugar, y de recrear el isócrono movimiento del tren.
Nos propone dos planos: primero, un ininterrumpido fluir de notas repetidas –el tren-tiempo, el tren-vida, el tren-devenir de que hubiera hablado Heráclito–. Sobre la pantalla de fondo de ese constante rumor, se decanta, en el primer plano, el tema de los violines.
Es una línea discontinua, compuesta por pequeñas exclamaciones que, al ser concatenadas –de eso se encarga nuestro oído– se revelan como una larga melodía interrumpida por periódicos hiatos.
La pieza es quinésica, hipnótica, motórica. Al final, los silbidos del violín evocan el frenazo de la máquina, el rechinar de los hules, la llegada del metro a la estación que da nombre a la pieza. ¿Es el final un memento mori ? ¡No: la inminente salida del nuevo tren anuncia el cíclico reverdecer de la vida! La llegada de unos pasajeros es la partida de otros: todo sigue adelante.