Al igual que las muñecas matrioska, el largometraje Muñecas rusas, de Jurgen Ureña, tiene una engañosa simplicidad: con un movimiento de aproximación lento, de blanco y negro minimalistas, su primera escena es la entrada en un laberinto complejo donde se interrogará el acto formal de contar una historia y nuestras suposiciones sobre lo que es –o debería ser– el cine.
La película empieza con Antonio –interpretado por el director de cine Antonio Yglesias– en un claro guiño a la autoficción: un director que pretende filmar una película sobre el triángulo amoroso de Miguel, Elsa y su esposo ruso, personajes que Antonio ha creado.
La trama es ambigua, más alusiva que concreta; implica un affaire entre los dos amantes, así como la aparente planificación del asesinato del esposo de Elsa.
A su vez, el triángulo amoroso sirve como espejo de las relaciones del mismo Antonio, quien tiene recurrentes conversaciones con su amante, Luisa, sobre la película que intenta hacer, y sobre la relación ambigua que el director sostiene con su esposa rusa, Elena.
Intertextos. Para complicar la ya complicada relación de espejos sobre espejos, Elsa y Miguel son encarnados por un elenco de más de treinta actores costarricenses, que filman –más bien, hacen un casting para filmar– escenas y diálogos que se repiten en una variedad de escenarios y estilos.
Encima de eso, muchas de las parejas ficticias en la película son parejas en su vida personal: actores que actúan como actores, espejismos multiplicados sobre una pantalla que apenas separa lo real de lo irreal.
La audiencia enfrenta una película de gran complejidad. Muñecas rusas es una exploración de gran belleza y de rigor que podría clasificarse como cine de autor o experimental.
El juego de espejos es una larga tradición fílmica; se reconocen alusiones a 8½ , de Federico Fellini; Persona , de Ingmar Bergman; Inland Empire , de David Lynch, y El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais. También hay códigos generales del cine noir (Orson Welles y Billy Wilder, especialmente) y las películas de Abbas Kiarostami, Béla Tarr, Andréi Tarkóvsky y Lars von Trier, entre otros.
Esa ricas alusiones funcionan como una larga conversación cinéfila, pero a la vez incitan a una reflexión sobre dos cosas muy específicas: la forma cinemática y la idea de una tradición.
Preguntas abiertas. En cuanto a la forma y la estructura, la película se divide en cinco partes algo abstractas, todas inauguradas por preguntas que son como la obra misma: abiertas, sin contestar, que se repiten.
Al igual que muchas de las escenas y diálogos, las preguntas apelan a la condición de la película como artificio, como fingimiento. Así, la forma cinemática es paralela con los triángulos amorosos que se reflejan en la pantalla, donde se hace imposible separar lo auténtico de la actuación.
El artilugio de la forma es el amor: un tipo de performancia multiplicada eternamente, donde buscamos autenticidad y refugio. Sin embargo, quizás allí estemos condenados a interpretar nuestra parte como en los diálogos algo rígidos –mecánicos y sin fluidez, como dirán los actores– de un “cine B”.
El efecto acumulativo de la mezcla de sonido es una ambientación sonora relacionada con la lluvia, acordeones melancólicos, notas de piano minimalistas y un tipo de rasguño granoso, a veces creciente que –como en el cine de Tarkóvsky o Lynch– replica cierto sentido del inconsciente, lo más opaco del interior.
De esa manera, aquello que vemos parece sumamente frágil, como si un virus estuviera a punto de infectar la pantalla y devorar la imagen.
La búsqueda de Antonio por darle orden a su película es también una búsqueda tenue e interior del significado en la vida y las relaciones personales, cuyo eco reverbera entre los personajes, los actores y la audiencia.
Tal y como el amor, el cine se revela como una empresa sumamente quebradiza, donde el director apenas logra esconder el teatro vacío situado detrás de la imagen que aguarda su público y su telón.
¿Cine nacional? La intertextualidad y la experimentación conversan con las tradiciones cinemáticas. Por un lado, esta tradición se define hacia fuera con las películas y directores del cine universal. Sin embargo, Muñecas rusas también apunta hacia el cine nacional, al interrogar su estado actual y su futuro.
Han pasado algunos años desde que María Lourdes Cortés habló de un “nuevo cine costarricense”, cuyo desarrollo ha sido una sorpresa: desde los inicios del nuevo siglo se han producido más del triple de largometrajes de ficción que en todo el siglo XX.
Muñecas rusas , primer largometraje de Jurgen Ureña, sin duda se inserta en esa nueva etapa de cine tico, pero a su vez extiende su mirada más allá del presente. La audiencia reconocerá en la película varias generaciones de actores y figuras del cine nacional: Ana Istarú, Antonio Yglesias, Leonardo Perucci, Winston Washington, Rocío Carranza y Fernando Bolaños, entre muchos otros.
El gesto autorreferencial –a veces irónico y bromista– alude a una tradición cinematográfica y se inserta en ella como objeto cultural incómodo en el mejor de los sentidos pues coloca signos de interrogación alrededor del llamado “cine nacional”. Muñecas rusas ilustra que el cine puede ser muchas cosas, y propone la exploración formal como un gesto crítico y solidario.
La película objeta la idea de que el escenario costarricense está muy condicionado por Hollywood, y de que faltan espacios –privados y públicos– para hacer y consumir otro tipo de cine. Por ello, es posible que algunos espectadores salgan de la sala con el reclamo de más claridad, linealidad o cronología. Sin embargo, Ureña nunca se retira hacia la opacidad personal; él abre la idea de hacer y consumir cine en una constante discusión colectiva.
Muñecas rusas fue rodada en solo doce días, bajo un claro espíritu colaborativo; la treintena de actores lo atestigua. Al considerar que una película en Centroamérica se rueda generalmente en treinta días, con un presupuesto de cerca de medio millón de dólares, Jurgen Ureña ejemplifica otro tipo de cine: uno en el que los criterios de presupuesto y taquilla son reemplazados por los de la creatividad y la exploración estética.
La película nos reta a crear nuestra propia experiencia en el cine, nuestra propia tradición, mientras que nos enseña la salud innegable del cine criollo y del futuro de su director.
El autor es escritor costarricense. Su más reciente novela es 'Lluvia del norte' (ECR).