Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del paraíso me asistan en este desasosiego, convertido por mi humana naturaleza, peccatum originale, en resentimiento hacia Umberto Eco.
No es propio de quien debe la existencia al escritor italiano, mucho menos en mi condición de monge anciano, llamado a la oración en este bello monasterio de Melk, caer en la tentación de juzgar a quien de Dios goza.
Si lo suyo fue egoísmo, privándome de la gloria terrena, o la mano divina, librándome del fuego de los infiernos, solo Dios lo entiende en su santa sabiduría.
Sabrá Eco por qué me eligió entre todos sus personajes. Sabrá él, quizá no, humanum errare est, filósofo, escritor, crítico literario, semiólogo, catedrático universitario, autor de incontables ensayos y siete novelas, profundas, extensas como la Biblia, condecorado infinitamente, unas 70 veces siete, Doctor honoris causa por 38 universidades del mundo entero, así en Madrid, Atenas, Tel Aviv, Varsovia como en Buenos Aires.
Dios me libre de renegar en este repaso a luz de vela, de mis tenues últimos días entre intensos recuerdos. Sabrá Umberto Eco por qué destinó a Giambattista la pérdida de memoria en La misteriosa llama de la Reina Loana, mientras viven intactos en mi recuerdo detalles que quizá debería olvidar un religioso: "Llevaba un vestidito liso, de tela ordinaria, que se abría de manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar de piedrecitas de colores, creo que de ínfimno valor" (El nombre de la Rosa, pág. 234).
Sabrá Umberto Eco por qué Casaubon, en El péndulo de Foucault, se pierde en el esoterismo hasta no distinguir lo imaginario de lo real, mientras la lucidez de esta vejez no me deja lugar a dudas sobre lo acontecido aquella noche entre las sombras, cuando las prendas cayeron sin ofrecer resistencia sobre las losas gélidas de la cocina en aquella abadía medieval: "...cuando cierro los ojos, soy capaz de repetir no solo lo que en aquellos momentos hice, sino también todo lo que pensé, como si estuviese copiando un pergamino escrito en aquel momento" (El nombre de la rosa; pág. 232).
Sabrá Umberto Eco por qué Baudolino, en la novela titulada con su nombre, llega a conocer eunucos y unicornios, mientras yo, entonces joven novicio e ignorante en placeres de la carne, llegué a encontrarme con aquella criatura demoníacamente angelical: "Y mientras yo no sabía si escapar de ella o acércarmela aún más, mientras mi cabeza latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros de Jericó, y al mismo tiempo la deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de gozo..." (El nombre de la rosa, pág. 234)
"Quién podría ser aquella que surgía como la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un escuadrón con sus banderas?" (El nombre de la rosa; pág 235).
¡Vade retro!
Por qué Umberto Eco, entre tantas páginas y obras, a veces densas, apasionantes, minuciosas en la descripción, pulcras y abundantes en el dato, como novelas históricas, llenas de misterio y no menos encrucijadas, como novelas policíacas, de elabarados personajes, curiosos, contradictorios, de acuerdos y desencuentros entre alma, cuerpo e intelecto, como novelas filosóficas, dispuso para mí de aquel pecaminoso pasaje, purgado hasta estos días con la aunsencia de ella, flor en la noche, como recién salida del Cantar de los Cantares, pecado y salvación, hallada y al instante perdida, eterna en mi memoria.
¡Oh, Señor! Por qué murió Umberto Eco, sin confesarme al menos el nombre de la rosa.