Carlos Francisco Monge se tomó 12 años, entre 1990 y el 2002, para publicar poemas nuevos. En el ínterin apenas hizo el gesto de reunir una selección de poemas tempranos, a manera de retrospectiva.
Publicado en el 2000, Biografía de unas palabras fue antes que nada una necesaria revisión, en plena mitad de su carrera, de las ideas y el estilo particular del autor durante su primer cuarto de siglo como poeta; un ejercicio que probablemente explica la proliferación y desarrollo de su obra tardía y las preocupaciones que la acompañan.
Fruto de esa maduración y producción lenta pero sostenida son los dos libros que ha publicado este 2017: Nada de todo aquello (Euned), y El amanuense del barrio , publicado en España por Círculo Rojo.
Se trata, en el caso del primero, de un gran despojo estilístico, pero también de la expresión, a veces sarcástica, de una amargura vital: “Los poemas del yo nacen como alimañas, / se quejan, se consumen, / solo ven por doquier los cuartos solitarios, / el humo del pitillo, los fantasmas, / las luces minusválidas, la carroña del otro, / la inmundicia de quienes no te ven, no te contemplan, / la decepción de que no te hacen caso / con tus versos dramáticos, inertes, / que escribes para ti, / que solo existes solo, / sin demás, sin demases” ( Los egoemas ).
Por su parte, el segundo libro parece burlarse de la altivez de esos gestos para volver a lo concreto, a lo urgente y lo real: “(…) Aquí se escriben cosas / como palomas muertas, / como cuentas bancarias, / como espinos; / los ínclitos se acercan a la estatua, / le dejan flores, dictan homilías, / mientras espera y desespera un perro” ( Ante el monumento urbano de un prócer ).
Monge es lo suficientemente lúcido como para detenerse a contemplar sus poemas y verse a sí mismo “quieto entre sus papeles y sus dudas, / casi siempre inventadas” ( La ventana ), y detectar que en ellos “hay olores, sabores, metáforas, imágenes, / lejanías, olvidos, transparencias / (es decir, los vocablos que ya inspiran respeto / y tufo a trascendencia)” ( Lugares comunes ).
Vicios conscientes
Es difícil encontrar en los libros de Monge un vicio estilístico del cual él mismo no esté consciente. En Enigmas de la imperfección (2002), por ejemplo, el poeta recomienda “cuidado con las letanías”, pero en Fábula umbría (2009) se deja chorrear, entre otras cosas, “una brújula rota, / ríos caducos, profecías, / bares y chulos que envejecen pronto, cables, ceremoniales, / cenizas del vecindario, piedras / y palabras y espejos”.
En ese último libro, el poeta confiesa: “Cuánto he soñado prescindir del adjetivo deslumbrante”, y en efecto casi cualquier página de sus libros pone en evidencia cuán infructuoso ha sido ese deseo.
Como muestra estos botones, provenientes todos del poema Prevenciones de biblioteca , en Poemas para una ciudad inerme (2009): insidiosa alegría, profe centelleante, nombres antediluvianos, solemnes césares, señores distinguidos, representantes dignos, voces omnipresentes.
A estas vacilaciones y contradicciones profundas habría que agregar un elemento más evidente de distanciamiento entre el poeta y su entorno, y es el del mismo vocabulario en que se expresa: vendimia, arqueros, veleidad, galante... palabras propias de un mundo literaturizado que se presta mal para algo que uno siente como una necesidad en Monge, por más inconsciente o repudiada que sea: escribir una poesía que pueda ser cifra de un sentir colectivo, retrato de una época y espejo oral de una comunidad.
Entre tradición y experiencia
Las razones de esta tensión quizá tengan menos que ver con una pose personal del autor y más con un problema radical del cual él mismo se ha ocupado en su trabajo como académico y crítico: la contigüidad (que no siempre continuidad) de la tradición literaria española y la experiencia poética local.
En su discurso de ingreso a la Academia Costarricense de la Lengua, en el 2006, Carlos Francisco Monge se propuso trazar un mapa de las relaciones entre la poesía española y la costarricense, un tema que de entrada parece tan obvio como la relación entre un limonero plantado en un patio y ciertas esferas cítricas que aparecen cada mañana a su alrededor, pero que es un punto neurálgico en su obra.
Aunque Monge no ha dejado nunca de ser un poeta de su entorno, lo mismo tributario de Isaac Felipe Azofeifa que vecino, en su autonomía, de Mía Gallegos, su poesía se entiende mejor dentro del marco evolutivo de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX.
Alumno de Carlos Bousoño y heredero local de su crítica, la poesía más juvenil de Carlos Francisco Monge contiene menos del trascendentalismo de Laureano Albán o Julieta Dobles que del neoromanticismo de Antonio Colinas.
Es el poeta leonés quien suena detrás de líneas del libro Reino del latido (1978), de Monge, como “Por ti es respiración la aurora errante, / raíz desposeída mi piel lenta”.
La música de esos endecasílabos es hermosa, su prosodia es clásica; y la tentación de imitarla y domesticarla ha sido perenne entre nosotros. Y sin embargo la atmósfera está rarificada y obedece más a “las poéticas de la ensoñación” que el mismo Monge advertiría en un poema posterior de su libro Fábula umbría .
Versos elementales
El mejor Monge es un poeta elemental, menos preocupado por la reciedumbre de las palabras que por la fragilidad del tiempo y los objetos, capaz de hacer un aleph con una silla de madera y refundar el amor al prójimo en la figura de un perro callejero.
Se trata de un hombre con tendencias a sublimar lo concreto: “La felicidad / es como esa vieja escoba triste; / es flaca, es seca, / se detiene ante el menor silbido del polvo”.
Cuando el poeta saca la cara de entre sus papeles y mira la calle, surgen las iluminaciones más contundentes en sus poemas, sin ceder ni al realismo ni a la sublimación: “Cuántos breves momentos de salvación pueden caber / en esta ingrata ciudad, sucia, desencantada, / fétida entre sus muros, / agrietada por la necesidad, / ávida de belleza”.
Iluminación es la palabra. Toda esa bruma conceptual, ese anquilosamiento expresivo y esa necedad tópica del “Ideal” de los primeros poemas de Monge tuvieron su cura en las claridades más sutiles de otros españoles de posguerra como Francisco Brines o Claudio Rodríguez.
Es de Brines esa incursión de la luz en los poemas de Monge, su correspondencia con la imagen de las manos que tantas veces aparece en la obra del costarricense.
Un orfebre
Es una obviedad decir que la escritura es una actividad que se hace con las manos, pero el asunto tiene menos que ver con la metáfora que con la ética. Carlos Francisco Monge es un autor que concibe la poesía como manualidad: como un trabajo de bajo perfil, sí, pero también como un arte lento, de práctica intensa, de orfebrería.
Brines no apaga la luz de su pupilo; simplemente le esconde los reflectores, lo deja ver por sí mismo. Hace que su prosodia tenga tradición, pero que esté anclada en el día a día. Su idea de las sombras no es un antagonismo melodramático, sino un contraste natural.
Ya en Los fértiles horarios , de 1982, escribía Monge: “La luz que conocí fue un pan fecundo. / La sombra que vivieron mis estrellas”.
Hijo de su tiempo, Monge también hizo su incursión en la poesía “política” pero, al igual que la mayoría de practicantes de ese género en Costa Rica, tiende a convertir sus poemas en ocasiones para verbalizar el dolor y el horror, más que para pensar o entender una crisis.
Más que política, su filiación es histórico-intimista. En los breves momentos en que sus versos se vuelven sentenciosos o generalizadores, el tono nunca se vuelve abiertamente exhortativo. La política, para Monge, ofrece una oportunidad de refrendar una moralidad privada, muy al estilo de ese otro gran observador de los trabajos y los días que fue Jaime Gil de Biedma.
Quien quiera adentrarse en esta larga relación de afecto y desapego poético en nuestra historia literaria no puede eludir el ensayo de Monge La imagen separada: Modelos ideológicos de la poesía costarricense 1950-1980 , el cual, a pesar de la limitación temporal de su título, sigue siendo el diagnóstico más lúcido para entender nuestra evolución expresiva, así como los retos particulares de una obra indispensable y luminosa como la de su mismo autor.
Sus dos últimos libros son un testimonio de lucidez y asombro, a pesar del tiempo, y una insistencia por “hallar en la hermosura una pizca de misericordia”, como dice uno de los poemas de El amanuense del barrio .
Son pocos los autores que aguantan casi cinco décadas solitarias forcejeando tan necesaria e inteligentemente con las palabras.
Ejemplos poéticos
UN DOMINGO PARA ESCRIBIR UN LIBRO DE POEMAS
Hay días que se prestan,
según sea su prestigio lunar, su temperatura,
el cariz del momento
y hasta su nombre propio y sus oficios.
Puede que el lunes quede condenado al trabajo,
a la oficina, al cargo; los jueves al retrato,
los martes a los cuentos para niños,
los sábados a la convencional francachela, a la bohemia lustrosa.
Yo dedico el domingo, este domingo, tan solo este domingo,
de mañana nublada y barrio silencioso
a gastarlo en poemas, palabras que se pierden,
pero es su sino,
como una mano estéril que acaricia y retorna
desde unos días lejanos.
De: Nada de todo aquello .
METAFÍSICA PARA UN INSTANTE
Cuánto trabajo cuesta
no ser autobiográfico;
dejar que a los zapatos les caiga el polvo,
desheredados, maltrechos;
excluir cualquier ruido mortal,
hacer de la quietud solo un fantasma viejo y aceptable,
y la noche y los muebles y el mar como borrado,
y el sinfín de miserias.
Con qué súbito amor admitimos los hechos:
la amargura
de quien malvive apretujado al tiempo,
un súbito dolor intercostal,
la locura del mar que agazapado destruye
o murmura o esplende;
la ceniza que viene desde lejos
y arruina sembradíos y así advierte
que fuimos y seremos.
Y allí, donde menos se espera,
un agujero, una mínima grieta
que habrá que reparar,
a tientas, como sea,
antes que cunda ese terror
a los despeñaderos, a la ruina total.
Hay que verificar
que cada sombra llegue a su lugar preciso,
sin metáfora alguna, sin ripios,
sin antanaclasis ni zeugmas;
hay que verificar que las estaciones,
con sus pausas y avances,
nos palpen, nos vigilen, reconozcan
cualquier susurro extraño en el torrente sanguíneo
y sepan cómo hacer, cómo durar.
De: El amanuense del barrio .