Si alguien cosiera lienzo con lienzo todas las telas que Rafa Fernández ha pintado –incluido el monumental telón de boca del Teatro Nacional–; si juntara los murales y recopilara desde los primeros dibujos, esos en los que se afanaba antes de cumplir 15 y que le franquearon las puertas de la Casa del Artista, hasta los que acaba de esbozar en su taller, podría envolver el mundo con la obra de este maestro de la plástica costarricense: entonces, la Tierra sería rebautizada como el Planeta Azul.
Es el añil el que, casi desde el principio y cada vez con una tonalidad distinta, acompaña las creaciones de este artista; cobalto es, entonces, el universo que desde ayer y hasta mediados de diciembre tomará las paredes del Museo Municipal de Cartago.
Se trata del Imaginario de Rafa Fernández, que es el mismo pintor de siempre –y suma ya más de 80 años–, pero, a la vez, ha encontrado la manera de reinventarse en su arte.
¿El secreto? Si le preguntan a él, diría que está a la vista. “No faltar nunca a la cita con el papel; el lienzo. No soltar el carboncillo, el pincel, el marcador. Abrir los ojos al mundo y a lo que llevo dentro. Sin excusas. Sin cansancio. Sin rendirse ”, así nomás contesta y si descubre que a los otros no les parece tan sencillo, que se asombran de que en menos de un año tenga un centenar de cuadros inéditos, sonríe.
Sonríe bastante don Rafa, pero, mientras, pinta. Sueña despierto a menudo y, mientras, sigue pintando. Escucha atentísimo aunque la mayoría de las veces lo hace sin levantar la mirada del dibujo ni interrumpir el trazo. Hace una pausa, de vez en cuando, para agregar un color a la paleta o pedir un pigmento u otra hoja en blanco. Entonces, aprovecha ese instante para afirmar que todos no somos otra cosa que personajes mágicos.
Todos: “desde la señora que vende flores en el mercado, hasta el que vuelve a casa acabangado; desde la matrona del barrio hasta la ciclista”, nombra los más cotidianos y sigue, después, con otros que no por fantásticos o míticos son menos reales: “el corsario y el coronel, Mata Hari y la Pasionaria, el pirata, su novia y, desde luego, su amante”.
Recorrer con la vista los retratos, que abarcan una cuarta parte de la muestra, alcanza para darle la razón. Cada rostro tiene un no sé qué que lo vuelve familiar… ¿Será la chispa en sus ojos o el reflejo de la mirada del espectador? A medida que alguien se adentra en la sala, se va transformando, contagiado de la magia, borra voluntariamente la barrera y es capaz de creer –porque así lo desea– que la brisa puede convertir en oleaje la cabellera de una mujer, que a otra, y por media calle, puede perseguirla un pececito, que, como dice don Rafa –y otros sabios que como él saben tanto por viejos como por diablos–: “novio y mortaja del cielo bajan”.
No hay que buscar en estas obras un lenguaje simbólico, hay que aceptarlas como visiones concretas de la realidad.
Y la realidad de don Rafa es otra: palpada desde los recovecos de la memoria. Desde la esquina incierta de la inconsciencia. Esa que pocos, han transitado y casi ninguno como él. 57 fueron los días que estuvo en cama, en coma tras haber sufrido no uno sino dos accidentes cerebrovasculares. De eso ya hace 16 años.
“Tengo recuerdos, claro… pero no como contarlos: por suerte puedo pintar”, dice. “Son imágenes recurrentes que ahora lo mismo podrían ser parte de la duermevela de la siesta de cualquier tarde; ya a estas alturas no hay como distinguirlos y, sobre todo, no hay para qué”.
El sentido del humor, el espíritu crítico, la avidez de melómano y el goce que le produce un buen cuento… de esos que, aclara, “acaban por knock-out ”, no solo han sobrevivido intactos a cada uno de los desmanes de salud que cada cuatro o cinco meses ha debido afrontar, como consecuencia de esos primeros y violentos embates, sino que se han fortalecido sin remedio: no hay cura para las ganas de vivir, ni para las de pintar, que en este caso son lo mismo.
Diestro, amante y de los toros
Al arte don Rafa llegó por accidente, según él iba para torero. Sin embargo, la primera vez que se descolgó en un ruedo recibió una cornada. Pocos años antes se había graduado de la primaria… a la secundaria nunca fue, en vez de eso, recibió clases con Quico Quirós, Paco Amighetti, Lucio Ranucci, Carlos Salazar y Dinorah Bolandi.
Tan diestro lo encontraron sus maestros que le consiguieron una beca para la Escuela de Bellas Artes en Nicaragua. De ahí en adelante, de su solo se puede hablar a la carrera: imposible entrar en detalle sin que el resumen deje de ser, justamente, un resumen. El recuento se vuelve, casi enseguida, tan extenso como generoso: el primer cuadro de un artista tico que se cotizó por una millonada llevaba su firma; su autorretrato se exhibe junto al de Rembrandt y Delacroix en la Galería Uffizi y ‘sus mujeres’ fueron invitadas a la Bienal de Venecia.
Cuando de premios se trata, vale decir que, en el ámbito nacional, los ha ganado todos, incluido el Magón que reconoce el legado de quienes dedican su vida a la cultura y que le fue otorgado en el 2002; otros tantos, los cosechó fuera. Pero el “mayor” es el que se da a sí mismo.
Es su ritual cotidiano. Llegar a su taller, acomodarse en la silla, hasta que desaparecen las ruedas bajo la mesa. Entonces, los sentidos celebran. Huele a barniz y aceite, a tintas y aguarrás y, si no hay un pájaro que pía sin hartarse, es porque la lluvia se acompasa sobre el techo.
Suena, también, algo de música –clásica o flamenca– y, más allá pero igual de indispensables, las voces y los pasos de quienes sabe suyos, de quienes con mimo lo cuidan y para él llevan las cuentas de las medicinas y del tiempo –de alimentación y de descanso–. Él se deja porque está entregado a su pasión que es sagrada; la paz, un arrebato. La mano posee el mismo tino de siempre y desafía cualquier pronóstico; es diestra, omnividente, dirige la revuelta.
“Para mí todo es nuevo. He buscado mucho tiempo dominar las sensaciones. Ahora, más que nunca, lo logro. Llevo los cuadros hasta las últimas consecuencias”, dice don Rafa y, aunque reconoce en la mujer y la magia sus dos grandes amores perennes, está abierto a explorar.
Quizás por ello, el paisaje y los caballos que, alguna vez estuvieron en segundo plano, en este momento poseen un lugar de privilegio: a cada uno le corresponde una sala de esta exposición.
Ecuestres replica la fuerza de los caballos que llevan dentro un ejército, que valen lo que un reino y convierten un puente en marimba y al mundo en carrusel. Mientras que en el Valle las casas enarboladas , son, apenas, algo más que nidos, a los que la gente vuelve cuando el día ya no es día y la luna espía con su sonrisa de luz.
Así, vuelve la luna, con sus cuatro cuartos y su brillo de leche y sueño, acompañante eterna de este artista que logra habitar la noche sin oscurecerse.
Rafa Fernández es mucho más que un aficionado a la Tauromagia – juego con la tauromaquia–, a la que le dedica la última sección de esta muestra. Él tras cada arremetida que le ha dado la vida, ha vuelto al ruedo como un toro que descubre su humanidad; como un torero que se yergue como bestia.
En la Vieja Metrópoli
¿Qué? Imaginario , de Rafa Fernández. La exposición está compuesta por 100 pinturas divididas en cuatro secciones.
¿Dónde? Museo Municipal de Cartago, antigua Comandancia.
¿Cuándo? Desde ayer, sábado 1.° de octubre, hasta el 18 de diciembre. Horario: De martes a domingo, 9 a. m. a 4 p. m. Entrada gratuita.
El valle
De montañas y volcanes se descuelgan las nubes, su humedad nos llena los pulmones. Y así, es que somos anfibios: nuestro aliento y nuestro sudor se funden y hacen crecer la siembra.