Pedro nació en 1859, y desde los 12 años usaba ropa de mujer. A pesar de su barba y bigotes, “en el Guanacaste se le tiene por hembra”, decía, en 1910, el diario La Información . Ella cosía, bordaba y hacía a la perfección todos los trabajos que en la época se consideraban propios de mujeres.
La nota periodística “con un lenguaje políticamente incorrecto habla de cómo esta persona es aceptada en su comunidad”, explica el activista trans y profesor universitario Mar Fournier-Pereira. “Probablemente [Pedro] sería más aceptada en ese entonces que ahora”.
La violencia y la discriminación son la realidad de muchas personas que, dentro del amplio espectro de la diversidad –tanto de orientación sexual como de identidad de género–, no pertenecen a las mayorías heterosexual o cisgénero. Durante décadas, estas diversidades han sido reprimidas y censuradas.
Pedro no era la única mujer trans en el país, ni Chavela Vargas la única lesbiana costarricense que emigró a México a principios del siglo XX. La gran mayoría de estas personas, sus vidas e historias son desconocidas, casi todas enterradas para siempre. Esta es una historia que apenas se está empezando a contar.
“Es un desafío; es todavía una laguna esa historia de la diversidad sexual antes de los años 80”, dice el historiador José Jiménez Bolaños. Estas personas que no calzan con los moldes tradicionales de género y sexualidad han sido parte de Costa Rica desde siempre, aún mucho antes de que fueran las identidades que conocemos hoy.
No solo existieron desde mediados del siglo pasado lugares “de ambiente”, donde parejas del mismo sexo bailaban juntas, sino que desde entonces corrían rumores sobre la orientación sexual o la identidad de género de personalidades. Desde figuras del arte y la cultura o empresarios hasta expresidentes, sacerdotes y arzobispos. Para la sociedad lo que no se ve no existe, aunque le guste comentar mucho sobre ello.
Hay tantas historias como personas las vivieron. Recuperar esta memoria histórica se convierte en una necesidad para entender las demandas políticas y sociales de las lesbianas, gais, bisexuales, personas trans e intersex. Aún más, es necesario rescatarla para entender esas partes de la historia costarricense que no se ajustan a los ideales de paz y libertad que tradicionalmente pregonamos.
Represión
Los disturbios por la represión policial del 28 de junio de 1969 –que conmemoramos alrededor del mundo con marchas del orgullo, este domingo en San José la Marcha de la Diversidad– sucedieron en Nueva York, encabezados por mujeres trans latinas y afrodescendientes.
No obstante, la represión se replicaba en todo el mundo. Durante décadas, las diversidades estuvieron “vinculadas con crímenes, actitudes corruptas, influencias de los Estados Unidos”, afirma Jiménez.
En sus investigaciones, Jiménez ha encontrado reportes en Costa Rica, desde los años 60, de las llamadas “redadas”, en las cuales se realizaban detenciones masivas en puntos de encuentro de hombres gais y mujeres trans.
El contacto sexual entre dos personas del mismo sexo, un beso o bailar era un “irrespeto a la moral y las buenas costumbres”. Por ejemplo, el catedrático Luis Paulino Vargas menciona que en su pueblo natal, Zarcero, encontraron a dos hombres teniendo relaciones sexuales; no solo fueron condenados a realizar trabajo comunal, sino que la comunidad los agredió y humilló.
En la edición 104 de la Revista Gente 10 se detalla como en una redada en los 60, los hombres detenidos fueron rapados por la Policía. Cuando en sus trabajos indagaron por qué, fueron despedidos.
Algunas lesbianas que en los años 70 empezaban a salir de espacios privados a bares o cantinas, debieron adoptar actitudes tradicionalmente masculinas para defenderse. “Desde esta perspectiva histórica, yo lo veo como una forma de sobrevivir a una Costa Rica más conservadora que la que tenemos hoy”, reflexiona Emma Chacón, activista lesbiana e investigadora.
Para evitar que su clientela fuera detenida, durante los años 70 y y los años 80, los bares encendían un bombillo rojo cuando llegaba la Policía. Esto indicaba que debían cambiar de parejas de baile para que todas fueran de hombre y mujer.
Sin embargo, a las personas trans “no nos dejaban entrar a los bares gay-lésbicos”, explica la activista Natasha Jiménez. “Algunos bares tenían rótulos que decían ‘se prohíbe la entrada a travestis’”.
Con la aparición de la epidemia del sida en los años 80, la represión aumentó y el grueso de la institucionalidad costarricense se volcó en contra de las poblaciones en riesgo, a quienes veía como una amenaza. Esta respuesta represiva solo aumentó los estigmas y la desinformación.
A las personas enfermas “las tenían en el San Juan de Dios en un sótano, ningún médico ni auxiliar de enfermería los atendía”, afirma Natasha Jiménez, quien era voluntaria en ese lugar. “Era caótico ese sótano, olía mal, estaba sucio, las personas estaban desatendidas”. Mientras esto sucedía, en La Nación quedaban registradas en la sección de sucesos las redadas en “centros de homosexuales”.
En 1987, el investigador Jacobo Schifter impulsó la publicación de un campo pagado que luego sería conocido como la Carta del 5 abril. Para el activista Francisco Madrigal, esta fue una “mediación política” con la que personalidades del ámbito público, la cultura y la academia costarricense exigieron un alto a las redadas.
La represión continuó de distintas formas, pero el gobierno tuvo que bajar la intensidad de los operativos. La necesidad de atender la problemática del VIH-sida ante la inacción gubernamental también obligó a las poblaciones más afectadas a organizarse, por ejemplo en la Asociación de Lucha contra el Sida.
En abril de 1990, la realización del II Encuentro Lésbico Feminista de Latinoamérica y el Caribe puso a Costa Rica a hablar por dos meses. La actividad se vio obstaculizada por la presión del arzobispo de San José y una orden del Ministerio de Gobernación de impedir la entrada al país de mujeres que ingresaran “solas” a Costa Rica. Durante el cierre, un grupo de hombres lanzaron piedras y palos a las participantes, algo que Emma Chacón describe como "una de las noches más difíciles, más fuertes y violentas que he vivido hasta el momento”.
Organización
Después de varios años de intentos infructíferos, en 1995, el Registro Nacional aprobó la inscripción de la Asociación Triángulo Rosa, de las primeras dedicas a trabajar las diversidades sexuales más allá de temas de salud. La organización abrió sedes en Alajuela, Limón y San José: sin embargo, eran víctimas de constante acoso policial y de vandalismo.
“Nos intentaron quemar la casa de Alajuela”, dice Madrigal; pocos años después, la asociación desaparece ante el desgaste de la exposición pública. No obstante, muchos otros grupos LGBT nacieron durante la década de los 90, lo que profundizó el proceso de organización y capacitación que se inició por obligación en los 80.
Después de muchos años de gatear, se empezaron a dar pasos firmes exigiendo los derechos humanos que durante mucho tiempo se negaron. El consecuente empoderamiento marca un antes y un después en la historia de los movimientos LGBTI en Costa Rica, una historia que, mientras la seguimos escribiendo, debemos rescatar.
Historia expuesta
La exposición Vamos a besarnos recopila las historias de los movimientos LGBTI en Costa Rica. Está abierta hasta el 7 de julio en TEOR/éTica, que está ubicada 300 metros norte del quiosco del parque Morazán; calle 7, avenida 11; casa #953, en barrio Amón). La entrada es gratuita.