Cuando nos familiarizábamos con la presencia de bestiarios zoológicos en la literatura hispanoamericana, aparece en nuestra literatura costarricense Artefactos (2016), de Rafael Ángel Herra , un original catálogo, esta vez conformado por un repertorio de 111 objetos.
Los bestiarios, desde tiempos remotos, se produjeron ante la curiosidad provocada por la variedad de seres desconocidos y fascinantes; debido a una necesidad didáctica, se les intentaba dar una definición y clasificarlos. La primera contribución occidental surgió, posiblemente, con Aristóteles y su Historia de los animales , en donde la descripción (muchas veces subjetiva) de todos los animales conocidos se acompañó de sus dibujos. Con el tiempo, los bestiarios se diversificaron y no solamente encontraron su asidero en bestias, también las plantas, frutos, y especies alimenticias fueron parte de la escritura. En muchos casos dejaron a un lado el carácter riguroso y cientificista para dar paso a la ficción y el humor, sin dejar de lado la creatividad.
Latinoamérica no se ha quedado atrás en la creación de este género. Esperanza López, en Bestiarios americanos , elabora un recuento: Julio Cortázar escribe su Bestiario para 1951; en 1957 se publica Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero; Juan José Arreola publicó Bestiario en 1959 y en ese mismo año aparece Historia Natural das Laranjeiras de Alfonso Reyes. En 1963 se publica Parque de diversiones de José Emilio Pacheco, mismo año de Nuevo diario de Noé de Germán Arciniegas y El fabulista de Rogelio Llopis. Nicolás Guillén propone El gran zoo en 1958 y Anderson Imbert escribe Bestiario (1965). Augusto Monterroso cuenta con La oveja negra y otros negros (1969). Y en el caso de Costa Rica, La divina chusma (2011), del mismo Rafael Ángel Herra.
Original
La obra de Herra sobresale en su originalidad debido a que su componente narrativo son los artefactos, entendido este término como todo aquello que pueda ser materia de conocimiento o sensibilidad de parte del sujeto, según indica el diccionario. Es decir, el empleo del universo objetual es el componente de este mundo de ficción que ejemplifica actitudes, comportamientos y una diversidad de cualidades, empezando por objetos como “la jaula” y acabando por “la nada”.
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Por medio de la personificación, los elementos conformadores de este microcosmos literario se describen a sí mismos, con lo que logran tirar a la basura etiquetas convencionales para formular unas nuevas, individuales y sensibles. “¿Quién envidiaría mi destino viéndome tan apretado entre ladrillos y más ladrillos, sin poder moverme ni gritar?”, se cuestiona el ladrillo, que de un inerte material de construcción se transfigura en un ser pensante de su situación y su futuro.
Esta particularidad en las voces nos desfamiliariza… no imaginábamos que los utensilios se sintieran útiles, mucho menos orgullosos de sus labores diarias o, por el contrario, inútiles por nunca llegar a ejercer su labor.
Como el ladrillo, los otros artefactos adquieren una voz que se construye ante el lector y define su valor en el mundo. Los mismos lectores, pasamos a ser oyentes, confesores, testigos transformados en la visión de lo que ilusamente percibíamos como meros instrumentos a nuestro servicio. Es entonces cuando la trascendencia del cepillo de dientes o el papel higiénico se conmemora; el carácter polifacético de una cuerda se vitorea; el olvido en el que se halla el astrolabio se padece; lo trivial de un lápiz labial adquiere sustancia.
Aporte humoroso
Artefactos oscila entre el humor y la retórica. Aunque algunas descripciones muevan a la risa, el arte empleado para contar la vida de sus personajes es lo que despierta la agudeza de la obra. Veremos cómo ese humor se vale de la parodia, la ironía o la sátira para personificar, en muchos casos, a los artefactos en una gran alegoría de los humanos: “Me entero de los secretos del mundo, pero –qué fastidio– no puedo divulgarlos”. El teléfono en este caso refleja el chisme; otros expondrán demás actitudes deleznables como la egolatría, la envidia, la pereza o la impudicia.
El humano, entonces, tiene un papel implícito importante dentro del texto literario, además de proyectarse en los diferentes discursos de sus protagonistas, es causante de sus obligaciones, son ellos quienes se ven sometidos a ejercer su labor para satisfacer las necesidades humanas. Con esto logran autodefinirse a través de su lado más terrenal y hasta escatológico o provocar conmiseración o enojo. Solo es necesario recordar la vanidad que juzga el espejo, el uso del papel higiénico o del purgante.
Parece ser que estos usos manifiestan la decadencia de los simples mortales y, con ello, una revancha o un goce para el artefacto, como sucede con el televisor: “Me solapo mirando a los que miran… Si supieran cuánto me río de ellos”.
Por suerte, ese reflejo que sentiremos, el guiño hacia los lectores, no solo se da a partir de los vicios, otros personajes se dibujan poderosos (la lima), abnegados (el anzuelo), benefactores (la bolsa de basura). Aun así, la crítica es tangible y el goce en esta lectura procede no solo de los objetos sino de la relación “intelectual” que se establece con ellos. Es decir, como todo humor bien logrado, el texto, además de entretener, conduce sutilmente hacia la crítica o al cuestionamiento.
A través de la personificación de estos laboriosos artefactos, se proyectan las vicisitudes existenciales que provocan los trabajos obligados, difíciles, absurdos o inútiles. El humorismo es aquí un instrumento liberador que demuestra ingenio y expone la corrosiva verdad sobre los problemas cotidianos. Aunque, en otros casos, el lector podrá sentir el optimismo que resulta de llevar a cabo una labor eficaz.
Este humor que incita a pensar estaría en algunos casos ligado a la contemplación de la vida. Muchos de los artefactos proyectan sus dudas existenciales. Todo, por supuesto, desde una postura nacida desde lo lúdico provocado por la ficcionalización. El semáforo transmite su abulia hacia la repetitividad de sus acciones: “Porque en la vida real mi vida es aburrida, siempre el mismo orden, siempre lo mismo…”; la imposibilidad de decisión sobre sus acciones es propuesto por la jaula: “cerrar la puerta no depende de mí”. Otros tantos coinciden en que sus labores son intrascendentes y demuestran su angustia ante el futuro certero: “¿para qué vivir?, preguntamos los féretros” o “¿qué sucederá cuando me quede sin combustible?”, se cuestiona la motosierra.
El tema del tiempo
El tiempo es otra de las preocupaciones de los aparatos, de este depende su vigencia, su carácter funcional y por consiguiente, el sentirse útiles. La aflicción del astrolabio lo manifiesta claramente: “Fui útil y hermoso; pero hoy, oh desgracia, nadie sabe quién soy cuando escucha mi nombre y tampoco sabe para qué existo”. Este alegato, y los otros 110 se establecen por medio de voces en crisis, frágiles y en juicio sobre lo vivido.
Estos matices lúdicos, filosóficos y humorísticos ya los habíamos percibido en obras anteriores de Herra: La guerra prodigiosa (1986), El genio de la botella (1990), Viaje al reino de los deseos (1992), La divina chusma (2011), Don Juan de los manjares (2012) o El ingenio maligno (2014).
Artefactos logra que el lector se sienta compenetrado al realizar una lectura en que avive la reflexión sobre la realidad, la vivencia y el tiempo, y con ello se despierten las sensibilidades, pero, sobre todo, el placer por la literatura.