Es frío, el otoño de Garmisch. Estamos en setiembre, pero la ciudad tirita, arrebujada al pie de los Alpes, en la frontera germano-austriaca. El hombre se extingue lentamente, por fin apaciguado, sobreviviente de mil batallas. Desde la atalaya de sus ochenta y cinco años, contempla el panorama retrospectivo de su vida. Sabe que su obra será atesorada, que ha escrito un capítulo entero en la saga de la música. Sabe que no se pertenece a sí mismo. Sabe que se ha transformado en historia viva. Sabe que sus óperas y poemas sinfónicos van a bordo de ese buque que es la posteridad. Sabe que no morirá esa segunda muerte que llamamos olvido. Todo lo sabe, y está sereno.
Siente venir la parca. Ya la había evocado, cincuenta y ocho años antes, en Muerte y transfiguración. “No me equivoqué: es exactamente tal cual la anticipé”, dice con absoluta desaprensión.
La muerte le llega benévola: una dulce canción de cuna, posiblemente en mi mayor o re bemol, las tonalidades hacia las que siempre gravitó. ¿Por qué? No suele haber respuestas para ese tipo de preguntas. A lomos de sus demonios cabalgó; de sus obsesiones, de esa inexplicable locura que le hizo crear, y crear, y crear… hasta apagarse como un cirio, todo generosidad e irradiación.
Residencia en la belleza. El 8 de setiembre de 1949 muere Richard Strauss. Junto con Sibelius y Rachmaninoff, logró que el siglo XIX (había nacido en 1864) se perviviera casi cincuenta años. Arrastró el romanticismo hasta mucho después de que el “acta de defunción” de su estética fuese emitida. La verdad es que el romanticismo nunca murió, y aún al día de hoy goza de buena salud.
Strauss se asomó a la atonalidad, al mundo de Schönberg, Berg y Webern, pero no quiso traspasar el umbral. En su ópera Salomé coqueteó con la disonancia peligrosamente…, mas prefirió seguir componiendo en mi mayor y re bemol, con melodías bien definidas y formas juzgadas arcaizantes.
Un artista no tiene la obligación de estar de moda o de “reinventarse a sí mismo” (expresión común en nuestros días). ¿A quién se le ocurriría exigirle a un ruiseñor que “reinvente” su canto? El artista no tiene otro deber que ser fiel a sí mismo, y Strauss lo fue de manera ejemplar.
En alemán, el patronímico Strauss significa “ramillete”. Nada tiene que ver con la dinastía de Johann Strauss, el rey del vals vienés de los Habsburgo (aun cuando con frecuencia escribió valses y recreó el espíritu de la opereta austriaca en El caballero de la rosa ).
Su padre, Franz, primer cornista de la Orquesta Real de Munich, era furiosamente antiwagneriano y adalid de Brahms (la música “pura” contra la música programática, descriptiva, la Gesamtkunswerk [obra de arte total], la melodía infinita, el excesivo cromatismo).
De manera que no podría ser más edípica, papá Strauss logró que su vástago se convirtiese en el más ilustre continuador de la tradición wagneriana. Díganle a un hijo que debe ser abogado: con seguridad terminará de bohemio, poeta maldito y pintor de buhardilla.
Vissi d’arte. Strauss fue –¡nadie es perfecto!– un niño prodigio: a los siete años componía canciones y piezas para diversos instrumentos. Era un pianista sensitivo, si bien en sus interpretaciones de Mozart, y su acompañamiento de cantantes, usaba la partitura como una mera referencia: ¡todo lo modificaba y enriquecía de manera que lo haría reprobar cualquier examen de admisión en un moderno conservatorio!
Director de gesto sobrio pero asertivo, Karajan, Böhm y Solti elogiaron su sentido del “ritmo interior”, su batuta precisa pero nunca metronómica. Por encima de todo, fue un inmenso compositor, uno de esos artistas que creaban porque en ello les iba la vida. No era una opción, sino un estigma. El arte: la más real de las realidades. Todo lo demás se reducía a mero espejismo. La belleza era su residencia permanente; fuera de ella era un exiliado.
Esta reflexión sintetiza su sentir: “El arte es el único objetivo de la vida. El cristianismo fue inventado para que algún día se pintase el retablo de Colmar, la Virgen de la Capilla Sixtina, la Missa Solemnis de Beethoven y Parsifal de Wagner”. ¿Hace falta decir más?
Durante la primera mitad de su carrera se enamoró del poema sinfónico, tal cual lo había recibido de Liszt: narrar, contar, describir. ¿Qué? Macbeth, don Juan, don Quijote, Zaratustra, Till Eulenspiegel, a sí mismo ( Una vida de héroe ). Con su sinfonía Alpina (¡la más sensacional tormenta de la historia de la música: el oyente tiene que aferrarse a la butaca para no ser arrebatado por el viento!) expande la noción de sinfonía descriptiva, según el modelo de la Fantástica de Berlioz.
En la segunda etapa –después de casarse con la soprano Pauline de Ahne– descubrió el gozo de la ópera (comprensiblemente, privilegió la tesitura de su esposa). Así fueron surgiendo Salomé, Elektra, Ariadna en Naxos, Arabella, La mujer sin sombra, El caballero de la rosa.
Como Puccini, tenía el don rarísimo de “decir” a la mujer desde adentro: sus heroínas son siempre más verdaderas, más entrañables, más tangibles que sus personajes masculinos.
La eterna disonancia. En 1933 cometió el error de aceptar la dirección de la Cámara de Música del Tercer Reich. El error –una bolita de nieve– generó un “efecto avalancha”: fotos en las que aparece estrechándole la mano a Goebbels, fanfarrias de circunstancia para los infames Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, o la celebración de la alianza del Tercer Reich y el Imperio Nipón.
Erró don Richard, y los errores de los grandes suelen ser grandes errores. Era un artista, no un politólogo o un activista social. Como él se equivocaron –y de manera mucho más grave– Heidegger, Furtwängler, Karajan, Orff, Cortot, ¡tantos otros!
Strauss expió su falta de lucidez política: vivió los últimos diez años bajo persecución, furtivo, desasosegado; pero urge comprender que jamás fue un energúmeno militante: su nuera Alice –por consiguiente sus nietos– era judía, como lo fueron sus más entrañables libretistas, Hugo von Hofmannsthal y el gran Stefan Zweig.
Vio a su amada Alemania bombardeada; los teatros donde sus obras fueron estrenadas, caer uno tras otro; los museos y escuelas de música de su país, reducidos a cenizas.
Nadie le reprocha a Stravinsky o a Webern sus pronunciamientos obscenamente nazis: parece que a ciertas vacas sagradas todo debe serles perdonado; pero ¿Strauss, el “conservador”, el hijo espiritual de Wagner, el custodio de la tradición romántica? No hubo piedad para el viejo. Como decía Shakespeare: “Las virtudes de un hombre son escritas en el agua, sus defectos, grabados en la piedra”.
Buenas noches, dulce príncipe. Una tarde del verano de 1949, Strauss paseaba con Pauline por los jardines de su casa. Se detuvo a ver las flores como jamás las había contemplado. “Seguirán fragantes y coloridas cuando yo haya partido”, musitó. Días después dijo: “¡Tener que irme ahora, cuando aún tenía tanta música por componer!”, y se fue llevándose consigo ese vínculo precioso que constituía la continuidad orgánica entre los dos siglos.
Durante sus exequias se ejecutó el trío del El caballero de la rosa. Pauline –quien murió apenas seis meses después– reflexionó: “Un hombre capaz de escribir algo tan bello, ¿debe morir?”. Sí, mi pobre Pauline. “Todo lo perderemos, y todo nos perderá”, lloró Machado.
Su última obra –las Cuatro canciones para soprano y orquesta – son el testimonio de un hombre que ya vislumbra el infinito. Invitamos a escuchar esta pieza testamentaria: la música parece abrirse sobre un horizonte de luz inconcebiblemente dilatado; no hay en ella una molécula de amargura ni un instante de angustia o inquietud. Es el canto de un hombre en paz consigo mismo y con el mundo.
“Vine a dar felicidad. Este es el único propósito de mi música”, escribió en su copioso epistolario a Hofmannsthal. Descansa en paz, viejo guerrero: la misión fue cumplida, ¡y de qué manera! Todo lo demás es mera vanidad.