Creadora exquisita
Aunque la vida de Yolanda Oreamuno puede parecer interesante, trágica, parca en medios, llena de carencias y labores de subsistencia, de eso muchos han hecho historias, conjeturas o verdades a medias. Lo realmente importante de su existencia es su escritura, en la cual se refleja, a modo de espejo velado, muchos trozos de su corto camino vivencial de 40 años, 20 de los cuales los dedicó a escribir, buscar ubicación laboral, amar, ser esposa y madre, pero, sobre todo, a escribir un puñado de cuentos, algunos artículos periodísticos, vistos como ensayos; tres novelas medio escritas, solo una editada y premiada, y ríos de palabras en los que se recoge, o se pretende hacerlo, su vida, algunas veces unida a su infortunada existencia, signada por la enfermedad y la crueldad de un destino que no estuvo a la altura de sus pretensiones artísticas. Antes que la historia de su vida –se hablaba en mi adolescencia mucho de ella–, me deslumbraron sus cuentos, escritos en 1936, empezados a editar en 1937 en Repertorio Americano, en lugar destacado, así como sus artículos periodísticos, si así pueden llamarse, expresiones de una opinión inteligente, audaz, polémica. No existía todavía la antología A lo largo del corto camino (1961) seleccionada por Lilia Ramos y Paco Marín Cañas, avalada por Enrique Macaya y Julián Marchena, una verdadera joya la edición original, en cuanto a lo que se pudo recolectar de su obra dispersa, incluyendo legado epistolar y fotografías, la cual comenzó la difusión de su obra entre estudiosos e interesados.
Tuve el privilegio de hablar de ella y sobre ella con sus amigas Vera Tinoco de Yglesias, Lilia Ramos, Olga de Benedictis, Eulalia Solá, Margarita Bertheau, Emilia Prieto, entre otras, así como con las conjeturales Chavela Vargas, Ninfa Santos o Rosalía de Segura, que tenían puntos de vista “especiales”, digámoslo así, sobre su personalidad y obra, poco conocida por estas últimas.
En 1960 de su novela La ruta de su evasión había tres ejemplares en Costa Rica: uno en la Biblioteca Nacional, otro en poder de Lilia Ramos y el empastado en rojo, en mi casa, que fue el ejemplar que le sirvió a Educa para hacer la segunda edición, en 1972, que fue el inicio de una lectura más amplia. El libro encargado a Rima de Vallbona, de la serie Quién fue y qué hizo #5, fue el estudio que complementó la primera revaloración crítica hecha por Victoria Urbano en 1968, editada en Madrid.
Independientemente de sus anecdotario –la mayoría falso–, A Yolanda Oreamuno no se le leía, no se lee ahora y posiblemente en el futuro, un poco más allá de su centenario, se le pueda comprender y apreciar cuando se hagan ediciones populares de sus cuentos y de su novela, para dejar atrás el prejuicio de que su literatura es difícil e intrincada.
Todos los amigos y conocidos de Yolanda Oreamuno, sus contemporáneos, han muerto en Costa Rica, México, Chile, Guatemala. La “leyenda Oreamuno”, tan comentada por ella, ha dado paso al “complejo Yolanda”, supuesto deseo de emigrar hacia metrópolis más amplias y auditorios más vastos, asunto que no se cumplió en ella pues su recuerdo se diluyó entre malentendidos y aprecios, pero nunca en la historia de la literatura de los países hacia los cuales migraron otros para encontrar nuevos espacios.
Se le lee y ama en Costa Rica porque sus admiradores hemos luchado por editar sus obras y encargar estudios sobre ella. Eso es lo mejor que se pudo hacer para tenerla con nosotros. Su familia nunca ha sido un estorbo para definirla como persona, escritora o figura cimera de nuestra cultura. A lo sumo un permiso, de cortesía para editar sus producciones.
Si no se le sigue leyendo es porque no resulta una escritora para mayorías y sí crea una auténtica creadora de singulares y exquisitos perfiles literarios. Y eso es mucho decir.
Alfonso Chase, escritor.
En alas de la creación
Para mí, la lectura fue algo más bien tardío. Si bien la escuela y el colegio me obligaron a leer, no fue hasta los diecinueve años cuando descubrí que la palabra escrita podía darme mucho de lo que llevaba tiempo buscando.
En esos momentos, mi conocimiento de la literatura costarricense se limitaba a algunos cuentos de Magón, un par de poemas de Aquileo Echeverría y muy poco más. Mi gran ignorancia me obligaba a relacionar nuestras letras con el retrato de una Costa Rica rural con la que me era imposible identificarme. Para bien o para mal, mi infancia se desarrolló entre rejas, concreto, asfalto y una muy lejana visión de 360 grados de montaña. Las carretas, los cafetales, el propio campesino, si bien formaban parte de muchas de las historias que me contaban mi abuela y mis papás, no tenían nada que ver con el mundo que me rodeaba en mi diario vivir.
En algún momento de mis primeros veintes, casualmente me topé a Alfonso Chase hablando de una tal Yolanda Oreamuno en canal 13. Las palabras del profesor me sonaron proféticas: yo tenía que leer a esa autora. Días después, en una compraventa encontré un ejemplar de La ruta de su evasión. Estaba nuevo y, según me dijeron, acababa de llegar. Una sospechosa y afortunada casualidad, si es que tal cosa existe.
Esa lectura fue un punto de inflexión para mí. Ni se diga de “Protesta contra el folclore”. Así que yo no era el único que se sentía extranjero en su propia literatura. Claro, la formación y la lectura atenta me llevaron eventualmente a apreciar a los clásicos nacionales, pero a Yolanda le debo haberme mostrado una senda que yo podía seguir, una senda que me llevaría a Carmen Naranjo, a Max Jiménez, a Joaquín Gutiérrez, al propio Alfonso Chase… una senda en la que todavía me reconozco y reconozco a muchos escritores costarricenses.
Ese es su legado: la prueba contundente de que la nacionalidad, esa construcción difusa con la que luchamos por diferenciarnos, no tiene por qué atar las manos del creador. Mucho menos sus alas, si las tiene.
Juan Pablo Morales, filólogo y profesor de literatura en la Universidad de Costa Rica
Este es mi cuerpo
Conocer a Yolanda la escritora es conocer su cuerpo. El velo que corremos conforme nos adentramos en su narrativa es similar al que debemos correr con la prensa y las noticias. Leer sin el ruido de la mitología, la leyenda o la maledicencia en Costa Rica, es un ejercicio necesario y Yolanda Oreamuno lo exige. No es fácil la lectura de una narrativa como la suya, apoyada en la subjetividad más que en la trama. No es fácil la lectura de un estilo denso y muchas veces lento, que aborda los picos de la angustia femenina en una época donde parecía que las mujeres no tenían más interioridad que la del marido o la del corazón de Jesús que colgaba en la sala. Para eso está Yolanda, para recordarnos que, además de carne, vísceras, sangre, músculos y huesos, las mujeres tenían arcadas, náusea –en el sentido existencial–, vacío, tristeza, miedo y caían enfermas, deprimidas como se dice ahora, desarrollando incluso enfermedades de causas idiopáticas. ¿Cómo escribir con la carne si esta pareciera ser de otros? O mejor aún: los cuerpos se pueden encerrar pero no pueden desaparecer; lo que sí se puede desaparecer es la consciencia de tenerlo.
Esa es su ruta.
Ese es el extraordinario aporte de Yolanda Oreamuno a la literatura y a la cultura costarricense.
Una ruta de la evasión que es en sí misma una puerta al encuentro con la identidad. Un camino duro, lleno de anécdotas personales dignas de una película, que esperemos alguien haga en algún momento. Pero terriblemente productivo para la literatura. De esta suma de batallas surgen imágenes densas y humeantes donde las palabras, por primera vez, se acercan los cuerpos. Yolanda deja a un lado la idealización para escribir como nunca antes se ha hecho, sobre su propio cuerpo, haciéndolo personaje, a veces amigo y a veces enemigo de su ruta. Una mujer con útero, estómago, bazo, hígado, herida sangrante, purulencia, brazos, corazón, ojos, boca; se manifiesta en sus personajes, otorgándole a la materia el don del lenguaje escrito. Ya no hay vuelta atrás. Las palabras, además de contar historias, en ella narran su corporeidad y es allí en donde encuentro su destino como escritora. Más que dormir junto al Ulises de Joyce, Yolanda le prende fuego y apuesta de la manera más intuitiva por ser parte de esa vanguardia. Un apostolado que ejerció de manera personal y que en una ciudad chica cobró peajes. La provocación fue parte de su legado fuera y dentro de sus libros. ¿Había que salir de Costa Rica? ¡Por supuesto!
Escribir es cerrar heridas, parafraseando a Lacan, pero la de Yolanda no cerraba nunca y esa condición fue su propia marca. Una herida abierta bajo unos ojos negros y una sonrisa perfecta. Quienes hoy la leemos no podemos dejar de pasar los dedos por los bordes de esa herida sin luego mirar su fotografía con asombro. Sigue la huida, la carrera, el acoso, la envidia, la pérdida en sus páginas, que actúan como un mapa para quienes la leen. Un mapa del cuerpo consciente para la mujer que aun no lo nombra le espera al abrir sus libros.
Dorelia Barahona, escritora