La muerte siempre nos regresa a la lectura: al testamento, a las cartas olvidadas en un viejo cajón, a todo eso que, a falta de mejor nombre para nuestras penas, nos empeñamos en llamar archivo. En estos días posteriores a la muerte de Ricardo Piglia, he estado revisando mis viejas libretas de estudiante y he encontrado una página que comienza con una entrada cuyo título hoy se vuelve dolorosamente pertinente: “Última clase con Piglia”. Le sigue una frase rotunda e impecable: “En el final se juega el sentido”. Una frase que bien sé tuvo que ser suya, no solo porque desde entonces la haya leído en muchos de sus libros, sino porque solo él tenía esa capacidad para sintetizar toda una teoría en una oración.
La entrada no está fechada, pero reconozco que tuvo que haber sido pronunciada aquella tarde de diciembre de 2010 en la que Piglia impartió su última clase en Princeton. “En el final se juega el sentido”. He vuelto a repetir la frase y recuerdo vernos a todos sentados alrededor suyo, ignorantes de que participábamos en lo que pronto se convertiría en otro final, un final que iba mucho más allá del aula que ocupábamos.
Asistíamos, sin darnos cuenta, al comienzo de lo que sería la brillante conclusión de una vida dedicada a pensar lo que significa vivir literariamente. Para nosotros, en ese entonces, lo único que importaba era escuchar las palabras del maestro, a quien, como el clásico vivo que estaba destinado a convertirse, contemplábamos como si fuese la encarnación misma de lo literario.
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Sus lecciones
Y así lo vimos hablar aquella tarde de las poéticas de la novela latinoamericana, de Alejo Carpentier a Jose María Arguedas, hasta llegar a su rincón favorito, poblado por dos de sus autores de cabecera: Jorge Luis Borges y su admirado Macedonio Fernández. Lo vimos hablar por última vez de Macedonio y de su novela póstuma Museo de la novela de la Eterna hasta verlo imaginarla bajo una imagen que meses más tarde yo encontraría esbozada en Formas breves : la imagen de una novela infinita que incluye todas las variantes y todos los desvíos, la imagen de una novela que dura la vida de quien la escribe.
Hoy puedo asegurar que aquella bien podría servir para resumir la imagen del Piglia profesor: un maestro infinito, capaz de elucidar cada una de las posibles variaciones literarias sobre un tema y junto a ellas, cada una de sus posibles poéticas. Como la máquina de narrar de Macedonio que él mismo había imaginado en La ciudad ausente , su enseñanza apuntaba hacia la matriz de una multitud de universos narrativos distintos. No ha de extrañar, entonces, que hasta cuando intentábamos contradecirlo fuésemos indudablemente piglianos. Habíamos aprendido a leer con él y el encanto de su enseñanza era tal que nuestras intervenciones inevitablemente terminaban consistiendo en pequeños plagios.
Y así lo vimos hablar aquella tarde, tocado por esa generosidad y esa gentileza que todavía hoy me parecen prodigiosas, a sabiendas de que algo terminaba pero sin sentirlo así, pues Piglia no podía parecer más joven y su pensamiento no podía parecer más actual.
Dos meses antes publicó Blanco nocturno y en su rostro se notaba la chispa juvenil del maratonista que ha guardado las energías para la recta final. Luego, en los años que siguieron a esa tarde, fuimos testigos de la consagración de su carrera: desde las magistrales clases sobre Borges que impartió por televisión hasta la publicación de Camino de Ida , su novela de campus que inevitablemente nos regresó a sus años en Princeton y dentro de la cual todos intentamos encontrarnos.
Fuimos testigos de su impresionante sprint final y comprendimos que aquella era la chispa juvenil de un hombre que había aprendido a leer su vida con la misma cautela con la que leía a Borges. Siempre atento a las formas, allí donde otros cedieron a la edad, Piglia supo mantenerse rabiosamente contemporáneo hasta el puro final, consciente de que allí se jugaba el sentido de su vida.
Relecturas
Fueron esos los años de su regreso a Buenos Aires, años en los que, ante la ausencia del maestro, buscamos consuelo regresando a sus libros. Años de relecturas en los que volvimos a los libros como si fuesen otra manera de volver al aula.
Volvimos a leer Respiración artificial , su gran novela escrita durante plena dictadura y encontramos allí, omnipresentes, las huellas de ese gran filósofo que Piglia tanto citaba en clase: Walter Benjamin. Volvimos al Último lector y no pudimos sino verlo a él perdido entre la biblioteca de Princeton, siempre en búsqueda de un último libro, siempre consciente de que el verdadero héroe de la novela moderna era el lector. Volvimos a leer Nombre falso y comprendimos que, a veces, el plagio puede llegar a ser una extraña variante del homenaje. Volvimos a La ciudad ausente y comprendimos que otra forma de guardar el recuerdo del ser querido es aprender a narrarlo.
Volviendo a sus libros, comprendimos que toda novela es un complot contra lo real y que nosotros, junto a todos sus lectores, éramos una pequeña pandilla que conspirábamos por hacer el mundo más pigliano: buscábamos inundar la realidad con claves de lectura.
No sabíamos que por esos años Piglia también había vuelto a releerse: releía los 327 cuadernos en los que guardaba los apuntes de ese mítico diario que a través de su carrera había mencionado como su obra secreta, aquella que finalmente daría sentido a toda una vida dedicada a pensar el arte de la lectura.
Mito en vida
Mientras nosotros comenzábamos la diáspora académica que terminaría por llevarnos a distintas partes del mundo, separándonos en el proceso de ese pequeño pueblo donde lo vimos dar aquella última clase, Piglia se dedicaba a releer, editar y reescribir sus míticos diarios. Lo cual es otra manera de decir: se dedicaba a releer y reescribir su vida.
Cuando, a principios del 2015, su editor Jorge Herralde anunció la pronta publicación del primer tomo de los Los diarios de Emilio Renzi , la noticia nos llenó de alegría. Un mito se realizaba en vida.
Otra noticia, sin embargo, todavía secreta para ese entonces, nos llenó de dolor: supimos por esos días que Ricardo sufría de ELA (esclerosis lateral amiotrófica), enfermedad que terminaría por paralizarlo, pero que no sería capaz de alejarlo de la escritura. Entendimos en ese momento aquella enigmática frase con la que Piglia había empezado, desde hacía poco, a puntuar sus correos electrónicos: “Ando embromado de salud”. Comprendimos la triste realidad que se escondía detrás de la frase y supimos que la escritura de Los diarios de Emilio Renzi –esos diarios que Piglia había decidido escribir, tan a su estilo, no bajo la voz propia, sino bajo la voz de su fiel álter ego Emilio Renzi– era una escritura del final.
En el final, sin embargo, se encontraba el principio: las claves biográficas de su juventud, las rutas que años más tarde lo llevarían a convertirse en uno de los grandes escritores de la segunda parte del siglo XX y comienzos del siglo XXI.
“Todo escritor inscribe en sus textos su mito de origen”, solía repetir Piglia en clase. “Todo escritor cuenta, de una manera u otra, cómo accede al mundo de la lectura y de la literatura”. Tan a su manera, Piglia había dejado para el final la escritura de ese mito de origen del que tantas veces lo escuchamos hablar en clase.
De esta forma leímos del pequeño Piglia que, a los tres años, imitando a los mayores, intenta leer un libro antes de darse cuenta, gracias a las palabras de un hombre que Renzi asegura es Borges, que el libro está al revés. O de la tarde en la que ya mayor, ya convencido de que su camino está en las letras, Piglia se junta con Borges y este le pide que toque la cicatriz que daría lugar a su cuento El Sur .
Los mitos de origen aparecían y se multiplicaban en aquel diario en el que Piglia narraba su vida como la vida de un lector. Entre tantas frases brillantes, entre tantas frases subrayables, recuerdo una que me dejó helado: “El que lee está quieto”. Con esa frase, escrita con tantos años de premonición, Ricardo Piglia subrayaba la dolorosa coincidencia entre las condiciones de lectura y la extraña enfermedad que en sus últimos años lo llevaría a un estado de parálisis casi absoluta. “El que lee está quieto”. Con la agudeza dolorosa de esa frase, el maestro nos dejaba saber que estaba dispuesto a seguir pensando la literatura hasta el último momento. Y así lo hizo.
El mundo como libro
La estrategia de Piglia era convertir el mundo en libro. Tal vez por eso, casi todas sus frases merecen ser subrayadas. Tal vez por eso, hoy, al momento de revisar esa entrada titulada “Última clase con Piglia” he encontrado otra reflexión en torno a Macedonio que me parece terriblemente relevante y que dice: “Toda verdadera legibilidad es siempre póstuma”.
He recordado tantas escenas de sus clases y, entre ellas, una de Respiración artificial en la que se habla de un hombre que recibe cartas del porvenir. Un hombre en diálogo con el mundo más allá de su muerte. Me he dicho que la escena, utópica y bella como tantas en sus novelas, subraya algo que siempre estuvo presente en su obra: la noción de la obra como algo que tomará sentido en un futuro del que quizá ya no seamos parte. Un futuro póstumo en el que su obra se leerá como una carta extraviada que un día alguien encuentra en su buzón.
“Toda legibilidad es siempre póstuma”. He vuelto a repetir la frase y me he dicho que sí, que tal vez solo ahora comenzamos realmente a leerlo, ahora que su nombre finalmente se duplica como el clásico que siempre fue. Sí. Ricardo Piglia hoy es Piglia , tal y como Jorge Luis Borges es Borges , o Clarice Lispector es Lispector : su nombre pertenece a ese panteón de nombres propios detrás de los cuales se esconde la historia de la literatura.
En su caso, sin embargo, ese nombre se duplica en un juego de espejos con el Emilio Renzi y promete aún más: regalarnos la esencia de lo literario.
*Carlos Fonseca, autor de este artículo, es profesor en la Universidad de Cambridge y publicó la novela Coronel Lágrimas en el 2015.