En la entrada del recinto, una mujer intenta hablar por teléfono. Ella presiona múltiples veces los botones de los números pero nadie le atiende. A su lado, una pizarra con su nombre indica los horarios para el uso del aparato.
Frente al pizarrón abarrotado de notas, se extiende parte de un mural de cerca de mil metros cuadrados, cargado de arcoiris, peces y ruletas.
Mientras la mujer espera que respondan su llamada, mira con detenimiento el mural, como si no lo hubiera visto antes, o como si ella no hubiera sido una de las autoras de la pintura.
Esta mujer, junto a más de otras 20 privadas de libertad, recrearon sus aspiraciones personales mediante una pintura gigantesca localizada en el módulo Casa Cuna del Centro de Atención Institucional Vilma Curling de Desamparados, como parte del proyecto Arte por la Paz.
Bajo el mural, se encuentran otras dos privadas de libertad que fueron parte del proyecto. La primera de ellas se llama Sabrina Mommers, una mujer estadounidense que se encuentra en el centro de atención por un caso de extradición y que, a pesar de que apenas logra formular oraciones en español, confiesa que la pintura le dio tranquilidad a sus días.
“Este era un lugar muy triste. Todo estaba gris y esto es muy bueno para los niños por los colores. Yo nunca había estado relacionada a algo así y fue muy lindo”, dice con detenimiento.
Sabrina pintó un reloj que se localiza a un costado del mural, ya que el manejo de las horas y los días cambiaron desde que entró al centro, según su percepción.
“El reloj es importante porque yo voy día a día. Hoy es un día que debo tomar relajada, y así voy”, dice con su acento estadounidense entrecortado.
Mientras habla, su hijo Luca, de siete meses, no para de mirar a la otra mujer que la acompaña. Se trata de Carolina Amador, una madre que hace dos años dio a luz por primera vez a un varón, después de tener tres hijas.
“Ahora este lugar sí parece una casa cuna. Antes parecía un hogar de ancianos. Es lindo ver a los bebés tocando el mural como si fueran calcomanías”, asegura Carolina en medio de risas.
Carolina, a diferencia de Sabrina, no se sentía tan alejada del arte antes de comenzar a pintar el mural. Ella es manicurista, así que relaciona la pintura con su trabajo.
“Yo pinté esas tijeras y peine”, afirma Carolina mientras señala al mural, “porque pintamos una escalera que representa el camino hacia nuestra salida de acá. Cuando salga, quiero ponerme un salón de belleza y seguir pintando cosas así. Incluso una de mis hijas quiere participar para que pintemos juntas. Otras mujeres de acá pintaron sus sueños como ponerse un restaurante en la playa, montarse una soda y así…”.
Tanto Carolina como Sabrina aprovechan con mucha intensidad los días con su hijo, ya que pronto su cotidianidad cambiará.
Según el procedimiento del centro de atención, las privadas de libertad pueden compartir tiempo con sus hijos en este módulo desde los cero hasta los tres años.
Una vez cumplida esa edad, los niños son enviados con un familiar (o en algún caso particular con el Patronato Nacional de la Infancia) y las mujeres son remitidas a los módulos generales del centro de atención. Si sus hijos desean visitarlas en un futuro, deberán cumplir con los mismos lineamientos que aplican para menores de edad.
“Yo pienso que, cuando vaya a salir de aquí, esto queda para el futuro y para los niños que vengan acá”, dice Sabrina con una sonrisa marcada.
Un camino acompañado.
Un hombre canoso entra al módulo y un niño salta a sus brazos. Él lo toma y no duda en decir “ven, ven que es hermoso”.
Ese hombre es Jordi Beltrán, un pintor cubano que, junto a a la artista Ana Coronado, instruyeron a las privadas de libertad en su camino al arte con función terapeútica. Ambos acompañaron a las mujeres durante dos meses de trabajo.
Cada privada de libertad llenó un cuestionario cargado de preguntas sobre su situación en el futuro, y los artistas se encargaron de darle forma a sus ideas.
“Estar aquí es una experiencia sorprendente, es otro mundo. Es conmovedor ver cómo estos niños se te pegan y buscan saber qué hay afuera. Las muchachas vieron esto y les ayudó a llevar a cabo el mural. Lo bueno del proceso es que ellas entiendan que su problema está en el pasado, no en el futuro” confiesa el pintor.
Para Ana Coronado, el proceso de enseñanza también fue muy intenso. Incluso asegura que se sintió muy identificada con las muchachas y sorprendida por los talentos que encontró.
“Yo no quiero salir de aquí y ver esto como un recuerdo, sino como una enseñanza. Yo hace años quería entrar aquí y ahora lo he logrado mediante el proyecto. El primer día yo me paré y les conté mi historia, porque yo también me sentía en una cárcel antes de conocer el arte del mosaico. Yo me sentí presa de un ambiente de violencia. A mí, junto a otro grupo de mujeres, me enseñaron la técnica pero no nos dieron el seguimiento. Yo me siento con el compromiso de dar ese seguimiento y no olvidarme de estas muchachas”, afirma la artista.
Coronado y Beltrán fueron seleccionados por Gina Marín, directora de Arte por la Paz y asesora nacional de arte y cultura, para dirigir esta iniciativa.
“Este proyecto surgió a raíz de un estudio sociológico y psicológico para el desarrollo social integral. La filosofía es de lograr un refuerzo imaginario mediante la pregunta: ¿cómo se ven a futuro?”, manifiesta Marín.
Desde el 2011, Arte por la paz ha llevado a cabo 137 murales, 67 centros educativos beneficiados y 22.000 objetos intervenidos.
“El secreto de Arte por la Paz no es el mural, sino la metodología. Hablo también por Jordi y por Ana que nosotros somos quienes aprendemos” asegura Marín.