Porque atrae multitudes, el cine ha sido un espacio privilegiado para preguntar cómo somos y para aventurar todo tipo de respuestas. Desde el exterior mira hacia lo íntimo, poniéndonos ante un espejo curvo, aunque no tengamos clara la imagen de lo que somos. En el cine, la historia que parece ajena termina siendo la nuestra. Sintetizar lo mejor del cine mexicano no es un propósito de este artículo, que más bien pretende hacer un deshilvanado recuento de cómo pueden los mexicanos reflejarse en las películas –buenas, malas o feas– que han permanecido en la iconografía popular de diferentes épocas (incluso una del 2013, que ha roto marcas de taquilla).
Al mirar “lo mexicano” en el cine, los costarricenses –en general, los latinoamericanos– quizá puedan verse a sí mismos pues no somos tan diferentes. Al fin y al cabo, la cultura mexicana ha sido siempre un péndulo que oscila incesantemente entre temas nacionales y las inquietudes perennes de la humanidad.
Desde las cintas hechas durante la época de oro del cine mexicano, como Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949) y Cuando los hijos se van (Juan Bustillo, 1941), se encuentran, en su rigidez, estrictos códigos familiares, los roles de cada sexo y la evolución de lo socialmente aceptable.
La nueva clase media, que apareció durante los primeros gobiernos posrevolucionarios, empieza a mostrar a propios y a extraños que ha trepado socialmente: razón por la que se pueden ver refrigeradores (en ese tiempo, onerosos objetos de consumo) en las salas.
El cine recogió espléndidamente el “milagro mexicano” (1940-1970), ese período de bonanza y progreso que gradualmente urbanizó al país, hecho que arrastró los atavismos rurales hasta el núcleo familiar y al nuevo barrio citadino.
Esa tensa dicotomía entre los borrosos conceptos de tradición rural y progreso urbano va a permear toda la época de oro porque así lo hizo con el país entero, cuyo pueblo seguía aferrado a sus costumbres, pero al mismo tiempo ansioso por sentirse “avanzado”.
Películas como Los olvidados (Luis Buñuel, 1950) visibilizaron lo que a la vez era tan viejo y parecía tan nuevo: los marginados de la bonanza económica. La “buena sociedad” llevaba siglos intentando hacer invisibles a los léperos , a la chusma , pero estos siguen haciéndose presentes, ahora al lado de maravillosos rascacielos. No se pudo borrar de las pantallas a los que de otras maneras se evadía mirar. Algunos desearon que su estética fuera marginal, pero el cine, tanto como su propia existencia, los devolvió al centro de la vida nacional.
En el extranjero se empieza a conocer a México por medio de las películas que trascendieron fronteras o ganaron premios internacionales. Macario (Roberto Gavaldón, 1960) nos retrató fielmente en la perenne batalla que libramos con tres de los protagonistas de nuestra cultura: el diablo, dios y la muerte.
Por otro lado, unos años después, la sociedad mexicana tiene sectores que creen haber traspasado el umbral de la modernidad. El urbanita supone haberse librado del control social y juega a gozar de una libertad que debe administrar.
Sin embargo, en vez de enfrentar seriamente esta nueva realidad –que para la mayoría es solo una aspiración–, el humor negro mexicano se regodea con el casanova de la década, Mauricio Garcés, en una larga serie de películas del tipo de Departamento de soltero (René Cardona, Jr., 1971).
La década de los años 80 llega con una violenta crisis de calidad en el cine nacional. Los contenidos los acaparan las “ficheras” o voluptuosas conductoras de tráileres: ellas protagonizan taquilleras “sexicomedias” que avergüenzan al público medianamente culto.
Esa crisis en la industria cinematográfica no es casual: los modelos político y económico estaban agotándose, y México empezaba a entenderse culturalmente más diverso. Los mexicanos habían de encontrarse nuevamente auténticos, no sin antes tocar el fondo desde donde tomar impulso.
En el renacimiento de un cine mexicano más serio, el péndulo retorna a sus tradiciones más profundas: el “realismo mágico” de las leyendas familiares que todos compartimos. Los parientes (vivos o muertos) escapan de la norma y parecen decir: “Seamos realistas: somos seres mágicos”.
Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992) realiza esa búsqueda en los subterfugios de las historias de familia, desde donde salen nuestros impulsos y hacia donde se dirigen nuestras pasiones.
No obstante, el péndulo regresa a objetar la modernidad, y Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) muestra cómo se cruzan las historias de las personas en esta nueva sociedad mexicana que, si pudiera, viviría sus historias como episodios aislados. En las megalópolis, las historias las tejen los accidentes, que unen a los humanos aun en contra de su voluntad.
En la vida y en el cine, cuando se deja de pensar en las necesidades materiales, saltan de inmediato los problemas mentales. Temporada de patos (Fernando Eimbcke, 2004) narra creativamente una experiencia más o menos cotidiana de dos adolescentes enfrentados a la “dramática” situación de tener “tiempo libre” y de verse impedidos de gastarlo en videojuegos.
A una situación similar se enfrentan dos jóvenes en un viaje a la playa en Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) ¿Qué hacemos cuando se agotan nuestras actividades normales? ¿En qué nos convertimos cuando somos dueños absolutos de nuestro tiempo?
Como concepto, el tiempo libre un invento moderno y hay que aprender a usarlo.
Más allá de las preocupaciones individuales, el cine mexicano actual recuerda que varias encrucijadas sociales no están resueltas. La zona (Rodrigo Plá, 2007) reduce al absurdo los guetos voluntarios que los nuevos ricos han creado para sentirse invulnerables, al tiempo de maximizar las causas que, en primer lugar, los hicieron vulnerables: una parodia de Santa Fe o de los “residenciales” que se multiplican en todas las ciudades para aislar a los ricos de los desfavorecidos..., ¡como si fuera posible! El tejido social se fragmenta como reacción inservible a los nudos que nos negamos a tejer.
Para intentar conocer a los mexicanos de hoy, no es mala idea asomarse a los éxitos recientes de taquilla, desde cintas que desdibujan a la familia nuclear tradicional en La otra familia (Gustavo Loza, 2011) hasta la comedia más bien ligera Nosotros, los nobles (Gary Alazraki, 2013).
Esa última cinta retrata a los “ninis” (los millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan) y caricaturiza prototipos burgueses emblandecidos por la cultura “fresa” dominante. Los padres aparecen como formadores secundarios, después del pop y los hábitos de consumo.
Los mexicanos jóvenes de hoy en día siguen buscando su identidad, pero ahora escogiendo entre ser el “mirrrey” (con tres erres), la “lobuki” o el “hipster”, o bien, luchar por encontrar espacios en que se sientan más genuinos.
Desde hace más de cien años, el cine ha oscilado con el péndulo de la cultura mexicana. En consecuencia, cientos de personas forman parte del Panteón iconográfico de México. Aunque este artículo omite muchos títulos y nombres, lo que intenta destacar es que en esta variopinta filmoteca podremos seguir encontrando más que historias: fragmentos de nosotros mismos.
El autor es licenciado en Derecho por la Universidad de Hermosillo y maestro en Administración y Políticas Públicas por el Centro de Investigación y Docencia Económicas ; integra la carrera del Servicio Exterior Mexicano desde el 2010.