Mi madre, Ángela Valverde Marín (“de Murillo” como se decía) y mi padre, Roberto Murillo, estuvieron casados por 30 años. Ella fue devota admiradora de su pensamiento y su obra. Lo sobrevivió 20 años y, en abril de 2014, al filo de sus 80 años, tuvo una callada y dulce partida. Esto nos puso a mí, a mi hermana y a mi hermano, y a quienes nos acompañaron, en la situación de volver a la tumba de nuestro padre para que los restos de ella reposaran junto a los de él.
La apertura –literal– de esa tumba veinte años después, me hizo volver a mayo de 1994, cuando, en una actitud sumamente pacífica y humilde, Roberto Murillo aceptó la noticia de su muerte inminente, que sobrevino el 4 de setiembre. También me hizo recordar el arduo trabajo al que inmediatamente nos dedicamos mi madre, mi hermano, mi esposo, unas amigas y yo: constituir un archivo con todos los documentos que tuviéramos de él. Minuciosamente archivamos artículos, libros, cartas, fotos, y luego… lo cerramos.
Un mundo de escritos. Algunos años después, gracias a la ayuda de la filósofa Susana Trejos y de algunos otros amigos, mi madre intentó gestionar la publicación de la obra completa de mi padre; pero diversos elementos lo impidieron, y, poco a poco, capas de polvo y aparente olvido cubrieron el archivo.
Con el fallecimiento de mamá, y al haber sido yo designada albacea, el archivo volvió a mis manos. Una gran responsabilidad histórica se me hizo patente. Abrí las gavetas, admiré y agradecí nuestro trabajo de hace 20 años.
Una especie de cuerpo textual se desplegó: centenares de artículos de periódico acerca de la admiración de paisajes –“poesía en prosa” la llamaba él–, sobre la vida universitaria, además de opiniones sobre la vida política y sobre problemas que aquejan a la sociedad. Otros artículos son de carácter académico. Aparecieron cuadernos de su puño y letra, que parece casi dibujada; su novela inconclusa, y reflexiones que se acercan a la diarística.
“Premios varios”. Cuando tocó el turno a los diversos títulos y diplomas, recordé que en una ocasión solicité a mi padre su curriculum para no sé qué trámite, y me entregó uno de media página. En uno de los renglones decía: “Premios varios”. Encontrar los títulos me hizo recordar que ganó dos veces el Premio Jorge Volio y una el Aquileo Echeverría. El filósofo recibió varios reconocimientos, como la incorporación como miembro de la Academia Costarricense de la Lengua, y la Orden de Caballero y Oficial de las Palmas Académicas del Estado francés.
Cuestiones más sentimentales aparecieron: su larga correspondencia con sus padres de 1965 a 1968, mientras realizaba sus estudios doctorales en Estrasburgo sobre el pensamiento de Bergson. Otras correspondencias tienen valor histórico y filosófico, con colegas de Costa Rica y Francia, y con amigos y amigas, siempre guardando un tono filosófico.
Padre ecuánime y gentil; paseos con colegas y amigos a los pueblecitos más inverosímiles de Costa Rica; la lucha por el edificio de Letras de la Universidad de Costa Rica; el grupo de estudio que lo acompañó en su jubilación de la UCR; la dedicación y cariño a sus alumnos y alumnas; su actitud estoica y sabia cuando llegó su hora...
Solamente puedo escribir este texto como hija; no soy filósofa. Colegas, alumnos y alumnas de entonces, hoy filósofos y filósofas destacados, son y serán quienes sabrán mejor estudiarla y comentar la obra de Roberto Murillo.