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Es un día caluroso. Nos reciben en la Hacienda Pinto cinco perros; los más pequeñitos, ladrando furiosos, y los dos mayores pereceando entre las mecedoras del pasillo. En cuanto nos bajamos, se acercan a saludar, con las colas en alto. Julieta Pinto –que nadie le diga “doña”– se está vistiendo dentro de la casa.
Un escándalo de grillos ensordece. Lejos, detrás de las dignas casas de madera, se escucha el entrechocar de bambúes. Cuando sale Julieta Pinto, nos saluda con amplias sonrisas y amables palabras.
Primero tomamos las fotografías. A sus 91 años, sigue siendo coqueta y elegante. Entre risas y disparos de la cámara, nos cuenta la historia de la casa y la suya propia.
Aquí creció, en San Rafael de Alajuela, donde vive desde 1922. Su padre construyó la mayoría de las casas en 1956. Durante sus primeros ocho años jugó entre estos árboles, cerca del río Virilla, que pasa detrás del terreno.
“Cuando papá compró esta casa, era un potrero”, afirma. “Son muchos los años que se necesitan para que los árboles se hagan así de grandes”. Vemos hacia arriba: altísimas hojas y trinos solitarios.
“Muchas veces me siento en el corredor de atrás a ver el bambú y me identifico de una forma tan grande con él, que es una especie de meditación”, explica la autora.
Pinto empezó a escribir porque su cuerpo se lo ordenaba; no pudo haber hecho otra cosa, porque las letras fluyeron desde el río hacia ella. “Uno se ahoga si no escribe. Me imagino que así les pasa a todos los que escriben. Cuando yo ya tengo una novela hecha, o la escribo o me muero”, confiesa la novelista.
Pinto se entregó por completo a ese mandato, y lectores no han hecho falta. En 1969, obtuvo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en novela; en 1970 y 1993, el mismo premio en la rama de cuento. En 1996 le fue otorgado el Premio Nacional de Cultura Magón.
“Una novela se va formando entre las vivencias y la imaginación. Cuando ya la novela está lista, esta se da; hay que escribirla”, dice. De esa experiencia nacieron obras como el vistazo a la vida en barrios marginales de A la vuelta de la esquina (1975) y la dura denuncia de la violencia doméstica en Si se oyera el silencio (1967).
Antes se despertaba con frecuencia a las tres de la mañana, dispuesta a dejar caer sobre la página lo que se agolpaba en su mente. Hoy ya no sucede con frecuencia, pero continúa escribiendo. No nos puede contar de qué trata la nueva novela, porque si habla sobre ella, “se hiela, como los ayotitos”, explica.
Abrir los ojos. En El lenguaje de la lluvia (1996), Pinto lo expresó con claridad: la literatura es un murmullo de la naturaleza; para precisar, del ambiente que rodea esta finca.
El primero de sus 20 libros fue la colección Cuentos de la tierra (1963). “Nací aquí, estuve ocho años aquí, así que tuve gran contacto con los peones, con sus hijos y sus familias, y necesitaba expresar lo que vivían ellos. No había un libro que expresara lo que ellos son”, comenta la escritora.
Esos cuentos los compuso alentada por Isaac Felipe Azofeifa, su profesor de Castellano. “Me dijo: ‘Quédese después de la clase’. Me comentó: ‘Me he dado cuenta de que usted escribe. Usted lo único que tiene que hacer es plasmar todo lo que tiene dentro’. Entonces fue cuando escribí los Cuentos de la tierra ... No fue complicado porque es algo que se tiene dentro”, dice.
Ese impulso llevó al naufragio su primer matrimonio. “No nos llevábamos: no teníamos afinidad”, reflexiona. Entre otras cosas, ella escribía, ella se dedicaba al oficio del intelecto. Él no podía seguirla. Su familia quiso disuadirla del divorcio, desgracia y vergüenza en la época, pero ella tenía una misión.
Vehemente, declara: “Si todos los libros que yo he escrito sirviesen para que se dé un paso y que los pobres estén mejor, ya dejaría de escribir. Es decir, los botaría... y me dolería muchísimo, ¡imagínese!”.
¿Cómo abrió los ojos a la realidad de los desposeídos? “Mamá nos mandaba un pedacito de queque a todos los que estábamos jugando... para que comiera yo, porque yo no comía nada. Yo decía ¿cómo es posible que a mí me obliguen a comer y ellos prácticamente devoran ese pedacito de queque?”, rememora.
Fue un inicio inocente para una carrera abocada a buscar la justicia. Dejó su huella en entes como el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y el Instituto de Tierras y Colonización (ITCO), órgano antecesor del Instituto de Desarrollo Agrario (o Inder), dedicado a dar tierra a los que no la tenían para que laborasen en ella. Empero, allí presenció las grandes injusticias que reverberan en su literatura, en obras como Tierra de espejismos (1991).
En 1970, mataron a Gil Tablada , defensor de los cruceños que habían ocupado un asentamiento estatal abandonado. “Cuando mataron a Gil Tablada, yo quise irme con él. Al que lo mató ni le hicieron nada”, relata, dolida. “Esas son las injusticias que me enferman”, declara la escritora.
Oír la lluvia. Julieta Pinto creyó que se podía hacer algo y lo intentó a lo largo de su vida, como intelectual, docente y en los entes del Estado. Estuvo afiliada por décadas al Partido Liberación Nacional, y admiraba las grandes ideas de José Figueres Ferrer.
“Don Pepe fue la ilusión mía”, cuenta. Recuerda cuando, en un almuerzo, invitó a unos niños pobres a sentarse en una mesa cercana: “Les dijo: ‘Pidan lo que quieran’. Ahí me ganó don Pepe a mí”.
“Hizo muchísimo don Pepe. Y después ¡vea en lo que se transformó Liberación! ¡Qué horror, qué horror! Yo hace años dejé de ser liberacionista. Hace años me salí, desde que empezaron con esas cosas...”, dijo desalentada.
“Después de todo lo que se hizo, de todo lo que se emprendió y de toda la ilusión que hubo, llegar a algo peor de como empezamos... Es terrible ver un Gobierno que gobierna para los ricos y no para los pobres”, denuncia la escritora.
Sabe que es difícil que sus palabras resuenen. Sabe que lo que puede hacer como escritora es dejar la evidencia de que pensaba diferente y de que creía que las cosas podían ser distintas. Eso quiso hacer con su vida; eso hizo con las letras. ¿Cómo resumir nueve décadas de placeres y desalientos en unas cuantas líneas? “Abogar por los pobres ha sido la base de mi escritura”.
El fragor de la lluvia le ha susurrado las letras: la han ayudado a descifrar el mundo, como cuenta en sus publicaciones. Le han dicho: “No pueden los ricos tener tanto y los pobres tener tan poco. Eso me ha mortificado toda la vida”.
Julieta Pinto suele irse a la parte trasera de su casa a contemplar el río. Hoy, lo que más le duele es la pérdida de la naturaleza, protagonista de toda su obra. Nos retiramos de la finca. Ella se queda viendo desde el pasillo; es decir, se queda escribiendo.