Se me quería salir el corazón, lo reconozco.
Una cosa es haberme mimetizado con Ricardo Arjona desde nuestros inicios (él en la música y yo en el periodismo), y otra ir hacia Barva de Heredia, directo a un recinto donde iba a estar con un acceso de unos cuantos metros, no solo de él sino de su arte maravilloso, su música única para quienes nos enamoramos-enajenamos a la primer canción, más de 25 años atrás.
A estas alturas, la globalización de las comunicaciones nos ha puesto a los otrora inaccesibles artistas en una plataforma paralela pues, para bien y para mal, ahora uno tiene a los “famosos” a un click y ya no existe aquella maravillosa aura de inaccesibilidad que tenían antes las estrellas de cualquier arte. Un tuit ingenioso en el momento oportuno, puede ser replicado por la luminaria más inaccesible imaginada.
Tras más de dos décadas como periodista de La Nación, desde hace mucho me acostumbré al contacto privilegiado que nos da realizar entrevistas con ídolos a los que casi nadie más tiene acceso. Caso típico con el mismo Arjona, a quien entrevisté en sus inicios un par de veces, vía teléfono, cuando los dos estábamos en los 20’s.
Luego fueron pasando los años y se acumularon los lustros: los amores y desamores; las pérdidas personales; la vida en el segundo tiempo y tantos otros temas con los que Ricardo simplemente traspasa con una daga de empatía y sensibilidad, las entrañas de quienes lo amamos porque nos lee como ningún otro.
Era martes y, durante un almuerzo entre amigos, uno de ellos –parte de la Producción-- y conocedor de mi afinidad absoluta con Ricardo Arjona, me contó en off que, en ese momento, se estaba gestando en Barva de Heredia lo que sería el audiovisual de su inminente gira de conciertos titulada Circo Soledad, como el disco que lanzó meses atrás.
Era top secret y así lo asumí, pero en un par de llamadas que fueron y vinieron, supe que estaban urgidos de un relevo de aplaudidores y me ofrecí espontáneamente.
--No puede publicar nada-- me dijo mi amigo
--Tranquilo, voy de civil. Usted no entiende lo que ha sido Ricardo Arjona en mi vida.
Yo ni sabía que existía tal cosa, “aplaudidores”. Por supuesto, iba dispuesta a que me sangraran las palmas, si fuera del caso. Me quité la chema de periodista y me dispuse a vivir una experiencia que, ni como periodista, habría logrado vivir.
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***
Llego a la explanada de un beneficio de café en Heredia… desde la calle principal no parecía estar pasando nada, pero fue cosa de ingresar al amplio parqueo y ver un movimiento extraño: varios vehículos, gente ataviada con diferentes atuendos de circo yendo y viniendo, tomando una merienda o un café cargado y caliente, al final de la tarde, con la tarde a punto de fenecer.
Me bajé discretamente del carro del diario, pero pronto percibí que nadie se había percatado de mi presencia. Iba ya con la autorización de la Producción y bastó presentarme en la puerta de la carpa y decir “Me llamo Fulana y vengo como aplaudidora”.
--Pase-- me dice el de la puerta, sin fijarse mucho en mí.
Y entonces alcancé a oír la música… y el corazón se me terminó de desbocar.
Cinco zancadas y me encuentro con Ricardo en el centro, cantando uno de sus hits, mientras una joven artista de danza en tela se deslizaba, de cabeza, hacia él.
Entré, según yo, bajo perfil, pero igual nadie pareció advertir mi presencia.
Todos estaban ensimismados, probablemente cansados pero en pie de guerra, ajustados al guion. La big picture instantánea fue ver exactamente eso que transmite el video, realizado por uno de los orgullos nacionales de las nuevas generaciones del país, Marlon Villar: un circo en tono sepia, sus artistas, sus payasos, sus personajes, todos actuando con una sincronía milimétrica.
Ricardo estaba en el centro del escenario, con su guitarra, vestido de blanco en aquel momento.
Desde fuera, ya yo había escuchado los acordes de una de sus (mis) piezas maravillosas de Circo Soledad.
Gritó cuando estaba más callada
Lloró cuando nadie la escuchaba
Llegó hasta el fondo y sabe que es mejor
Ya no depender de nada
Hacerle un buen remiendo al corazón
Pasé la puerta y, sin más, me encuentro a escasos metros de Ricardo, cantando como si lo estuviera haciendo ante una multitud de 50 o 200 mil personas, con ese respeto a sus audiencias que se le sale por los poros cuando canta para él, o sea, para todos nosotros… con un fuerzón impresionante a veces, con un tenor apenas perceptible, otras.
Me quedo plantada a unos pocos metros de él. Lo he ido a ver desde siempre a todos sus conciertos, incluso cuando han sido dos fechas consecutivas. He salido afónica, he llorado de emoción, he quedado levitando varios días después de sus presentaciones.
Pero esto fue otra historia. Era tener a un Ricardo íntimo, siempre en su faceta de artista pero sin la parafernalia de un recital. En un concierto, uno ve su arte desplegado en todo su esplendor.
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Esto, en cambio, era ver al artista en su proceso de “maquetado”, por decirlo de alguna forma, con interrupciones, interacción con los diversos miembros del staff, con los actores que encarnaban a los artistas del circo, con sus idas y venidas al camerino ubicado fuera de la carpa ya fuera para los diversos cambios de vestuario o para comer.
Hasta donde supe, no paró ni unos minutos para descansar.
Estoy paralizada. Empiezan a sonar los acordes de “Hasta que la muerte los separe”.
Se me eriza la piel. Se me arremolinan las emociones. Pienso en Laura, Marisol, mis hermanas “arjonianas”, las tres vueltas locas en sus conciertos. Si vieran donde estoy, chiquillas. Se me aguan los ojos. Pienso en Jannia, mi hermana de sangre, fallecida hace años en un accidente, mi primera hermana “arjoniana”, los conciertos que compartimos juntas.
Me trago los sollozos y las lágrimas, no vaya a ser que llame la atención y se note que no soy, exactamente, parte del circo en el todos los demás ya tenían casi dos días completos.
Me sorprendo de ver aquel espectáculo increíble pero como de trámite para todos los involucrados, unos 90 personajes repartidos en sus propios roles.
Los aplaudidores eran (éramos) los más anónimos, los civiles.
Ricardo empieza a entonar la canción emblema de su disco, de su gira:
Hay payasos con sonrisas de colores
que se ríen pa’ ocultar cuánto les duele...
Las imágenes se sobreponen; quería disfrutar ese momento íntimo con un personaje que marcó mi vida en mucho con su música, pero a la vez se cruzaban las estampas de miles de almas en los estadios de todo el continente y algunos de Europa, eufóricos por y con su música en sus conciertos… y ahora yo lo tenía ahí, a cinco metros, y nadie parecía apantallarse con lo que él hacía, todo fluia con un profesionalismo increíble pero en ese momento a mí me pareció surrealista y pensaba “Putaaa, es Ricardo Arjona, ¿por qué esta gente está tan calmada?”.
Horas más tarde, ya metida en el ride, entendería todo perfectamente.
Ya como parte del staff y consumida en el oficio de aplaudidora, noté cómo el ídolo de masas se convertía en uno más; había que ponerlo para repetir no una ni dos, si no hasta seis o siete versiones –o trozos-- de su performance, para salir avante con el proyecto primario: que el audiovisual quedara acorde con el chuzo de disco que Ricardo escribió de un tirón, en cosa de tres días, cuando le entró un fuaaá de inspiración que hoy lo tiene batiendo récords, para no variar, en el continente y más allá.
Uno lo ve imponente en el escenario, pero en persona, a medio metro, ahí sí es realmente imponente. Si figura atlética se complementa con unos casi dos metros de estatura, y con ese caminado tan suyo, despacioso pero firme.
Conste que, a pesar de su guapura, Ricardo Arjona es tan talentoso que él mismo evitado que se le considere una suerte de sex symbol.
Es supremamente atractivo, pero el calibre de su arte pone en segundo plano su guapura.
Entre las 5 de la tarde y las 11 de la noche, salió cinco o seis veces a cambiarse de vestuario. Yo no podía tomar nota por razones obvias, pero se me quedó en la retina cómo se veía enfundado en una camisa roja, de manga larga, y unos jeans con bastante trajín a cuestas.
Hoy lo digo con un toque de estupor, pero ciertamente, después de dos o tres horas de estar aplaudiendo en tomas repetidas, hubo un momento de agote, tipo 8 de la noche, en el que yo misma me sentí como si trabajara con Ricardo desde hace años, como si lo viera todos los días, como si lo oyera (en vivo) todos los días. Y me pasó por la mente irme ya para la casa; en segundos caí en cuenta de lo que daría cualquier fan de hueso colorado por estar en mis zapatos y, por supuesto, aborté la idea de retirarme. Por dicha. Me habría perdido, estúpidamente, el cierre de una noche épica.
Conforme avanzaron las horas percibí el agote de casi toda la tropa. Me distraje de Ricardo Arjona y me dediqué a repasar a todos sus coactores, a quienes vi al entrar casi como si fueran autómatas (luego sabría que esa era la idea… basta escuchar todas las piezas de Circo Soledad).
Decía que en determinado momento me convertí en parte de ese ejército de actores, haciendo su trabajo –obviamente infinitamente mayor que el mío-- pero con tal nivel de cansancio que yo misma (creo que fui la única, por principiante) me exasperaba cuando había que repetir unos segundos de equis canción.
Pero bueno, bastaba con mirar al artista y saberme testigo de primera línea, para reubicarme en la posición privilegiada que ni siquiera como periodista habría tenido. Ser aplaudidor es estar en todo y en todas. Son horas de horas. Pero es una visión única porque ves no solo al artista, sino también al ser humano, sus maneras, su forma de conducirse con los demás.
Ser periodista es entrevistar al artista y posiblemente entablar una relación de amistad y empatía. Pero no ves al artista en su esencia.
Decía que es su presencia es imponente. Su personalidad, también. Pero no por el mínimo tenor de arrogancia: solo es un hombre de pocas palabras, pacienzudo cuando el staff lo merece, grácil, diría yo.
Llegando yo no más, casi hubo un accidente cuando la joven artista en danza en telas repetía su acto y se soltó peligrosamente cerca de la humanidad de Arjona: quedó colgando como a medio metro de la cabeza del cantante.
Caballeroso, casi como un papá, le preguntó a la muchacha si se encontraba bien y sí, ella estaba bien. Luego, en un momento en que esa misma muchacha se ubicó a mi lado, aproveché para meterle conversona (como decimos en los pueblos). Le pregunté sobre el incidente y me dijo que ni en ese ni en ningún momento había sentido la mínima presión por parte del cantante o su equipo.
Con 22 años, le pregunté si sabía para quién esta trabajando y toda linda me dijo: “No lo conocía, pero ahora me gustan dos de sus canciones de antes. Y las de este disco, claro”.
Durante las pausas, Ricardo permanecía en silencio, pero atento, totalmente enfocado en sacar la faena sin prisa pero sin pausa. Hubo momentos en que se levantó y, de paso, se detenía a conversar con algunos de los actores.
Luego, tras una pieza en la que se hace acompañar de un pequeño grupo de músicos locales, se interesó por saber sobre uno de los instrumentos que usaron.
Marlon Villar es realmente un titán. Ricardo y los demás seguían sus indicaciones sin objetar. Solo hubo una ocasión en que se expandió neblina falsa en el escenario, y el artista le dijo a Marlon: “Es mucho. Está muy blanco”.
Villar le contestó: “Así está bien Ricardo, venga y verá”. Entonces el artista se vino a fijar tras el monitor, asintió con la cabeza, le dio una palmada en el hombro a Marlon y volvió a su silla en el centro del escenario.
Por fin, a eso de las 9, se anunció que era hora de comer. Los de la tropa salimos ordenadamente, junto con Ricardo y sus cercanos, quienes tomaron su refrigerio en el camerino. El grupo de sus allegados estaba encabezado por su adorable hijo mayor, Ricardo Arjona Jr., quien se mezcló con todo el mundo sin un ápice de arrogancia. Incluso, el joven --de 22 años y quien tiene un sorprendente parecido con su papá, empezando por la estatura-- se emocionaba con algunas de las interpretaciones y, antes de que sonara una de las últimas, profetizó: “Esta va a ser un hit…”. No se equivocaba. Era El cielo a mi favor.
Tratando de no llamar la atención, me movilicé por todo el circo, casi siempre para observar a Ricardo más de cerca-.
Pasaban las 10 de la noche, ya casi en el epílogo, según habían anunciado, pues estaban grabando el video de la última canción.
Aproveché y me senté sola, camuflada entre unos maniquíes que estaban ubicados en primera fila. Hubo una pausa para resolver algo. Estaba a unos tres metros de él, sin quitarle ojo de encima.
En ese momento, como si hubiera sido atraído por mi larga y sostenida mirada, sin pestañear, volteó a su derecha y me descubrió entre los maniquíes. Ya nosotros dos --y los demás-- estábamos totalmente exhaustos.
Pero no hay corazón traicionero a su dueño y Ricardo no solo me sostuvo la mirada, sino que empezó a sonreír, una sonrisa cómplice. Estoy segura de que me descubrió. De que descubrió que yo no era parte de ningún staff. Me hizo un gesto con la barbilla y podría jurar que entonó la última pieza de aquel día con una motivación adicional.
Porque él canta igual para una fan incondicional, que para 200 mil personas.
Si lo sabré yo.
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De cómo todo comenzó
Lo fui a ver desde su primer concierto en el país, antes de entrar yo a La Nación, con mi adorada hermana Jannia, a quien en ese concierto de 1991 Arjona fue capaz de destaparle el remolino interno que vivía a sus 23 años, después de divorciarse tras casarse a los 20, con su novio de 18.
El matrimonio fue una chiquillada que terminó en buenos términos, pero también fue un gazapo tempranero que dejó su huella.
Jannia murió 10 años después, en un accidente de tránsito horrible. Pero aquel día, Ricardo Arjona logró que en la plenitud de su juventud y afrontando un divorcio en apariencia, inofensivo, se sentara a llorar espontáneamente, cuando escuchó los acordes de “Te conozco”. Solo segundos antes estábamos gritando, eufóricas, hasta que sonó una de sus piezas más emblemáticas. Miré a mi izquierda y no vi a mi hermana. El público estaba de pie, frenético. Un microsegundo después, la vi sentada, con su cara entre sus manos, llorando. La abracé fuerte, la tomé del codo y la levanté.
Terminamos la canción juntas… ese día anunciaron que se abría una nueva fecha para el día siguiente y ahí estuvimos, sin lágrimas, eufóricas, como diría Arjona en su Circo Soledad… “Hasta que la muerte nos separe”.
Desde entonces, ambas lo amamos.
Ella, hasta el día de su muerte. Yo, hasta el día de mi muerte.