Mordió más de lo que pudo masticar; vivió a su manera… como un extraño en la noche de New York, New York. Al compás de su voz de seda, las parejas bailaron, se besaron, se amaron y se multiplicaron como conejos.
Vivió como nació, a trompicones, porque los chapuceros que atendieron el parto lo sacaron del vientre materno como si fuera un clavo viejo, con fórceps; en esa maniobra los matarifes le perforaron el tímpano y el infeliz quedó con una costura de zapatero detrás de la oreja izquierda.
Francis Albert Sinatra sería siempre un gañán, un disoluto, un libertino, un buscapleitos que no terminó frito en la silla eléctrica, solo porque tenía un ángel de la guarda gigantesco y dispuesto a trabajar horas extra.
A este animal ponzoñoso Dios le dio, en lugar de unas alas enormes, una voz aterciopelada, lúbrica, sicalíptica, tan subyugante que Gore Vidal –el insigne literato norteamericano– tras conocer la muerte del artista el 14 de mayo de 1998 apostilló: “Yo diría que la mitad de la población de EUA, que tiene más de 40 años, fue concebida mientras sus padres escuchaban discos de Sinatra”.
Pobres de aquellos óvulos fecundados al son de una fanfarria, de una cimarrona; de un estridente rock y no se diga un rap o un reggae . Desempolve esos añejos “LP” del abuelo; los “compactos” de sus padres o descargue de la Internet piezas como: Strangers in The Night ; My Way ; New York New York ; Always o hasta la misma Yesterday …y evoque esa emoción de amar la vida y sentir que le hierve la sangre.
Si bien Frank Sinatra amasó una endiablada fortuna con su garganta, al punto que le apodaron La Voz, tuvo tiempo para ser un mujeriego impenitente; compadre de presidentes; cómplice de mafiosos y un crápula de tomo y lomo.
Lo tuvo todo, y en exceso: viejas, mansiones, fiestas, dinero, fama, alcohol, trajes elegantes, conciertos multitudinarios y escándalos; hasta que la muerte le apretó el pescuezo y se lo retorció como a una gallina de turno. En sus propias palabras: “Tienes que amar la vida, baby, porque morir es una mierda”.
Sinatra nunca se andaba por las ramas, era un fastidio y desde niño se granjeó fama de puñetero, fanfarrón y revoltoso en las calles de Hoboken, Nueva Jersey, la ciudad donde abrió sus pícaros ojos azules el 12 de diciembre de 1915.
Para variar fue hijo de unos inmigrantes italianos: Natallie Della Garaventa y Anthony Martin Sinatra. Ella era natural de Génova y él de Sicilia. Dolly –como la apodaban en el barrio– fue una “bochinchera” política al servicio del Partido Demócrata. Ejerció de partera y dio con sus huesos en la cárcel por uno que otro aborto ilegal, según escribió Will Friedwald, en Sinatra: The song is you .
El marido, Anthony, no se daba por menos. En el día era bombero y en la noche cantinero; de cuando en vez daba algunos sopapos a los parroquianos ebrios, recordando sus tiempos como boxeador.
A los nueve años, con esa familia y en ese ambiente, Frank era un patán que en las noches cantaba junto a una pianola imitando los aires y la vestimenta de sus dos ídolos: Bing Crosby y Al Jolson.
Es ocioso recordar que Frankie era un burro para el estudio, porque pasaba más tiempo en el gimnasio, en la piscina o con la pandilla de la esquina.
Probó todos los oficios: camionero, recadero, ladronzuelo, pregonero y finalmente calzó a la perfección como periodista en el Jersey Observer , donde ganó dinero suficiente para comprarse ropa, un carro y pagarse la única pasión a la que fue fiel toda su vida: la botella.
A mi manera
Para los gringos la cultura y el entretenimiento son el mismo negocio; Sinatra fue –durante medio siglo– el paradigma de ese concubinato. Protagonizó 50 películas, grabó dos mil canciones, ganó cinco Grammy y un Óscar, como actor secundario en De aquí a la eternidad .
Su presencia llegó a ser tan natural como los restaurantes de comidas rápidas, las malteadas, el queque de manzana, la gente corriendo sin razón alguna, el partido de béisbol y los desfiles de pueblo con las rubias tontas.
Cuando Anthony supo que Frankie quería ser cantante lo sacudió y le dijo que eso era de “afeminados”; demasiado tarde porque el rapaz ya había probado suerte en las emisoras radiofónicas y en los clubes nocturnos.
Su voz era un cóctel extraño: cálida y fría; varonil pero tierna. Más que una voz, era un afrodisíaco; las jovencitas pataleaban sacudidas por las hormonas, y se cuenta que le lanzaban sostenes y calzones a la tarima.
La reacción en cadena que lo llevó al culmen del estrellato comenzó el 13 de julio de 1939 con el disco Desde lo más profundo de mi corazón ( From the bottom of my heart ). Tommy Dorsey, el capo de una de las bandas más sonadas de esos años, fichó al fulgurante talento y con él grabó una baladas que hoy son patrimonio universal de la música popular del siglo XX.
Tony Bennett, coetáneo y rival de Frank, confesó: “Fue un tiempo en el que uno llevaba una flor a su novia, se sentaba a su lado y juntos escuchaban una canción de Sinatra”.
Con los años llegó a ser el “crooner” supremo; una especie de trovador a quien todo se le perdonaba; en especial andar rodeado de jovencitas y usarlas como si fueran paquetes de “kleenex”.
Antes de los 25 años enfrentó dos juicios por dejar embarazadas a sendas admiradoras: Toni Della Penta, que abortó con funestas consecuencias, y Nancy Barbato, con quien se casó porque su madre lo obligó para guardar las apariencias; explicó Rafael Dalmau en Los pecados del cine .
Los boquiflojos aseguraban que Nancy era prima de unos de los “soldados” del mafioso Guarino “Willie” Moretti; razón por la cual Sinatra cantó en la boda de su hija. La escena inspiró el personaje de Johnny Fontana en la novela de Mario Puzo, El Padrino , una apología sobre la Cosa Nostra americana.
Aunque Sinatra se quitaba las mujeres de encima, profesó un gran amor a Nancy, con quien tuvo tres hijos: Nancy, Frank y Tina. La llamaba “mi vida”, confiaba absolutamente en ella y elogiaba su comprensión.
Capo de la canción
De todas las cuatro esposas de Sinatra: Nancy, Mia Farrow, Barbara Marx y Ava Gardner, esta última fue la horma de su zapato y la única que lo tuvo comiendo alpiste y le dio vuelta hasta con el plumero. Incapaz de dormir sola, insegura sin la compañía de un hombre, vivió casada con Frank entre 1951 y 1956.
En esos cinco años protagonizaron una batalla campal continua de insultos, broncas, reconciliaciones, celos enfermizos, suicidios simulados y hasta una aporreada pública. Resulta que Ava escapó de Hollywood y se refugió en el capote del torero Mario Cabré. Sinatra se enteró, la encontró en un bar de Madrid y ahí mismo le plantó un tortazo.
El mal carácter de Frank era proverbial. La Farrow se había separado de él y estaba casada con Woody Allen; este sedujo a la hija adoptiva de ambos, Soon-Yi Previn, y Sinatra le pidió permiso a Mia para partirle las rodillas al pusilánime de Allen.
Esa manía de resolver los problemas a manazos y amenazas le venía de sus viejos días de perdonavidas, cuando advirtió a Erskine Johnson –un periodista novato–: “Sigue escribiendo mentiras sobre mí, mi mala leche y mi temperamento y ya veré cómo te pongo un cinturón para tapar tu estúpida y viciosa boca”.
A Lee Mortimer, otro redactor, lo molió a patadas por denunciar sus estrechas relaciones con Lucky Luciano, Albert Anastasia, Carlo Gambino, Vito Genovese y Meyer Lansky, la aristocracia del crimen organizado. En esta ocasión pateó al perro equivocado, porque el chupatintas era empleado de William Randolph Hearst –el primer magnate de la prensa norteamericana– que lo obligó a indemnizar a su peón y retractarse. En venganza Sinatra enamoró a la querida de Hearst, la actriz Marion Davies.
Frank era el proveedor de mujeres para el Presidente John F. Kennedy y su agazapado hermanito, Robert. En Las Vegas montó su propio clan de endemoniados, el Rat Pack, con Sammy Davis Jr, Dean Martin, Joey Bishop, Shirley McClaine y Peter Lawford. Gracias a sus conexiones –según Dalmau– logró que Giancana financiara la campaña electoral de Kennedy.
La carrera artística de Sinatra tuvo sus bajonazos; los años 40 fueron sus tiempos dorados y después combinó la actuación con los conciertos, con los labró una fortuna de $200 millones.
El alzhéimer le robó todos los recuerdos de sus tropelías, se convirtió en un anciano vacilante y lejos del tipo elegante que paseaba su vanidad por los casinos de Las Vegas.
Pasó sus últimos años rumiando glorias pasadas, alcoholizado y aferrado a lo único que nunca lo abandonó: su voz.
Sinatra partió de aquí a la eternidad convencido de haber sido capaz de hacer que los hombres viejos, se sintieran como jóvenes.