En el corazón de Heredia, justo frente al Palacio de los Deportes, se destaca una ventana con un rótulo amarillo que reza “Mr. Dalhouse”. En ese rincón se ofrecen pattys, plantintart, rice and beans y otros platillos emblemáticos de la cultura caribeña, con precios que oscilan entre los ¢700 y los ¢4.500.
Su propietario, Errol Dalhouse Scott, lo describe como una oportunidad para que Limón viva en Heredia. La calidad y sabor de su comida, que hace cuatro años se estableció como el pilar de su negocio, le permitió superar una pandemia y consolidarse como uno de los puestos favoritos entre los heredianos.
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Mucho antes de abrir la ventana caribeña, Dalhouse ya soñaba con lanzar su propio proyecto gastronómico. Por eso, aprovechaba cada ocasión que podía para vender platillos a compañeros de trabajo, familiares y amigos.
La pasión por la cocina le surgió al observar a su madre, quien preparaba una variedad de platos caribeños desde que él era pequeño y le enseñó a elaborar recetas que hoy utiliza en el negocio. Sin embargo, la oportunidad de abrir su propia ventana se le presentó hasta que su hijo menor se graduó del colegio, en 2016.
En ese momento decidió dejar su trabajo en una empresa de tecnología para dedicarse a la cocina. Empezó a buscar locales en Heredia, provincia donde reside, y encontró la opción perfecta. El único problema es que, en ese entonces, estaba ocupada.
Para enero de 2020, Dalhouse seguía en la búsqueda de algún lugar que le permitiera compartir sus recetas con el mundo. Regresó a la calle donde se encontraba su primera opción y, para su fortuna, descubrió que el local ya estaba disponible para alquiler.
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Una vez que consiguió todos los permisos necesarios, escoger el nombre para la ventana fue sencillo. Según relató, su hijo menor también se llama Errol Dalhouse, por lo que su esposa los diferencia usando el nombre y apellido. A su hijo lo llama Errol, mientras que a él le dice Mr. Dalhouse.
A los dos meses de su apertura, la pandemia de la covid-19 golpeó el negocio familiar. Debido a las restricciones no podían abrir el local ni salir frecuentemente de la casa. Por eso, para cubrir los gastos y pagar la renta, comenzó a trabajar desde temprano y a realizar entregas a domicilio.
Así sobrevivió durante un par de meses, hasta que se levantaron algunas restricciones para los centros de comida y retomó las ventas en la ventana. Con el paso tiempo, cuando la situación volvió a la “normalidad”, recuperó la oportunidad de conectar con los clientes.
La calidad de su comida se hizo famosa de boca en boca en el pueblo herediano. Algunas personas llegaban por el aprecio que le tienen a Errol, mientras que otros se volvieron clientes frecuentes gracias a las recomendaciones. Lo que lo hace destacar, sin duda, es la oferta de productos únicos que no se encuentran fácilmente; al menos no en el centro de Heredia, donde el restaurante de comida caribeña más cercano se encuentra a kilómetros de distancia.
“Es un negocio familiar, totalmente. Mi hermana está en Heredia y en el local de Zapote mi hermano mayor. De la parte de la producción y de conseguir clientes me encargo yo, pero ellos me ayudan con los puntos de venta”, agregó Dalhouse.
Según recordó el cocinero, su ventana le ha permitido reconectar con personas que no suele ver con frecuencia, como cuando llegó su profesora del kínder, a quien no había visto en años. Además, ha recibido elogios de personas que, aunque no lo conocen, le han asegurado que su patty es el mejor que han probado en la vida.
La popularidad de sus platillos trascendió de la “Ciudad de las flores”, ya que recientemente se expandió con un nuevo local en Zapote, San José. Impulsado por el deseo de promover su cultura, el cocinero se siente orgulloso del negocio que ha formado y anhela seguir creciendo de la mano de su familia.
En Mr. Dalhouse, los productos caribeños incluyen pan bon (¢4.500 grande o ¢1.500 pequeño), agua de sapo (¢700) y rice and beans (¢3.700). Los patties, disponibles en versiones de carne o vegetariana, cuestan ¢1.300 por dos unidades. Además, ofrecen plantain tart y pine tart, ambos a ¢1.300, y galletas de jengibre o cocadas por ¢700 cada una.
“Mucha gente ha llegado por recomendación de boca en boca y otros han venido porque ya me conocían de la empresa donde trabajaba. El producto es diferente porque no lo hacen en todo lado y eso ha tenido mucha aceptación”, finalizó el cocinero.
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