El primero de enero de 1846, en la ciudad de Leipzig, el compositor alemán Robert Shumann estrenó una de sus mayores obras: el Concierto para piano en la menor .
126 años más tarde, a un océano y medio continente de distancia, el concierto sonaba en el Teatro Nacional de Costa Rica.
Era el matiné del domingo 23 de julio de 1972 cuando sonó la pieza y, sentado en medio del público, un chiquillo de 9 años, de pocos amigos, de una memoria prodigiosa para lo que le interesaba –y pésima para lo que no–, el de constantes viajes al hospital, el que leía muchísimo pero conversaba poco, ese chiquillo escuchó la composición que Shumann había construido para el piano.
“Caramba, esta música fue compuesta para mí”, pensó.
Aquel fue el momento decisivo, el que lo cambió todo. Era como escuchar la música que él, de saber componer, haría. Fue, más que conocer, reconocer : como escuchar la voz de un viejo amigo. Desde ese momento y para el resto de su vida, el chiquillo no conocería la duda vocacional, porque en su fuero interno la suerte estaba echada: dedicaría su vida a escribir y a tocar música como esa que sonaba aquella mañana en el auditorio más importante de Costa Rica.
Poco importó que fueran de mundos tan distintos, él y Shumann. No significó diferencia alguna que Shumann no conociera las computadoras, los televisores, los celulares o la coca cola que Jacques Sagot bebe mientras recuerda aquel domingo, aquel concierto, aquel instante.
“Salí de ahí decidido a ser pianista”, dice. “Lo curioso es que nunca en mi vida he tocado el concierto de Shumann. Siempre pasa algo. A veces me pregunto si será que no debo tocarlo”.
Egomaníaco
A Jacques Sagot se le pudo haber tomado por el niño más patriótico de Costa Rica. Cada 15 de setiembre, asistía a presenciar los desfiles por el aniversario de la independencia de la patria acompañado por Ida, su madre, y deleitaba viendo las celebraciones, las bandas, escuchando la música de las bandas, contemplando a niños de su mismo grupo etáreo en procesión celebratoria.
La conjetura hubiera sido errónea.
No es que el niño Sagot sintiera un fervor particular –y raro en los más chicos, sobre todo–, sino que el tiempo había compaginado el día de la independencia con el cumpleaños del pequeño.
Ida, una de esas madres que optan por caramelizar la realidad con cariño y mentiras blancas, dio forma a la mitología que el niño Sagot dio por cierta durante buena parte de sus años iniciáticos: ‘Mire, papito, todo esto es por usted. Todos estos desfiles, todas estas bandas, todas esta festividad es por usted. Todo esto es para celebrar el cumpleaños de mi chiquito’.
“En retrospectiva, creo que eso generó una personalidad bastante egomaníaca”, ríe.
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Esa es, en muchos casos, la reacción inmediata ante la sola mención de Jacques Sagot: ¡qué ego! , el mismo comentario que se repite –en distintas variaciones– en la sección de comentarios del sitio web de La Nación cuando se publican sus artículos de opinión. Yo mismo, hace años,
Sagot, que ya no es un niño, nació el 15 de setiembre de 1962. A sus 54 años, ha publicado más de una docena de libros –alternando entre la ficción y el ensayo– y cinco discos compactos en los que interpreta a toda suerte de autores clásicos –de Mozart a Ginastera–.
Su obra le mereció el Premio Nacional de Música en dos ocasiones, y el de Literatura una vez. Además, por su trabajo de divulgación cultural, ganó en el 2009 el Premio García Monge.
También fue nombrado, por el gobierno de Francia, Caballero del Orden de las Artes y las Letras.
“Yo creo que, a estas alturas, cuando la gente habla de currículum vitae habla de ficción; en algunos casos, hasta de ciencia ficción”, dice.
El cliché –el que se desprende de las múltiples cartas abiertas y comentarios dirigidos a Sagot que abundan en la red– obliga a asumir que todas esas condecoraciones forman parte del repertorio de Sagot durante sus conversaciones diarias.
Como el niño que cree que Costa Rica entera celebra su cumpleaños con bandas y desfiles, la suposición no carece de algo de respaldo: a punta de artículos de opinión –cuyo número total ronda los 2.000– publicados en La Nación, Jacques Sagot se ha convertido en una especie de pluma non grata , uno de los autores que más roncha genera en el país.
Uno entre 10.000
Puede que diga algo que Jacques Sagot considere a sus padres –Ida y Minor, ambos vivos todavía– como “los mejores padres del mundo” porque, siendo un niño con problemas graves de salud, construyeron a su alrededor un universo que hoy todavía moldea su carácter y su personalidad.
“Todo lo bueno que yo he tenido en mi vida es obra de mis padres”, recuerda. “Cualquier cosa que yo diga sobre mi infancia o sobre el desarrollo de mis talentos, todo es producto de unos padres que fueron los mejores, y me llena de alegría poder decirlo”.
Sagot nació en Hatillo, al sur de San José, y pasó sus primeros tres años y medio de vida ahí, una etapa de la que, cuenta, tiene “recuerdos muy nítidos”. Fue en Hatillo, también, donde la muerte estuvo a punto de cegar su vida cuando esta apenas comenzaba.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, la hemofilia es un trastorno hemorrágico: la sangre de los afectados no contiene una cantidad suficiente de factor de coagulación, una proteína que controla el sangrado. La enfermedad es bastante infrecuente, según la OMS: solo una persona entre 10.000 nace con ella.
Lo quiera o no –lo quieran o no–, Jacques Sagot es uno entre 10.000.
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Quienes padecen hemofilia pueden sangrar por períodos prolongados, por lo que cualquier pequeña herida puede convertirse en una situación de emergencia. ¿Y qué es la vida de un niño si no una seguidilla de raspones, caídas, tropezones y constantes sangrados mínimos, consecuencia de jugar bola y tirarse del tobogán?
“El tratamiento de la hemofilia era muy anticuado. Las transfusiones significaban horas postrado en una cama, contando que las gotas pasaran a razón de no más de 15 por segundo, porque si no se me hacían alergias. No te quiero decir lo que era una picazón cuando no te podés rascar”.
Los padres de Sagot canalizaron la energía típica de un niño –los deseos de tirarse al piso, jugar, correr, saltar– hacia otras actividades, que desembocaron en otras pasiones. En un intento de aliviar su salud –asegura que pasó una de cada cuatro semanas de su infancia en el hospital–, Minor e Ida le inculcaron un fervoroso amor por la lectura.
“Aprendí a leer a una edad muy temprana”, recuerda. Dice que sus padres le estimulaban el gusto por los libros no imponiendo la lectura como una tarea sino acompañándolo en ella, convirtiéndola en una aventura. Antoine de Saint-Exupéry. Alexandre Dumas. Julio Verne. Carlos Salazar Herrera. Su padre engrosó su lista de lecturas y, pronto, también le inculcó el gusto por la música clásica.
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“Yo diría que he tenido una relación más entrañable, íntima y personal con un montón de figuras de la historia de la cultura, que con gente que me topo en la calle. Soy más amigo de Shumann o de Verne o de Fiódor Dostoyevski, los conozco mejor”.
Sagot admite que, con el tiempo, entendió que debió haber socializado más, que pudo haber compartido más con sus compañeros. Pero no había caso: “era un nerdo de los peores; el favorito de los profesores y el odiado por los muchachos”.
Fue recién a sus 50 años que se le diagnosticó el asperger que padece, que condicionó muchos aspectos de su vida, sobre todo cuando no sabía de él. Refugiado del mundo por razón de su hemofilia, Sagot contestó a todas sus deficiencias.
No podía jugar al fútbol, así que se convirtió en un teórico del deporte –su gol favorito es el de Carlos Alberto durante la final de México 70–. No podía ligar con muchachas, así que entregó su amor a la literatura y a la música. En el mundo exterior era vulnerable y débil, así que se refugió en su habitación, donde era todopoderoso.
Lo que sembró de niño, Sagot cosechó en su edad adulta. Entregó su vida por completo a sus dos musas –”más que mis amantes, son mis enfermeras”–, música y literatura. En la Universidad Rice, en Houston, obtuvo un doctorado en artes musicales y en literatura francesa; a cada uno dedicó una década entera.
“Escogí ser un alumno eterno, que es el camino de la estrechez económica”, cuenta y agrega que ello le generó complicaciones en su vida personal de las cuales prefiere no conversar con la grabadora encendida. Así de exigentes son sus enfermeras, música y literatura: por ellas, sacrificó cuanto fuera necesario.
Producir o morir
De sus 54 años vivo, Jacques Sagot ha pasado 24 fuera del país. Cuando llegó a París, en el 2008, donde fue embajador ante la Unesco, lo primero que hizo fue visitar la tumba del compositor Hector Berlioz quien, cuenta, le salvó la vida.
“Empecé a amarlo en el 77, durante una grave crisis médica en la que casi me muero. Fue entre enero y febrero de ese año, mientras estaba internado en el hospital San Juan de Dios. Yo lo escuchaba con radiecito de transistores. Puedo afirmar sin un ápice de exageración que Berlioz me salvó la vida”.
Lo mismo dice de Shumann, de Bethoven y de tantos otros: lo han mantenido a flote. El poder de la música, cuenta, le han devuelto el gozo de vivir, la salud, “me ha sanado en el sentido más literal y físico. Yo no toco y escribo por hobby. Lo hago porque, si no, me muero”.
Sagot, que tantas veces ha visto la muerte a la cara, no siente tranquilo ni mucho menos resignado ante su propia finitud. De hecho, le tiene pánico. “Le tengo tanto miedo a la muerte que he considerado morirme para no pensar más en ella”. Su angustia se debe, cuenta, a que en su interior siente que todavía tiene mucho que producir, mucho por hacer.
“Nadie termina su propia obra. No ponés el último acorde, no das el último beso, no pedís perdón, no ponés el punto al último capítulo. Un buen día te destituyen de la vida. Eso me genera angustia porque sé que hay perdones que no he dado y que no he pedido, hay besos que no he dado, hay palabras clave que no he pronunciado”.
La literatura y la música, sus enfermeras, han sido sus barricadas contra la muerte. Sus hermanas, sus compañeras.Dice que cuando va al Hospital México, a uno de sus constantes exámenes médicos, los doctores se alegran de que las pastillas funcionen. “Yo los dejo que crean que son las pastillas. Pero no lo son. Tanto así que dejado de tomarlas durante tramos largos y salgo mejor. Son la música y la literatura que me mantienen vivo”.
Por eso, dice, poco le importa cuando la gente se queja de lo que escribe, cuando los lectores comentan con ira o con burla sus artículos, cuando le dicen que es un pedante, que es un arrogante.
“Déjenme en paz, hijueputas”, dice, “yo no escribo para gustar, escribo para no morirme”.