Albert Robinson Roberts, un hombre descrito como culto y bueno; un calypsonian que alegró las noches en los bares de San José, murió el martes en esa ciudad. Su deceso culminó una vida decididamente errante cuyo deterioro perfeccionaron las drogas y la calle.
Tenía 72 años.
Cualquier peatón que haya cruzado el centro capitalino habrá visto alguna vez la figura inconfundible de aquel negrote envuelto en trapos y calzones de mujer sobre la cabeza; vagando como el profeta urbano en el cual se convirtió mientras gobernaba a sus personajes y sucumbía a sus demonios.
Decía que había reencarnado decenas de veces, decía que era Tarás Bulba, Gengis Khan, Jehová, el abuelo de Jesucristo, Nat King Cole, el doble de Elvis Presley y el primo de Abraham. Decía que era un príncipe.
Antes de la mendicidad y la consumación corporal, Albert sí llegó a ser músico, esposo, padre y un voraz lector de pensamiento infatigable.
“Era sumamente culto y cuesta creerlo porque no pensamos así de quienes viven en la calle. A Albert le encantaba la filosofía, era muy espiritual, inquieto y de pensamientos elevados. Sí, vivió en la indigencia y sin hogar muchos años, pero rompía ese estereotipo cuando se hablaba con él”, afirma Flora Fernández Amón; dueña de la relojería Julio Fernández.
Fernández lo conocía hace 25 años porque dormía frente a su negocio. Ella y su familia terminaron cuidándolo porque tomó la costumbre de dormir frente al local en avenida primera.
Empezó a pernoctar allí cuando la relojería se hallaba junto al Hotel Balmoral y luego cuando la pasaron cerca de la Librería Universal. Ella lo consideraba un gato: imperdible.
“Él me defendía a muerte, me decía tía. A veces la gente me reclamaba verlo ahí frente al local pero yo les decía que era una persona y cuando me veían hablando con él, cambiaban de opinión”, contó quien lo alimentó en sus últimos días y lo vio partir.
Este martes, recuerda que se formó una rueda de gente cuando advirtieron que estaba tendido en la acera frente a la relojería. Fernández llamó a la ambulancia poco después de llegar a él y hallarlo con los ojos en blanco y muy frío. Incluso advirtió un poco de sangre y vómito en los bordes de la boca.
“La gente creyó que estaba muerto. Cuando lo llamé, reaccionó y me pidió agua. Al llegar los paramédicos se los encomendé como mi amigo y una buena persona. Él me dijo ‘tía, ya me voy’ y le dije: ‘sí, directo al hospital’...”, recordó su pariente adoptiva.
Fernández afirmó este domingo que, aún no sabe cómo, pero Albert sacó fuerzas y él mismo se subió sin ayuda a la ambulancia. “Con el corazón apretado sentí que no lo volvería a ver y así fue”, narró la mujer, quien rutinariamente le daba comida y café.
Dice que su deterioro se aceleró luego de una caída en diciembre donde se fracturó la cadera o la pierna (no lo recuerda) y empezó a adelgazar.
Desde entonces, comía ya poco y hablaba todavía menos; todo una señal de mal presagio en alguien apreciado por ser un ameno conversador.
“Hacia el 2001 se metió en una cuestión de la religión y agarró la Biblia en serio. Pero ya no insultaba a Dios, sino que fue una época de reconciliación espiritual. Andaba muy bien entonces y vendiendo obras de arte de galerías. Vendía también libros filosóficos y conversaba mucho del tema. Fue una época muy hermosa porque mi esposo y yo conocimos al Robinson de verdad”, explicó.
El músico Manuel Monestel confirmó esta versión en su página de Facebook, donde este domingo recordó que una vez lo halló atendiendo una venta de libros por el edificio del Instituto Nacional de Seguros en San José donde, afirma, leía mientras esperaba clientes con quienes hablaba con “inteligencia y calidez”.
“Mucha gente hablaba de él con cariño y admiración, pero sin ir más allá. Recuerdo una amiga que lo llevaba a su casa, lo aseaba y lo alimentaba por un día. La piedra y la calle lo atraparon y lo hicieron su prisionero. Él, en medio de su condición precaria, nunca dejó de ser un pensador, un ser humano digno”, escribió Monestel quien, de paso, admitió que muchos quienes lo conocieron y apreciaron hicieron nada por realmente sacarlo de su condición.
Matilda, Matilda...
Otra época buena fue en los años 90, cuando era cantante.
Lisbeth Solano Alpízar era entonces estudiante en la Universidad de Costa Rica. Conoció a Al Robinson en los bares de San Pedro de Montes de Oca. Llegaba todo vestido de blanco y con una guitarra también blanca.
Era los tiempos cuando cantaba sus propias canciones con el grupo Fontana y se presentaba en bares y hoteles donde se ganaba la vida como músico profesional.
“Él en la indigencia nunca perdió su dignidad, siempre fue un caballero y recuerdo en esa época que era muy respetuoso y muy espiritual. Sumamente cortés, agradable y simpático. Luego en la calle, usted nunca lo veía pidiendo. Teníamos él y yo una broma personal. Cuando nos topábamos en la calle, yo le daba un doblón de oro que en realidad era una moneda de ¢500. Nos reímos montones con esa broma”, revivió la hoy psicóloga.
Para entonces la recaída era completa y por ello nunca dejó el escenario de calles donde sus adicciones lo fueron matando en variaciones de un mismo acto.
En el 2005, la periodista Yuri Lorena Jiménez había entrevistado a su hija Luz. Robinson se casó en 1971 y procreó seis hijos, quienes estudiaron y hoy son profesionales.
En aquella conversación, la hija obvió el infierno de perder al padre en las calles y optó por admirar a la persona que fue antes de su caída al abismo.
“Es muy inteligente, habla como tres idiomas, sabe mucho de filosofía y psicología. En realidad sabe de todo, siempre encuentra la forma de dejarnos callados porque tiene una manera única de buscarle la lógica a las cosas. Aunque la lógica no siempre es real”, contó aquella vez.
Para entonces, todo intento familiar por recuperarlo había fallado y cada quien se obligó a seguir con sus vidas lo mejor posible ante la persistente negativa de Robinson de conducir la suya de forma más convencional; algo que Albert “Al” Robinson eludió a la perfección.
“Al representa todo lo bueno que perdemos, todo lo puro que desperdiciamos, todo lo bello que ensuciamos viviendo en este sistema cruel y deshumano que consume a las almas puras y de buena voluntad”, escribió Monestel en su tributo al pensador nómada quien habitó San José.