Son las 8:07 p. m. y el cielo en La Sabana está despejado. Hay miles de personas dentro del Estadio Nacional de Costa Rica, y el resto del mundo está a minutos de pasar a un segundo plano. La ceremonia que dará inicio pronto será la comunión del pasado con el presente; la confirmación de que, en efecto, las cosas buenas nunca envejecen.
Cinco minutos después, Black Sabbath está interpretando el segundo coro de War Pigs, y el mundo está dando vueltas; ya sea por la circunferencia que forman los movimientos craneales de algunos espectadores, como por aquellos que sienten la urgencia de saltar en círculos con sus pares, cantando con todas sus tripas frases que –como la música que las catapulta– no han perdido un gramo de vigencia.
"Los políticos se ocultan lejos. Ellos solo empezaron la guerra, ¿por qué deberían salir a luchar? Ese papel lo dejan para los pobres. El tiempo dirá sobre sus deseos de poder. Hacen la guerra solo por diversión. Tratan a la gente como peones de ajedrez. Esperan a que llegue su día del juicio final. ¡Oh, sí!", cantan la banda y el público.
No han terminado ni una canción y ya muchos tienen asegurado uno de los mejores recuerdos de sus vidas. ¿Podrá el grupo mantener este éxtasis durante dos horas más? Pocos músicos a la mitad de sus sesentas tienen esa virtud, mucho menos cuando tienen hojas de vida tan atropelladas como las de los tres (de cuatro) miembros originales de Black Sabbath que están sobre la tarima.
La fogosidad se hace presente tanto fuera como dentro del escenario: la actitud de los riffs de guitarra del maestro Tony Iommi tiene la misma esencia y efecto que siempre; Geezer Butler tiene las cuerdas del bajo encarnadas a sus dedos, propiciando un sonido omnipresente; y el cantante Ozzy Osbourne es el maniático campante favorito de todos, entregándose por completo al sonido y demostrando su irrepetible tono, amplificado por múltiples voces elevadas en la congregación.
Sobre las tablas también está Tommy Clufetos, quien antes había tocado con Ozzy Osbourne y quien ahora es el reemplazo de Bill Ward, baterista original de Sabbath, quien tuvo un malentendido contractual con la banda, por lo que fue expulsado en el 2012, antes de que grabaran 13, el disco con la alineación original que planearon durante más de una década.
Entre todos, conducen una música que está en completa sintonía con el universo, suspendiendo y estirando los sentidos de la audiencia hacia una introspección externada y compartida, comúnmente suministrando vibraciones en el sistema óseo comparables a una elevación.
El público está satisfecho por las presentaciones de Sight of Emptiness y de Megadeth, y porque la lluvia cesó varios minutos antes. Las cosas marchan bien y todavía quedan más de dos horas de concierto, tiempo en el que se verá a varios miles de personas (20.000, según los datos ofrecidos por la productora RPMTV) aprovechando, a como puedan, la oportunidad única en sus vidas que representa el show.
"Get fu***'loco", se le escucha decir a Osbourne tras el final War Pigs y antes de Into the Void, otra que hizo eco en la fanaticada, reflejada a lo largo del estadio en distintas secciones no abarrotadas, pero sí ocupadas a un buen porcentaje.
Es casi imposible ver al Estadio Nacional lleno, pero las voces de personas de todo Centroamérica ayudaron a la banda a superar ese obstáculo visual y concentrarse en los que estaban: una masa que le hacía competencia a la amplificación y que secundaba con coros la mayoría de los riffs más famosos de Iommi.
La fiesta sigue: suenan canciones como Under the Sun/Every Day Comes and Goes, Age of Reason, Black Sabbath y N.I.B., y se demuestra el propósito de la banda para su actual gira mundial: repasar lo mejor de sus primeros discos (lanzados a inicios de los 70) y un poco de 13, un álbum que salió al mercado meses atrás.
Siendo 13 un disco que adrede rememora la obra primeriza de Sabbath, es sano decir que el show que la banda ha llevado alrededor del mundo en los últimos meses es un repaso por esa amalgama que estos ingleses ayudaron a crear décadas atrás: la mezcla de un rock que apenas se venía formando, con bases blues y el terrero desconocido de la música pesada.
Para la marea negra en el Estadio Nacional estar ahí es gratificante, y hasta los policías y guardas de seguridad capturan el momento mediante videos en sus celulares, a pesar de que las letras de Geezer Butler reflejan un desapego casi anarquista por la autoridad.
Musicalmente, la interpretación es impresionante. Sin embargo, Osbourne no es capaz de colocar todas las notas en su lugar, equivocándose incontables veces y siendo perdonado al instante por fans que le aplaudirían aunque estuviera haciendo playback. Es Ozzy, simplemente.
Una de las razones por las que el extravagante vocalista es amado universalmente es por su imperfección. Verlo cantar en vivo a sus 64 años demuestra que el tipo no es un virtuoso, sino un humano impetuoso; siempre tratando de dar lo mejor de sí y corrigiendo sus errores en el acto, generando empatía cada segundo de la noche, con sus saltos cortos, sus aplausos y sus gritos de emoción.
End of the Beggining, otro de los temas de 13, es uno de los puntos altos de su voz, justamente porque ese disco lo grabó reconociendo sus limitaciones vocales en directo, con el ánimo de poder cantar cada una de esas canciones en vivo tal como suenan en el disco.
Fairies Wear Boots y Rat Salad devuelven al público a 1970, e incluso dan chance para que Clufetos ofrezca uno de esos solos de batería que se asemejan al sonido de una ametralladora y su efecto intracraneal, el cual da paso al primer tema de la noche que absolutamente todo el estadio reconoce: Iron Man.
El rasguño a la guitarra de Iommi es suficiente para desatar el frenesí: la gramilla tiembla, las graderías brillan y en todo el lugar resuena el coro que el público hace para remedar el riff principal de Iron Man.
God is Dead?, Dirty Women y Children of the Grave van en escalada hacia el epílogo perfecto, que será Paranoid, la canción que Black Sabbath toca justo cuando el público ya se está cansando de pedirle otra, puesto que el concierto acaba –oficialmente– con Children of the Grave y un Ozzy dirigiendo al gentío por un cántico que simplemente dice "ooooh, ooooh, ooooh".
Al final de la jornada, queda algo claro: en efecto, Black Sabbath es capaz de mantener el éxtasis durante más de dos horas. A las 10:00 p. m., hay todavía miles de personas incrédulas por escuchar Paranoid en vivo, por primera y –quizá– última vez en sus vidas. Ya se sabe que lo verdaderamente esencial nunca jamás envejecerá, y Sabbath vivirá por siempre.