Carlos Rafael Rivera ni cuenta se da que, mientras formula una oración, utiliza una variedad de dichos de múltiples países. You know, la vaina es, mae… son muchas las frases que este músico sin fronteras usa de manera inevitable.
No es para menos. Rivera nació en Washington, Estados Unidos, y comenzó el hábito de mudarse desde sus 3 años, cuando emigraron a Miami por exigencias del trabajo de su progenitor.
A los 6 años se fue a Guatemala, a los 9 a Costa Rica, a los 11 a Panamá, a los 13 regresó a Costa Rica, a los 14 volvió a Miami, a los 27 se fue a Los Ángeles y a los 40 regresó a Miami. Una vida de migraciones esculpió un oído atento, multicultural y con permanente estado de asombro.
Mientras Rivera vivía una adolescencia movida, su preocupación principal no era convertirse en un músico virtuoso, sino adaptarse a los colegios sin ser víctima del matonismo.
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"Como en Estados Unidos los tiempos de ingreso a clases son diferentes, siempre aparecía en colegios de Centroamérica en setiembre, cuando ya todos eran amigos y finalizaba el año escolar. Tenía amigos que me duraban una semana, pero luego me quedaba la música del momento para recordarlos, para pensar en esos momentos", recuerda Rivera desde su residencia en Miami.
"Toda la música de Latinoamérica comenzó a recorrer en mí. Mi papá es de Cuba, así que comencé a descubrir la música de ahí en adelante y nunca imaginé que me llenaría los días de esto", asegura. Con una carrera edificada en música clásica, Carlos Rafael Rivera tiene un currículum formidable. Su trayectoria incluye canciones en filmes como Crash y Dragonfly, además de su firma en las bandas sonoras de A Walk Among the Tombstones y la nueva serie de Netflix Godless, la cual considera su obra favorita.
Este doctor en Artes Musicales de la Universidad del Sur de California no puede pensar en más que la fortuna de vivir entre escalas y acordes.
El niño inocente
Aunque nunca sintió una conexión infantil con algún instrumento, la música tocaría la línea del destino de Carlos Rafael Rivera.
Su bautizo artístico no pudo ser más inocente: con 9 años, Rivera dejaba que las luces del televisor reflectaran con fuerza sobre su rostro. En la pantalla, el locutor Nelson Hoffman presentaba Hola Juventud, un programa de videos musicales que eclosionó en los 80 y tapizó en el infante una alfombra de asombro: todo lo absorbía.
"Yo me reunía con mis amigos y reactuábamos los videos que veíamos. Pasaba aún más fuerte cuando aparecían piezas de películas", confiesa. Cuando Rivera se dio cuenta, se encontraba frente al piano de su casa intentando "sacar a oído" la música de The Twilight Zone, filme de 1983. Su casa se sentía más grande que nunca mientras él usaba todas sus fuerzas infantiles para dar con la melodía adecuada.
"Yo me emocionaba cuando el piano comenzaba a sonar parecido pero nunca pensé que eso se pudiera hacer para vivir. Yo creía que, en general, todos los músicos nacían en una isla especial, una isla habitada por músicos donde crecían y aprendían entre ellos", rememora.
"Incluso recuerdo un comercial de guitarras Fender. Yo vi el comercial pero nunca pensé que eso se podía comprar y que uno podía tener algo así. Para mí ese mundo pertenecía a una raza completamente distinta. Todavía no puedo creer que uno pueda tener algo así en las manos", agrega.
Rivera tuvo que mudarse a Panamá a los pocos meses y regresó a Costa Rica a los 13 años. Para ese momento, su hermano fundó una banda de rock. A pesar de que su padre le compró una guitarra eléctrica, Rivera no podía ser parte de la agrupación. "Mi hermano y el grupo me llevaban cuatro años. Eran adolescentes que no querían tocar con un muchacho de trece", recuerda.
Pero Rivera no quería desaprovechar el tiempo. Él se colaba al cuarto de su hermano para escuchar discos de Ozzy Osbourne, Iron Maiden, Judas Priest y Black Sabbath para impresionar al grupo. Movía la aguja del tocadiscos hacia atrás para practicar constantemente y se quedaba hasta las madrugadas repitiendo escala tras escala, hasta que tuvo una revelación.
"Había una canción de Ozzy Osbourne que quería aprender", relata el músico. "Yo me decía que, cuando me supiera ese solo, iba a ser tremendo. La aprendí pero… sentí un vacío. Un vacío porque lo que yo estaba tocando no lo había escrito yo, no era mío. En la de menos y yo podía escribir algo. No iba a hacer algo tan bueno como eso, pero podía aprender a hacer lo mío y escribir música".
El comienzo que continúa
El rock no solo sonaba en los oídos de Rivera, sino también en sus dedos. Guitarra eléctrica y púas en sus manos era todo lo que necesitaba para imaginar solos que se transformarían en canciones.
Todo el rock progresivo de los 80 tomaba nuevas formas en la habitación del adolescente quien dejaba de usar rápidas secuencias de notas para optar por géneros más pausados.
"Hubo un momento especial porque murió una persona cercana a la banda que tenía mi hermano. Yo escribí una canción para la ocasión, todos los amigos la escucharon y la grabamos. Pasaron los años y un muchacho de otro colegio, que tenía mala fama de matón, llegó en medio de una fiesta y en vez de burlarse de mí me dijo que la canción lo afectó. Que me agradecía porque lo hizo sentir muy sensible. Me quedé asombrado y me inspiró a seguir tratando de aprender a hacer música", dice el guitarrista.
A pesar de que sus horas se llenaban de música, las aulas por las que Rivera pasó recién salido del colegio no contenían atriles ni metrónomos, sino calculadoras y libros de reportes.
"Yo empecé estudiando contabilidad. Debíamos llevar una clase electiva y tomé apreciación musical. En la clase sonó El rito de la primavera, una pieza muy famosa de (Igor) Stravinsky. Todo iba normal hasta que escuché unos trombones. Me fijé en la partitura y yo me dije: '¿cómo un ser humano puede hacer eso?'", rememora Rivera, "pero lo más extraño es que yo sentí que era posible hacerlo, que si mis composiciones de rock no sonaban mal pues podría probar componer algo así".
La lanza de fuego que le provocó la obra de Stravinsky no se pudo desenterrar de su cuerpo. Rivera llegó a su casa y recordó los tiempos en que escuchaba la música del filme E. T. en su casa en Panamá y no paraba de llorar. Recordó las colecciones de bandas sonoras de Indiana Jones y Star Wars y empezó a ilusionarse. "¿Podría intentar algo así?", era el cuestionamiento que se arremolinaba en su cerebro.
"Yo me sentaba callado frente al tocadiscos y me ponía a imaginarme cosas. Cuando nos íbamos de Panamá, puse la música de E. T. y me imaginaba despidiéndome de mis amigos. ¿Hasta dónde me podía llevar la música? Ya había pasado más años y no paraba de fantasear", asegura.
Decisión sin remordimiento.
A los 21 años, Rivera abandonó contabilidad y cursó una carrera en Música. Terminó el bachillerato universitario en Miami y se mudó a Los Ángeles para formar una banda que le traería un contrato con la disquera Universal.
Tras ser parte de la banda sonora del filme Dragonfly, el grupo de Rivera no carburó y se disolvió en el 2003. Con la desazón entre sus dedos, Rivera regresó a sacar una maestría y, posteriormente, un doctorado en Artes Musicales, hasta que nuevamente la música lo sorprendería.
Cuando Rivera volvió a Miami, se encontró con un programa de mentorías en la Universidad del Sur de California. Entre los mentores se encontraba uno de sus ídolos: Randy Newman, el creador de bandas sonoras de filmes como The Paper, Toy Story, Monsters Inc y Awakenings.
Paralelamente, el músico se desempeñaba como profesor de guitarra de alumnos como Scott Frank quien, para mediados de los 2001, comenzaba su carrera como cineasta y ya había escrito el guión de la película Minority Report.
"Yo terminé el doctorado y en el 2009, Frank me dijo: 'Carlos, he tomado clases contigo por 5 años y nunca me has pedido que te dé una mano. Yo sé que estás con clases con Randy Newman. Nada más dime'", rememora el compositor.
"Yo solo era su profe de guitarra y lo demás era fuera de este mundo. En 2012 veo que Liam Neeson va a hacer una película con Frank. Le mandé un correo y le dije que me encantaría envolverme en eso. Él me mandó el guión y comencé a trabajar en un proceso muy largo pero gratificante", añade Rivera.
El músico no tiene problemas en reconocer "novatadas" que sufrió durante el proceso.
"Me mandaron una escena y parte de la música que había compuesto funcionaba muy bien, pero se adelantaba medio segundo, así que lo corté y se lo pasé a la editora. Luego me dijo que así no funcionaba y yo no podía creerlo", comenta entre risas. Tres años después, Scott Frank no dudó en acompañarse de nuevo de Rivera para Godless, una producción de Netflix. El reto para el músico fue mayor pues ya no debía componer únicamente para un largometraje, sino para una decena de capítulos, personajes y lugares.
"Durante seis meses adopté un patrón de vida que no comprometió al sistema nervioso. Trabajaba cuatro horas y descansaba quince minutos. Repetía los ciclos. Me rindió mucho para componer una banda sonora de cuatro horas. Fue una fantasía", señala con asombro el compositor.
Desde su residencia en Miami, y sin el temor de regresar a un ciclo de migraciones, Rivera se siente pleno. El sueño que se miraba imposible es su día a día, aunque él nunca pierde el asombro. "Todavía no puedo creer que la música sea parte de la vida de uno. El feeling del fanatismo está intacto. A veces me miro como ese niño que se sentaba frente al tocadiscos a soñar".