Con Juan Luis Guerra se rompe una constante en el Estadio Nacional, un recinto que a los artistas internacionales les ha costado llenar en su paso por Costa Rica. Así le sucedió a Black Sabbath, Lady Gaga, Shakira, Aerosmith y súmele nombres a la lista... Sin embargo con el dominicano, quien había venido apenas hace dos años, la historia fue otra.
Su proeza no se quedó solo en la exitosa convocatoria que obtuvo, sino también en poder convertir la gramilla del estadio en el más encendido salón de baile, en un show donde primó el orden y también el buen sonido.
A diferencia de otros músicos de ritmos movidos, en el caso de Guerra la puesta en escena no está pensada para que la atención se centre en él, como si fuera un dandi o un símbolo sexual que se engancha de eso para disimular carencias de talento. En el caso de este artista, su virtud está en su obra, pero, además, resulta imposible tan siquiera intentar enfocarse solo en su papel en tarima cuando lo respaldan 14 músicos de gran talla, divididos en un bloque de metales, cuatro percusionistas inagotables, dos instrumentos de cuerdas, tres coristas con el volumen casi al nivel del cantante principal y una pianista que además funge como la directora del ensamble.
Con mucho orden y destreza, La 440 es la responsable de que las composiciones del prolífico artista se conviertan en realidad, en ritmos como son, bachata y, por supuesto, merengue.
Su sabor en las interpretaciones fue primordial para no tener que preocuparse por ordenar las piezas del setlist según su nivel de popularidad o su grado de intensidad rítmica. Por el contrario, la dinámica del concierto no permitió que la emoción bajara a lo largo de hora y media de música incesante y más bien hubiera espacio para hacer un coro multitudinario ( Burbujas de amor, La bilirrubina ), disfrutar un dúo de Guerra con la corista Adalgisa Pantaleón ( Como abeja al panal ) o deleitarse con el saxofón líder en un merengue veloz.
Guerra tiene presencia sobria en el escenario y no posee una voz particular ni un registro demasiado amplio, pero no por eso su timbre deja de ser característico e icónico cuando se apela a la música bailable. También, queda claro su alto nivel como compositor con las características que tienen sus temas, de coros pegajosos, líricas entretenidas y aleccionadoras, intermedios instrumentales llamativos y arreglos coloridos que no dejan pasaje alguno al desnudo.
El show inserta variables que le aportan al dinamismo, entre ellas las narraciones de Guerra al hablar del trasfondo de algunas piezas suyas, así como pequeñas coreografías a cargo de los músicos y el aporte de inolvidables solos de percusión en manos de prodigiosas interpretaciones del güiro y la tambora.
Los visuales también son un punto alto en la presentación. Cada tema contó con proyecciones a su medida, en Bachata en Fukuoka se remitió a iconografía japonesa, en La guagua se vio una divertida animación con un bus dominicano como protagonista, mientras que en otros temas de vieja data se utilizaron sus videos originales, donde se podía observar a un Juan Luis Guerra que no pierde fuerza con el paso de los años.
El sabor de este artista dominicano y su banda de largo kilometraje tampoco ha mermado con el paso del tiempo, algo que podría hacer suponer que, de regresar al país, otro concierto suyo será tan concurrido y movido como el recién disfrutado.