La oportunidad de escuchar en nuestro país uno de los más destacados violinistas de la actualidad y al mismo tiempo un famoso violín de la época dorada de Antonio Stradivari, el Gibson-Huberman de 1713, es única.
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Mucho más que la aparición de un nuevo descubrimiento, por más espectacular que sea, es asombroso que un invento humano permanezca sin cambios significativos durante 300 años, y que aún ahora continue maravillándonos. Me refiero al violín, invención imperecedera de los liutai que trabajaron durante siglos en el norte de Italia y cuya plenitud acústica y magnífica versatilidad fuera alcanzada en la ciudad de Cremona entre 1650 y 1750.
Un papel semejante en la conjunción de tradiciones y talentos tiene en la actualidad la pequeña ciudad universitaria de Bloomington, Indiana; no ya en la fabricación de instrumentos de cuerda sino en la formación de brillantes intérpretes musicales. Allí coincidieron en los años ochenta del siglo pasado un niño especialmente dotado llamado Joshua Bell y Josef Gingold, el gran maestro, discípulo a su vez del legendario violinista belga Eugène Ysaÿe, llamado el rey del violín.
Programa. El hecho de que no se conozca con certeza el nombre del autor de la famosa Ciacona –atribuida a Tomaso Antonio Vitali– o que su partitura haya sufrido importantes manoseos románticos en el siglo XIX, no es óbice para poder apreciar en ella el formidable virtuosismo e imaginación creativa que el arte del violín alcanzó, y que explica el desarrollo del instrumento, en la época de Stradivari.
La versión de Joshua Bell de la obra, brillante sin duda, respondió básicamente a su adaptación romántica en la que la parte del piano y por ende toda la estructura armónica del acompañamiento tienen poco o nada que ver con el manuscrito original.
El resto del programa incluyó, sin concesión alguna al falso lucimiento, dos sonatas señeras de Beethoven y Ravel cuyas interpretaciónes se caracterizaron por una extraordinaria nitidez y musicalidad apasionada. Me llamó muy especialmente la atención la enorme gama de matices y colores que el violinista logra en la obra de Ravel, a partir de un control estupendo en la conducción del arco y sutilezas del vibrato en la mano izquierda.
Entre lo más interesante del concierto estuvo sin duda la participación del pianista Alessio Bax, quien con una fina sonoridad y perfecta digitación logró colocarse siempre en el volumen ideal y encontrar el color apropiado para conformar con Bell un magnífico ensamble de cámara, al que sin embargo, tal vez hiciera falta algo más de presencia beethoveniana del piano en el primer movimiento de la Sonata Kreutzer .
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Es de agardecer que en su primera presentación en Costa Rica este afamado intérprete eligiera un programa de gran peso artístico, que va mucho más allá de la simple demostración virtuosa y que ciertamente contribuyó a la educación de un público bastante heterogéneo, al que logró cautivar durante la mayor parte del concierto; salvo, claro está, en aquellos momentos en los que algunas personas no pudieron resistir la tentación de compartir con el resto del público sus habilidades para destripar el papel celofán de un caramelo.
Fuera del programa y a modo de encore; tres transcripciones y otra obra original para violín, las Danzas Gitanas de Pablo de Sarasate, completaron una velada de excepcional calidad musical.
Nuevamente aquí, tengo la obligación de señalar que la acústica actual del Teatro Nacional no permite apreciar a plenitud interpretaciones tan sutiles en colores y sonoridades, como las del lunes pasado. Vergüenza debería darnos pensar que nuestros antepasados pudieron construir un magnífico teatro para hacer posible que artistas de alto nivel vinieran al país y que ahora, más de cien años después, no seamos capaces ni siquiera de dotarlo de una concha acústica apropiada.