Cincuenta años atrás, la televisión era nueva y sus posibilidades apenas empezaban a ser descubiertas y entendidas. Brian Esptein , sagaz, apostó por ese medio de comunicación como la “punta de lanza” que necesitaba para su ambición: la conquista de Estados Unidos por parte de los Beatles.
El problema era que los estadounidenses –en plena prosperidad de la posguerra y con su posición de superpotencia– no sentían que necesitaran algo de Inglaterra..., mucho menos a un cuarteto de jovencitos.
Poco importaba que, a finales de 1963, el cuarteto de Liverpool dominase las listas de popularidad inglesas, que la prensa de su país los adorara, la creciente masa de seguidores y que la mismísima familia real se hubiese rendido a su encanto cuando actuaron en la Royal Command Performance. Después de esta presentación, el Daily Mirror dio en la tecla adecuada al denominar el fenómeno como “beatlemanía”.
El 5 de noviembre de 1963, con las notas de prensa debidamente empacadas, Epstein viajó a Nueva York, la tierra prometida, para entrevistarse con Ed Sullivan.
¡Vienen los Beatles! Como en el retrato de ambas naciones hecho por Oscar Wilde en El fantasma de Canterville, los estadounidenses se veían como símbolos de lo moderno y el progreso; percibían a los ingleses como gente old fashion . Además, el rock era un invento de los Estados Unidos, y de las islas británicas solo podían venir pálidas imitaciones.
Sin embargo, Epstein era terco y su apuesta por la televisión no era gratuita. En octubre de ese 1963, Brian había entendido el poder de aquel medio luego de que las ventas de discos de los Beatles se cuadruplicasen tras su aparición en el programa de variedades de más importante de la BBC.
Si la tele era la punta de lanza, el Show de Ed Sullivan debía ser la cabeza de playa para conquistar un país tan vasto como los Estados Unidos. Sullivan los conocía pues en octubre de ese 1963 había sido testigo del histérico recibimiento del grupo en el aeropuerto Heathrow, de Londres, por parte de sus seguidores
No en vano, Sullivan –un tipo con la pinta de funcionario de pompas fúnebres– mandaba los domingos por la noche: tenía olfato para saber lo que entretendría al público –llevaba ya 25 años en ello–, como cuando presentó a Elvis Presley.
Ed quería a los Beatles, aunque para él solo eran una curiosidad y, como tal, deseaba presentarlos una sola vez; pero Epstein “se plantó en sus 13” y consiguió tres presentaciones (una de ellas, grabada) con sus muchachos como número de estelar.
El estallido. El 7 de febrero de 1964, los Beatles llegaron en el vuelo 101 de Pan Am –a bordo por una aturdidora campaña de publicidad– al aeropuerto recién bautizado como John F. Kennedy, en memoria del presidente asesinado, cuyo duelo Estados Unidos no superaba aún, y con la “música de fondo” de lo que sería la banda sonora de la beatlemanía: un griterío largo, profundo y sostenido producido mayoritariamente por gargantas de jovencitas. Sin embargo, no solo estaban muchachas entre las 4.000 personas que llegaron ese frío día al aeropuerto.
De inédito que era, nadie entendió entonces el asunto. Lo que pasaba era que los adolescentes (teenagers) habían hecho su presentación en sociedad con la música rock como estandarte. Aquel grupo –nacido después de 1945– creció como nunca, entre otras razones, porque la temida III Guerra Mundial no llegó a suceder y había dejado una generación completa casi intacta.
Los “teenagers” eran un mercado vasto, inexplorado y –lo más importante– dispuesto a gastar no solo en discos de sus consentidos; también quería todos los artículos posibles, por más ridículos que estos fuesen.
Un apunte: I Want to Hold Your Hand (Quiero estrechar tu mano) vendió un cuarto de millón de ejemplares en los tres primeros días de su salida al mercado (17 de diciembre de 1963). Los vendió a pesar de que su sello disquero, Capitol Records, tenía reservas acerca del grupo y se resistía a editar el acetato. Fue el primer número de los Cuatro Grandes publicado en Estados Unidos
Muchos de quienes fueron aquel día en la vida al JFK lo hicieron impulsados por la promesa de recibir una camiseta; tampoco debieron permanecer indiferentes a los constantes reportes, en “hora beatle”, acerca del paso del cuarteto sobre el Atlántico; para ellos –y para quienes no fueron ese 7 de febrero– debió de ser imposible dejar de ver a Nueva York tapizada de calcomanías con la leyenda “The Beatles are coming” (Los Beatles vienen).
¡Aquí están! John Lennon, Paul McCartney, George Harrison (menor de edad) y Ringo Starr aterrizaron en el JFK. Setenta y siete días antes, los Estados Unidos habían perdido la inocencia por culpa de una bala en la cabeza de su joven y popular presidente Kennedy, lo más parecido a la realeza en la tierra del tío Sam. No en balde, su presidencia fue conocida como “Camelot”, el mítico castillo del rey Arturo.
Los cuatro jóvenes de Liverpool llegaron a un país sumido en un profundo duelo, que deseaba algo para salir de su estado de shock . Este “algo” fue un grupo de música pop , que sorteó a un grupo de periodistas dispuestos a destrozarlos y a exponerlos como un fraude. No, no lo eran.
Fogueados en los ásperos ambientes de bares de mala muerte de Hamburgo y Liverpool, con delincuentes y pendencieros entre su público habitual, los cuatro supieron lidiar con la hostilidad de la prensa estadounidense.
Pocos no salieron encantados con la fresca irreverencia y la simpatía inesperada de esos chicos ingleses. Sabían tocar, como lo demostraron ese domingo 9 de febrero, como lo demostrarían en el resto de los seis años que permanecieron, como lo ha confirmado este medio siglo.
Fueron unos días de locos para Ed Sullivan, a quien el mundo se le volcó de todas las formas imaginadas por la presencia de los Beatles; por ejemplo, recibió 50.000 solicitudes de ingreso en un estudio de 728 plazas.
Aquel 9 de febrero de 1964, luego de que Ed Sullivan pronunciara las que deben de ser las palabras más importantes en la historia del rock & roll (“Damas y caballeros..., ¡los Beatles están aquí!”), los muchachos tocaron por 10 minutos ante 73 millones de personas que deseaban ver de qué iba todo el escándalo alrededor de ese grupo de Liverpool. La policía neoyorquina no reportó un solo incidente, y ni una copa de carro se robaron durante esos minutos.
Como bien dijo la revista Rolling Stone en su edición del 16 de enero de este 2014, aquel 9 de febrero de 1964, los Beatles abrieron de par en par las puertas y las ventanas a los años 60.
El autor es periodista e historiador costarricense.
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Los Beatles
Por Gabriel García Márquez.
Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no olvidaré aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos dónde sentarnos, había solo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles.
Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres: “Help, I need somebody”.
Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Álvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla a favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es “oiseau de malheur”, es decir, pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé, desde entonces, en incluir a los Beatles.
Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un critico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con un cierto miedo porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.
Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con mas de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni que carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y otras drogas para soñar.
Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.
Extractado de Notas de prensa 1980-1984.