¿De cuántas cosas nos habremos perdido, merced a nuestra sistemática, y acaso irracional, oposición a la Internet o a sus recursos? Por el contrario, ¿dejaremos que la cibernética red domine nuestras vidas más allá de su mera condición de herramienta de comunicación? ¿Desperdiciaremos, acaso, la potencialidad informativa del medio de comunicación por excelencia?
Pues bien, con todo este barullo de las elecciones nacionales, y en el marco de la campaña política más interesante de todos los tiempos, decidí dar pábulo a la opinión de mi hija:
–Papá, el mejor método para auscultar la opinión pública es el Facebook.
–Está bien –dije–, cedamos a los tiempos e integremos al ermitaño convencional en calidad de miembro de las redes sociales.
¿Sociales? Pues sí; convengamos en que estamos inmersos en una gran sociedad globalizada, que acaso admita todavía la gran barrera idiomática, pero nada más. Es que, lo que es navegar…, he navegado. Un poco, acaso, a lo Dumont d’Urville por las transparentes aguas del Pacífico: de isla en isla; de archipiélago en archipiélago; de continente en continente.
He naufragado en islotes cibernéticos, raros como átomos de oxígeno en la superficie de Marte, y me he perpetuado en sus contornos a la mejor manera de Ayrton –el inclasificable contestatario verniano–, o de Robinson Crusoe en las islas de Juan Fernández.
Un pequeño espacio de mi PC, en el extremo superior izquierdo, muestra My favorites, todos de la misma especie, y, en su totalidad, operísticos. Equivalen a mi Astrolabe, la célebre goleta del navegante francés.
¡Facebook! ¿Libro rostro o rostro de libro? Pero no he utilizado Facebook. Una feroz resistencia, lindante con la misantropía, a ser parte de un grupo amorfo que acepte reunirse antropocéntricamente a mi alrededor, me ha estimulado el rechazo a las constantes invitaciones de amistad. Cedo por fin: necesito saber si mi candidato –a quien no favorecen las encuestas en las primeras semanas de enero– tiene verdaderamente el apoyo que le endosan las apariencias.
Con timidez, casi con miedo, escojo un par de fotografías como imagen de portada: media hora después, tengo seis invitaciones de amistad. No son muchas, convengo en ello, pero por el momento son más que suficientes. Prosigo, pues, mi ruta a una cómoda velocidad de doce amigos por hora, y sin ser multado por ello.
Contrario a lo que hubiera recomendado mi dilecto amigo Jorge Enrique Guier, navego en la Internet con música de fondo. Casi sin darme cuenta, escucho un Barbiere di Siviglia de los años 60.
–Hay que dejar de añorar a los 60 –dice Alfonso Chase, pero resulta difícil acatar tales instrucciones ante el cast que se presenta en este registro del sello London: Teresa Berganza, Fernando Corena , Nicolai Ghiarov y Manuel Ausensi, dirigidos por Silvio Varviso.
¿Y el Almaviva? Nada menos que el gran Ugo Benelli . Lo escucho en un Ecco ridente de musicalidad directa, confrontativa e inatacable. Entonces, de repente, sobreviene la idea: ¿no estará Benelli accesible en el Facebook?
Sin detenerme a pensarlo, lo localizo en su Facebook y, con total desenfado, le envío una solicitud de amistad:
–¿Sabe usted, señor Benelli?: he sido, y soy, su incondicional admirador.
El resto es innecesario. Me responde, casi de inmediato, aceptando el requerimiento e incorporándome a sus amigos del Facebook:
–¿Sabes –me trata de tú– que mi debut profesional se realizó en el Teatro Nacional de Costa Rica?
–No, maestro; no lo sabía.
–Pues sí. Debuté en el rol de Ernesto del Don Pasquale donizettiano. Lo hice en el año de 1958.
Otro fantasma. Otro ser enigmático que sienta sus incorpóreos reales en mi amado Teatro Nacional. Se agrega a la lista de los héroes líricos –contaba Graciela Moreno– que en noches de luna se dejan ver por los pasillos y las ocultas escaleras de caracol. Otro espectro lírico, destinado inexorablemente, hacia el fin de los tiempos, a acompañar a Melico… o a la Galli-Curci.
–Bueno –atino a decir–, yo estaba muy, muy niño y no me acuerdo. Acaso mi padre haya asistido a esa oportunidad.
–Pues sí –me dice–, era una compañía milanesa que se formó para la gira. Se llamaba en español “Ópera de Cámara de Milán” y estaba formada, con mi única excepción, por cantantes de La Scala. Yo era el más joven de todos y no había debutado aún. Fui con el grupo desde Europa hasta Uruguay, y de allí hasta Costa Rica, en donde realicé mi debut. (Según Il Corriere della Liguria , diario genovés, ello ocurrió el 20 de noviembre de 1958).
–Sí, maestro; ese rol de Ernesto es un pezzo di bravura . La cabaletta de inicio del segundo acto es realmente difícil, y el Com’e gentil es de las más bellas serenatas que se han transcrito en el género operístico.
–Así es –me dice–. Guardo muy lindos y personales recuerdos de tu país. Recuerdo un teatro muy bello, del que conservo las fotografías.
Pensar que un grande como Ugo Benelli, que cantó todos los roles del tenore di grazia: Almaviva, Lindoro, Don Ramiro, Ernesto, Tonio y Nemorino, entre ellos, haya debutado en Costa Rica, es algo que merece toda la atención. Junto a Luigi Alva y a Nicola Monti, Benelli disputó la primacía entre los tenores ligeros de los años 60.
Impecable dominio. No era fácil ser el heredero de la saga de los Tito Schippa, Ferruccio Tagliavini o Cesare Valletti. Además de ello, permanecer fiel al estilo y a los roles aptos para tal tipo de vocalidad, significa resistir a papeles más ten-tadores y mejor recompensados.
El tenore di grazia –llamado por algunos tenore d’amore – ha de ser un profesional de musicalidad a toda prueba, que afronte con eficiencia los melismas y las coloraturas propias del estilo belcantista.
Por lo demás, tal repertorio demanda una voz particularmente timbrada, que logre extrapolar el sentido del squillo (reverberación), y consiga amalgamarse con un inexorable sentido del fraseo, dominio del filato y del claroscuro, imprescindibles para abordar el más puro bel canto . Por cierto, la detestable Wikipedia revela su supina ignorancia al mencionar al hijo dilecto de las Canarias, el gran Alfredo Kraus, como un tenor de tales características.
Para los inicios de la segunda mitad del siglo XX, el panorama de la lírica mundial no presentaba tenores que continuaran con la prosapia interpretativa de Fernando de Lucia, Heddle Nash, Alessandro Bonci, Giuseppe Anselmi, Dino Borgioli y, por encima de todos, el gran Tito Schipa. No fue sino hacia el final de la década, cuando el mundo lírico fue sacudido por el inolvidable Barbiere de Callas, Alva, Gobbi y Zaccaria, dirigidos por Alceo Galliera.
Un grande genovés. Pues bien, Ugo Benelli debutó en el Teatro Nacional de Costa Rica y, según sus propias palabras, a partir de tal momento se abrió para él el panorama de los primeros roles. Acaso fue ayudado por ese particular renacimiento del belcanto italiano, concentrado alrededor de la mítica figura de Maria Callas. En su libro I Grandi Cantanti, Jurgen Kesting no escatima elogios para el tenor genovés, a quien conceptúa como la voz más bella entre los tres italianos que dominan la escena en los inicios de la década de los 60.
Es menester recordar –y Kesting lo hace– que Luigi (Luis) Alva nació en el Perú, pero se lo puede conceptuar como italiano por adopción. El crítico dice: “Si Benelli hubiese recogido las romanzas de Almaviva, Don Ramiro, Lindoro, Nemorino y Ernesto en un solo recital, habría sido aclamado como el verdadero sucesor del irlandés John McCormack”.
Es más –hubiese agregado este articulista–, para ello podría bastar la audición de su disco de canciones belcantistas del Ottocento (Donizetti, Rossini y Bellini), que imprimió con la joven soprano Lydia Marimpietri y el pianista Enrico Fabbro, también para el sello London.
Ugo Benelli, extraordinario cantante e indiscutible ser humano, recuerda con nostalgia el inicio de su brillante carrera. Del palcoscenico del Teatro Nacional a los máximos escenarios líricos del mundo, su arte ha sido perpetuado por inolvidables registraciones discográficas. Su fulgurante carrera, alcanza a reeditar la belleza de su plataforma de lanzamiento, nuestra bella caja de música – indimenticabile –, según su propia expresión.