Muchos de los que nunca han asistido al Festival Envision tienen la percepción de que se trata de una esfera en la que no existen los límites, donde las personas deambulan a la libre, drogadas y sin ropa, a la espera de la próxima orgía. A varios vecinos de la zona de playa Uvita, en Puntarenas, les ha costado acostumbrarse a la idea de que, durante un fin de semana al año, la comunidad va a recibir a miles de personas cuyas apariencias y actitudes se extraen de toda norma.
Es una esfera, pero una esfera en donde suceden cosas más allá de la desnudez y la total desinhibición. En su quinto festejo, celebrado el pasado fin de semana en Uvita, el Envision más bien se acercó más en concreto al manifiesto ideológico que promueve bajo la sombrilla de “festival de transformación”.
Rebobinemos un minuto. Desde que la sociedad entró en la era industrial, el arte y la capacidad de crear comunidad han sido pilares de liberación para la humanidad. En medio de la rutina del mundo moderno occidental –dormir, comer, trabajar y repetir–, los festivales y algunas otras aglutinaciones sociales han sido grandes faros de frescura, de transformación y restauración.
El icónico Woodstock de 1969, en Nueva York, es todavía un referente cultural de cambio a través de las artes y la solidaridad. Corría la guerra de Vietnam y la juventud tomaba sus primeros aires como monumento de la metamorfosis, cuando 400.000 seres humanos se congregaron al aire libre con el único objetivo de escuchar música en vivo y gritarle al mundo sus anhelos de paz.
Desde entonces, el concepto de los festivales ha desembocado en numerosos enfoques y significados, siendo muy populares aquellos que se promueven la música pop y distintas tendencias sociales, tales como Lollapalooza y Coachella, por mencionar dos.
Otra vertiente que ha tomado auge en años recientes es la de los festivales de transformación –como el Envision–, inspirados en el Burning Man, actividad con 28 años de edad en la que se iza una ciudad impromptu durante una semana en Nevada, Estados Unidos. Más de 60.000 personas asisten año tras año al encuentro, donde se unen valores como arte, comunidad y autoexpresión.
Son esferas efímeras y contraculturales que promueven un estilo de vida que, a simple vista, no está en armonía con el mundo capitalista, con valores como la permacultura, consciencia social, espiritualidad y hasta emprendimiento. Esto se mezcla con una oferta de música (en su mayoría electrónica), arte visionario, yoga, nutrición, moda, danza, apreciación por la naturaleza y la unión de miles de seres humanos buscando una salida.
El miedo a lo desconocido es una condición humana, pero en un festival como el Envision se escriben tantas historias distintas que echarlas todas en un mismo saco sería una salida fácil y una falta de respeto a los asistentes, a los organizadores y a la verdad.
Refugio. Realizado en las cercanías del Parque Nacional Ballena, en el rancho La Merced, el Envision nunca disfrutó de un año tan exitoso: vendió todas las entradas desde antes de abrir puertas y su récord de fatalidades permanece en cero.
En un espacio no desmesurado, pero sí apropiado para el aforo, 4.000 asistentes y unas 2.000 personas de la parte artística y de producción dibujaron relatos para el placer de la memoria y la satisfacción personal, desde el jueves 26 de febrero y hasta tempranas horas del lunes 2 de marzo.
Durante esas casi cinco jornadas, la gran mayoría de los asistentes acampó en tiendas de campaña dentro del terreno, con la responsabilidad impuesta por el festival de no dejar huella alguna; es decir, recoger sus desechos.
En su mayoría, el público del festival está conformado por europeos y norteamericanos, pero este año fue notable el incremento en interés de latinoamericanos y, por supuesto, costarricenses que quieren vivir la experiencia.
No más entrando a la ciudad pasajera se podía ver la multitud de tiendas de campaña y personas que brillaban con todas las opciones de la gama cromática. Al lado de la entrada estaban la clínica interna del festival, las oficinas de seguridad y varios puestos de servicio e información.
También se veía la tarima Sol, uno de los cuatro escenarios musicales del Envision. En Sol tocaron Groundation, Emancipator, Un Rojo, Luminaries, Infibeat y Los Miseria, entre otros grupos.
Justo detrás se encontraba Luna, tarima de música electrónica decorada con un impresionante jaguar hecho a base de bambú, cuya estética marcó el norte del fin de semana. Grandes DJ fueron protagonistas de noches que, a causa del ritmo y el baile, se alargaban hasta la salida del sol.
Otros dos escenarios de menor tamaño completaron la oferta oficial de música en el festival: Lotus, también para música electrónica, y Village, donde se presentaron grupos de menor popularidad pero con gran ímpetu.
No obstante, la música era parte del aire. Tambores, guitarras, voces, melodías, trompetas, equipos de sonido... ¡La música estaba en todas partes y la hacían todos! La apropiación del lugar y de la vida misma, la urgencia por aprovechar el momento y de romper con convencionalismos generaron que no solo la música estuviera presente siempre y donde fuera, sino que en cada rincón hubiera experiencias irrepetibles.
¿Cómo se vive? El agua se fue en repetidas ocasiones durante el fin de semana, pero eso no rompió con el orden. De pronto es la misma actividad la que causa que los abastecimientos de agua de la comunidad no sean suficientes, y ese es uno de los temas en los que la organización tiene que mejorar, pues el agua es vital para el funcionamiento de cualquier ciudad, ¡máxime si está al lado de la playa!
La cerveza era artesanal y la comida era, en su mayoría, orgánica y vegetariana. Había otros productos a la venta, a precios que no podrían describirse como asequibles, al igual que los boletos de ingreso. Claro está: el presupuesto necesario para vivir el Envision no está al alcance de todos.
Durante el día, los habitantes de la ciudad construían el momento que traía consigo la noche y, por ende, al éxtasis de la danza colectiva bajo las estrellas.
Mientras había sol, el público meditaba y asistía a distintas charlas (con temáticas que iban desde la permacultura hasta sostenibilidad ambiental), hacía yoga sin parar, los niños disfrutaban el área de juegos, obras de arte cobraban vida y la playa se llenaba cada minuto más a la espera del mágico atardecer.
La noche era una suerte de regalo que la mayoría quería aprovechar bailando, con destacados atuendos (o, en su defecto, con la falta de ellos). Con esto se demostraban los aires de libertad que vinieron a buscar y que en el Envision encontraron.
No es responsabilidad del festival la forma en la que sus asistentes asumen la experiencia: al lugar llegan quienes quieren respuestas para sus vidas dentro de un sistema al que no creen pertenecer, así como quienes nada más quieren intoxicarse con libertad.
Familias, amigos, entes solitarios, trotamundos, líderes, inspiradores, artistas, soñadores... Todos llegaron al Envision en busca de algo con sustancia y profundidad para sus universos autónomos. Lo hayan encontrado o no, se encontraron los unos con los otros, en pleno proceso de búsqueda, rompiendo paradigmas y exigiéndose algo más que conformismo. Mírese desde donde se le mire, aquello fue más interesante y significativo que un fin de semana en un centro comercial.