El Laboratorio John Lehmeyer describe, en cada uno de sus rincones, la filosofía de su director José Arturo Chacón.
Un piano puede estar acompañado de un colorido grabado, un sillón puede posarse en medio de la sala de ensayos de canto y una variedad de paredes de todos los colores termina de completar este centro de enseñanza artística.
Chacón, el director de este laboratorio musical, es un hombre de rigurosa postura firme que se distingue por sus usuales tirantes y barba esculpida con finura. Se toma muy en serio su trabajo, pero también se da muchas libertades que podrían incomodar a algunos.
El reciente Premio Nacional de Música por su interpretación del mítico Don Giovanni en el montaje de la Compañía Lírica Nacional es un hombre sin ataduras. En una misma semana, en este mismo laboratorio, puede cantar La Traviata, un tango de Carlos Gardel, una balada de Rocío Dúrcal y hasta un clásico de Frank Sinatra sin el menor inconveniente.
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“La lírica me gusta mucho, pero en el fondo toda esta formación ha sido para cantar. A mí lo que me gusta es cantar”, asevera José Arturo para explicar su filosofía. “Al final, mientras esté bien cantado, todo está en el lugar que debe estar porque eso es lo que importa, más allá del género”.
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Crecer cantando
Los recuerdos del primer acercamiento de José Arturo Chacón a la música son tan borrosos como los del televisor en el que pasaba horas de horas pescando programación en su niñez.
“Lo que alcanzo a recordar es que yo estaba muy pequeño. Tengo imágenes de niño de ver ópera en televisión. Con los años, me di cuenta de que esa imagen que vi era un concierto del Centenario del Metropolitan Ópera que pasaban en canal 13. Después seguí pasando canales hasta que seguía encontrando más ópera y me di cuenta de que me gustaba tanto que comenzaba a hablarlo hasta en la escuela”, recuerda el músico sentado en uno de los sillones de su academia, que en las noches se convierte en una sala de conciertos.
La fiebre de José Arturo por la ópera era comparable a la de un adolescente enviciado por un ídolo pop. Una vez matriculado en el Conservatorio Castella, él se sentía con el impulso de llevar una radiograbadora para escuchar música lírica en los recreos.
“Es curioso porque mis compañeros no se ponían tan contentos de que yo pasara pegado a la grabadora, a pesar de estar en un conservatorio de música. A veces me quitaban la grabadora para poner salsa y merengue y, bueno, son cosas que pasan en el colegio”, recuerda entre risas.
En esos lapsos de recreo fue como José Arturo se aprendió buena parte del repertorio operístico. Tosca, La Traviata, La Bohème, Don Giovanni y muchos otros títulos líricos estaban ya grabados en su mente siendo apenas un muchacho.
En una ocasión, don Arnoldo Herrera –fundador del conservatorio– lo atrapó escapado de una de sus clases. José Arturo estaba en un pasillo escuchando ópera en bajo volumen.
“Yo estaba escuchando Fausto. Don Arnoldo pasó y me preguntó que quiénes eran los cantantes de esa versión. Yo le dije quiénes eran y él nada más me dijo: ‘muy buenos, muy buenos’, y me dejó ahí, como si nada”, rememora con asombro.
Aún así, José Arturo no había entendido que el canto era el camino que se le construía a sus pies. Incluso, decidió graduarse en piano, a pesar de que siempre participaba en las actividades públicas como cantante.
Hoy, a sus 47 años, mira hacia atrás y encuentra un punto de quiebre de su descubrimiento artístico. Fue en una noche cuando su vida tenía 15 años apenas, y fue al Teatro Nacional a ver la ópera Rigoletto.
“Esa noche me marcó. No la olvido. Fue como que un bombillito se encendió en mi mente y me dije que me gustaría hacer lo que estaba viendo. Luego en el conservatorio comenzaron a decirme que todo el mundo puede cantar, pero que hay cosas que yo traía que eran extra, que era un paquete más completo. Yo no podía creerlo”, dice.
“Fue muy loco cuando vi Rigoletto porque de inmediato comencé a visualizarme ahí. Luego me di cuenta de que nadie me dijo que para poder hacer esto me tenía que ir del país, así que comencé a visualizarme que me iba”.
Hacia fuera
Tras graduarse del Castella, José Arturo ingresó a la Escuela de Artes Musicales para estudiar canto. Hoy asegura que se encontraba inseguro, insatisfecho e incómodo.
Ya le quedaban un par de materias para conseguir el título universitario, pero decidió salir del país a buscar audiciones en conservatorios extranjeros.
Entre el mapeo de universidades que había realizado encontró un conservatorio en Baltimore al que había ido una de sus amigas a estudiar. Ella lo invitó al centro universitario y así conoció el Peabody Institute of the Johns Hopkins University.
Era 1996 y José Arturo tenía 25 años. “Me sentía en un momento clave de mi vida así que fui al conservatorio a ver”, recuerda.
José Arturo llegó a las 2 p. m. a una de las clases, pero el estudiante nunca llegó. Como golpe de suerte, el profesor aprovechó su rato libre y le pidió que cantara.
“A mí no me dio chance de prepararme. Llevó al director del departamento de ópera y canto y me pidieron que cantara. Yo no podía creerlo”, cuenta.
De inmediato, los directivos le preguntaron si estaba interesado en ingresar al conservatorio. De inmediato, él llenó formularios, olvidó sus cursos pendientes en Costa Rica y al mes recibió una carta de aceptación con beca completa para especializarse en ópera. “No lo pensé dos veces y me fui”.
En cuatro años, José Arturo se especializó en canción alemana y francesa, después en canto estilo recital, audicionó para varias compañías y, en una de tantas colaboraciones, conoció a Mr. John Lehmeyer, el hombre que le cambiaría su visión de la música y al que, años después, le rendiría homenaje poniéndole su nombre al espacio artístico que el cantante tanto ansiaba.
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No solo ser cantante
“Fue en medio de tanta audición que lo conocí. Él era un director escénico tremendamente involucrado con la actividad cultural. Casualmente, conseguí un papel en Don Giovanni y ahí estaba él. Empezó el contacto de todo”, recuerda.
José Arturo dice que conocer Don Giovanni a través de Mr. Lehmeyer “fue como entrar a una casa por la cocina” ya que le dieron el rol de Masetto, un personaje secundario. “Me hizo mucha gracia porque conocí esta ópera tan importante para mí por medio de otro personaje. Mr. Lehmeyer me hizo comprender, entonces, cómo se hace esto. Él creía mucho en la magia del escenario, en que la gente viene por una experiencia que a veces no se puede explicar”.
Para entender “la magia del escenario”, Mr. Lehmeyer hizo que José Arturo no solo cantara. En verano, lo invitó a trabajar en puestas en escena donde Chacón debía trabajar también como tramoyista, como utilero, como iluminador… Todo lo que necesitara en producción y Mr. Lehmeyer le pidiera.
“Fue así que entendí que hay un montón de gente detrás del cantante para que todo funcione. No se trata de solo ponerse a cantar y ya”.
José Arturo trabajó con Mr. Lehmeyer desde 1997 hasta el 2003 –cuando falleció arrastrado por un cáncer–. “Tener este espacio a nombre de él”, dice el barítono desde su laboratorio, “es mi manera de agradecerle. Me enseñó mucho sobre el escenario, sobre la vida… Fue un mentor, un padre, y a raíz de eso este lugar lleva este legado”.
Entender el mundo detrás del cantante hizo entenderle a José Arturo que, como él mismo menciona, “lo importante es cantar bien”. Que así como cantar no era todo en el escenario, la música lírica no era la única expresión artística a la que podía dedicarse.
Tras la muerte de Mr. Lehmeyer, y ocho años después de su migración a Estados Unidos, Chacón regresó a Costa Rica. Tuvo invitaciones con Sinfónica Nacional, cantó en el montaje de Rigoletto que hizo la Compañía Lírica Nacional y en el 2005 lo nombraron a cargo de esta compañía.
Pasaron dos años y José Arturo procuró hacer un programa para artistas jóvenes. Quería acercar a la gente a la ópera, pero cuando se dio cuenta, llevaba años sumergido en funciones administrativas que lo habían alejado de los escenarios.
"Me vine para acá un tiempito para ver qué iba a pasar. En el 2007 me dijeron que era muy bonito lo que estaba haciendo, pero que no estaba cantando. Me puse a pensar si realmente quería un puesto que implicaba dejar de cantar”.
No tardó mucho en navegar en sus cavilaciones para saber que necesitaba regresar a Estados Unidos. Hizo migas con el Conservatorio Superior de Música de la Universidad de Cincinnati, empezó a llevar clases de danza, ballet y teatro, le dio espacio a conocer otros géneros más allá de la música lírica y al fin se sintió satisfecho.
Después, se iría al Festival de Trujillo de Perú a ganar el segundo premio del concurso de canto lírico y supo que era momento de enfrentar uno de sus sueños: convertirse en profesor.
“Para mí dar clases es algo delicado, pero ya me sentía en un nivel maduro. No quería una clase académica cuadrada así fue como surgió el Laboratorio John Lehmeyer. Aquí, no solo enseñamos, sino que también presentamos y cantamos tangos, cantamos boleros, cantamos música plancha… Los límites no deben existir”.
“No hay límites”, dice ahora el barítono ganador de Premio Nacional. El año pasado protagonizó Don Giovanni con el visto bueno de la crítica y también presentó todo tipo de repertorio en el laboratorio.
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“La vida me ha chineado en ese sentido. Yo lo veo con gran humildad. Poder salir del repertorio lírico me ayudó a crecer. También es repertorio importante porque, por ejemplo, yo en los tangos veo pequeñas escenas de ópera con textos desgarradores. Los boleros también, el teatro musical aún más… Más bien uno crece”, asegura el barítono.
“En algún momento me cuestioné todo esto, pero con los años me doy cuenta de que allá con lo que la gente piense. El hecho de que cante ópera y luego un bolero no me hace menos cantante; es una cuestión mía de sentirme bien haciéndolo. Si las cosas se hacen bien, con el corazón y buena técnica, no pasa nada malo”, finaliza.