En la parte delantera de la gramilla del Estadio Nacional hay asientos, pero estos pasaron a un segundo plano a minutos de las 8 p. m.
Nadie pudo quedarse sentado. Nadie quiso, realmente. Juan Luis Guerra –intérprete de algunas de las canciones más queridas a lo largo de las siete provincias de Costa Rica– estaba en la casa, con un torbellino de ritmo, baile y sentimiento.
El recinto fue el aposento de casi 30.000 seres humanos, todos con sus mejores zapatos y con toda una vida de practicar sus movimientos en la pista de baile.
El equipo de seguridad veló porque las personas en gramilla se mantuvieran cerca de los asientos, como si esa fuera una tarea tan asequible como lo fue aflorar los mejores rasgos humanos para Juan Luis Guerra y su orquesta, La 440.
En toda la gramilla preferencial se formaron multitudinarios trenes de personas a lo largo de la las filas de asientos, y los oficiales de seguridad se rindieron rápidamente. ¿Qué quedaba? Ellos estarían en las mismas, probablemente.
A una de las mujeres de seguridad, un fan la abrazaba cada vez que le pedía regresar a su asiento. Un abrazo como respuesta a un regaño es una idea fenomenal, más si se ofrece bailando al ritmo de Juan Luis Guerra.
Las filas de los baños fueron culebras que zigzaguean. Sonó música para ser feliz en cualquier contexto; en el primer y en el tercer mundo, en todos los mundos.
Todas las clases sociales de todas las partes del país estuvieron reunidas en un mismo lugar gracias a estas canciones y, tal como lo prometió el anfitrión Rodrigo Rodríguez antes de concierto, allí no existieron huecos en las calles, puentes caídos ni elecciones presidenciales; solo hubo espacio para el bienestar.
Los extranjeros también bailaron, pero no copiaron el baile de los locales, sino que produjeron movimientos propios, basados en lo que sintieron al estar allí escuchando a Juan Luis cantando el tema A pedir su mano.
En otras secciones, las palmadas y los chiflidos de las graderías conformaron un concierto aparte, con igual dosis de energía.
Fue la voz inoxidable de quien canta La bilirrubina una invitada milagrosa y, como todo buen artista, Guerra no se preocupó por construir muros entre él y el público, sino que –con pocas palabras– conectó todos los hilos y unió todas las palpitaciones del lugar en un mismo movimiento progresivo.
El baile fue compartido; era uno en el que no existieron las caras largas, en el que el vendedor de pizza puso su producto en el suelo para menearse con Bachata rosa, donde nadie enjachó a nadie porque estaban muy cerca y porque había posibilidades de contacto corporal.
Todos fueron parte de un mismo propósito.
Dinamita. Antes del son, la bachata y el merengue, el ambiente no daba el mejor de los augurios. Los presentes guardaban las energías para lo que vendría después, claro está. Un escueto canto de cumpleaños a la marca de café responsable de la organización de este concierto los puso a rascarse la cabeza.
El DJ costarricense Dr. Leo compartió el gran escenario de La Sabana con el rapero y cantante Dan Robinson (en su versión tímida) y el músico Wálter Flores. El talento sobraba, pero con los teloneros la magia no se hizo presente.
Hubo decenas de miles de personas y el lugar estaba tranquilo. 10 minutos antes de la presentación de Guerra, bajaron las luces y empezaron los aplausos y chiflidos, pero cesaron cuando el público se dio cuenta de que era un alegrón de burro.
Sin embargo, esos primeros cinco segundos en los que el estadio hizo ruido de verdad fueron una demostración del ritmo que cargaba el público, aspecto que, innegablemente, luego tendría repercusión directa en el éxito del concierto.
Cuando regresó el silencio característico del público previo a la salida de Guerra, prácticamente se podía dormir en el estadio sin problema alguno.
Entre perros calientes y pizzas, el público esperó sin mayor reclamo. Las parejas no perdieron el tiempo, que, junto con las tantas familias, eran mayoría demográfica. Por fin: sonaron tres golpes a las congas, bajaron más las luces, y listo: ¡a lo que vinimos!
Fugaz. Menos de dos horas duró el concierto de Juan Luis Guerra, pero ese fue el tiempo necesario para conmover a miles.
De su obra, recorrió prácticamente todos los caminos, incluidas un par de canciones de corte cristiano que también fomentaron el baile en todo el recinto.
La llave de mi corazón café, Como yo, El costo de la vida y la inmensa El Niágara en bicicleta fueron moneda pura de bonanza entre un mar de personas.
A 80 minutos de show, tras interpretar temas como Visa para un sueño, El guagua, En el cielo no hay hospital y La cosquillita, así como presentar a todos los integrantes de La 440 (talentosos como pocos), Guerra salió por primera vez del escenario por unos minutos.
Luego de quedar roncos pidiendo más canciones, los presentes encontraron satisfacción en La travesía, que alcanzó para mucho más baile a lo largo y ancho del recinto.
Luego, Guerra y los suyos dieron una colección de bachata, mezclando los temas Estrellitas y duendes y Burbujas de amor, antes de disparar Las avispas.
El fin lo marcó Ojalá que llueva café, que trajo el último gran baile colectivo de la jornada, mientras ejecutivos brindaban en los palcos con copas de la marca de café patrocinadora de la fiesta, siendo esta la conexión más evidente entre esa bebida y este concierto.
¿Pero acaso importaban los motivos que hicieron posible el concierto? La prioridad del sábado era sacarse todas esas ganas de compartir con el maestro de la boina, y la de ahora es esperar a que el destino lo vuelva a traer al país.
Juan Luis Guerra siempre nos deja con ganas de más.