Sin camisa y con el pelo largo al viento, el guerrero se plantó en medio del convulso estacionamiento. “¡Reto al que sea a los pichazos!”, gritó a la masa de gamberros.
El presunto y tremendo peleador se quedó con las ganas de encontrar contrincante para sus puños. Quizá el gladiador no entendió que aquella noche la fortaleza no estaba en las individualidades, sino en el espíritu montonero de la manada.
A esas alturas el concierto hacía rato se había descarrilado: Liverpool no pudo concluir su set y el otro grupo de la noche, Baby Rasta Band, ni siquiera llegó a asomarse por la tarima. Sabia decisión.
Cientos de adolescentes habíamos respondido a la convocatoria de 103 (“La radio joven”) y nos apuñamos en el parqueo del restaurante Burger King, en San Pedro. Ninguno podía imaginarse que veintipico de años después la cadena cerraría súbitamente sus operaciones, lanzando a más de 400 empleados a la calle y propiciando todo tipo de idiotas teorías de conspiración en Facebook. ¿Facebook?
A inicios de los 90, el BK de San Pedro era EL chante. El tramo entre Los Yoses y la UCR funcionaba como la arteria vital de los limpios que buscábamos diversión y economía: piques, conciertos de bandas nacionales, almas caritativas dispuestas a desprenderse de un cigarro, gente haciendo feo en la acera con la plata justa para los pases. No se podía pedir más.
Aquel Burger King cobró ribetes míticos. Su horario extendido y precios accesibles lo convirtieron en colmena: solo alguien de 17 años entiende las propiedades mágicas que se adquirían al comerse un Whooper tejano a la 1:30 a. m.
Covers y sk8
La oferta de aquella tarde de sábado era tentadora: exhibición de patinetas y concierto gratuito. Para mis efectos y de los amigos con los que llegué, Baby Rasta salía sobrando, pues lo llamativo era ver y escuchar a Liverpool.
Vamos, sepamos entender: era 1992 (¿o 93?), y el rock original costarricense aún no había alzado vuelo. Las bandas de covers dominaban la oferta de música en vivo y, entre todas ellas, Liverpool gozaba del mayor arrastre.
El camino al infierno se forja a punta de conciertos mal ejecutados. Al final las rampas para patinetas y la tarima del chivo achicaron el espacio y aquel gentío terminó codo con codo, empujándose con tal de medio escuchar algo.
La gente llegó caliente y desde los primeros acordes de Liverpool quedó claro que habría patadas, no importaba la canción. Si bien la banda de Álvaro Sibaja solía ser predecible en su inclinación al rock clásico, recientemente había montado un par de canciones de la agrupación más popular de los 90, esa que le abrió los ojos y oídos a aquella generación.
Y bien sabido es que donde hay Nirvana, hay patadas.
El mosh no esperó los covers de Kurt Cobain. No importó si era The One I Love , de REM, o Pride , de U2, que igual frente al escenario todo fue catarsis brava.
Ya para cuando sonó Come As You Are , la cordura emprendió la retirada. Un chamaquillo de Curri, el infame Ratilla, se subió a la tarima y se lanzó en el peor intento que he visto de stage diving . Nadie lo atajó.
Lo que siguió fue un pequeño infierno adolescente.
Los guardas cerraron las puertas del restaurante. Algún atarantado atravesó uno de los ventanales. Las latas de gaseosa surcaban los aires. Los locutores de 103 hacían inútiles llamados a la calma (ese fue el día que descubrimos que Mario Barboza no se veía como se oía). Enjaches, empujones, más enjaches y más empujones.
Siempre creí que el pandemonio se derivó del fallido concierto. Mi amigo Christian asegura que más bien se debió a rivalidades entre dos grupos de skaters . Podría discutírselo, pero como fue él quien recibió una pedrada en el ojo esa noche, mejor dejarlo ahí.
La batalla campal se tornó en bombardeo cuando algunos infelices atacaron desde lo alto del puente de la Circunvalación. El asalto fue bien planeado y mejor ejecutado, pues estaban armados con terrones extraídos de las obras de embellecimiento de la aún joven rotonda.
Fue en su pileta que mojamos la camiseta de alguien para tratar de limpiar el ojo de Christian. Él fue la única baja en nuestro grupo de seis compañeros del cole, aunque bien pude habérmele unido gracias a la lata que alguien me lanzó directo a la cara. El disparo fue repelido por la mano salvadora de alguno de mis otros amigos.
No tengo claro quién me salvó el rostro aquella noche. Bien pudo ser Munguía, o Renán. Dice Ana Laura que de fijo no fue Christian, pues a esas alturas ya no veía nada.
Veintipico de años después chateo con mis amigos de Curri sobre esa visita al BK. Christian nos recuerda que no comimos nada. Ana explica que andábamos apenas con los pases del bus. De la vida de Catalina no tenemos actualizaciones recientes. Ni de la de Munguía. Christian nos cuenta que la pedrada le dejó un daño permanente en el ojo. Ninguno lo sabía.
Ventipico de años después el Burger King de San Pedro cerró en medio de #polemicaenredes. Baby Rasta y Liverpool son asociados con un época poco original de la música costarricense. Nirvana es un “clásico” y los hipsters se enojan con los chamacos que empujan en los conciertos. Mario Barboza sigue teniendo un vozarrón, y ninguno de los presentes aquella noche se atrevería a escuchar más de 10 minutos de la actual versión de 103.
Ventipico de años después, los seis compas del Liceo de Curridabat tenemos veintipico de años de no estar los seis juntos.