Se calza el sombrero de pita y se cuelga en la nuca, lazador, un pañuelo rojo de puntos blancos que anuda bajo la papada. “Este es Lencho”, dice, como si fuera a interpretar un número en el “planché” cerrado, adornado con recortes de periódicos, estatuillas, premios, fotografías, souvenirs , una mecedora, un tornamesa. Luego, le pide ayuda a Anita, su cuidadora, para guindarse el audífono que aminora su sordera, y se relame el bigote cortado a ras sobre su labio superior, como dibujado por la memoria.
El “planché” es un agregado a una casa prefabricada pintada de azul hasta media altura, y de ahí para arriba de blanco, simulando la cal y el azul de mata con que se curaban las viejas casas de adobe y bahareque.
“La raíz del folclor y el costumbrismo tiene que traerla uno aquí metida, dentro del corazón. Hay que nacer con eso”. Mientras habla, emotivo, se toca el pecho. El mismo pecho que le han abierto para dos operaciones del corazón.
“Hay gente que canta folclor, pero no es así como así. El folclorista tiene que saber hasta cuáles son las partes que lleva una carreta. Lo mismo que la montura, amansar un caballo; desde las riendas hasta la grupera. Un folclorista que sepa cómo se usa la pala y el machete. Pero hay muy pocos. Yo sí nací con el ombligo pegado al surco, porque mis papás eran totalmente campesinos y había que trabajar para vivir”.
Salazar vive en El Coyol de Alajuela, retirado de los escenarios, muy a su pesar. Lo acompaña Anita, quien lo escucha, le canta y siembra flores en el jardín.
Él conversa y se disculpa por no recordar fechas exactas, pero lanza chascarrillos, chistes e historias entre pregunta y pregunta.
“Yo más bien me estoy acordando mucho porque usted me está zarandeando, pero muchísimas cosas yo no las recuerdo. A uno se lo come la edad; ya no puedo dar pasos largos, menos correr”.
Y como experto cosquillero, remata: “Intentar meterme a la plaza de toros, nunca”.
* * *
Si te la tirás en guaro
vas a parar a un zanjón
y si la gastás aquí
te ayuda el Santo Patrón.
Y un traguito pa’l que grita
y a las tres, ‘ ahi’ te lo dejo.
¿Quién se lleva otra vaquita?
Y tupámole parejo
“La subaste ’e turno”
* * *
–¿Pero usted sabe hacer más acordes con la guitarra? –le dijo el productor de la disquera INDICA.
–Mire, señor, si usted va a una pulpería de campo, hay un cantor de pueblo con una guitarra sentado en un estañón de canfín o en un saco de frijoles –le contestó Lorenzo– y no le hace adornos a la guitarra, sino que entre más simple, mejor.
–Bueno, hacelo como vos sintás.
Armó un set de 16 temas entre propios, anónimos meseteños y de autores como Antonio Gutiérrez, Miguel Salguero o Héctor Zúñiga. Y le habló a Salguero:
–Mirá, grabé un disco. ¿Cómo me pongo?
–¿Vos has tenido algún sobrenombre?
–De pequeño me decían Lencho.
–Pues ahí lo tenés. Es cortito y fácil de aprender.
Pero el disco había nacido en Juan Viñas un mes atrás: lo contrataron por 100 pesos para alegrar un matrimonio y él iba, de aquí para allá, con su acordeón. Entonces se apareció Teodor Rubens, gerente de la disquera INDICA, y la gente lo atajó: “¿Cómo es posible que no haya grabado a ese muchacho?”.
–Si no lo conocía, replicó Teo.
Allí le dio su tarjeta y, semanas después, estaba grabando “ Ydiay… Lencho? , Lorenzo Salazar con su guitarra, su acordeón y su voz”. El primer disco.
* * *
Dices que soy chonete,
que yo no tengo plata,
pero para el trabajo
me empujo con tu tata.
“El quijongo”
* * *
“A este muchachito ya le está sonando la pala”, le dijo don Víctor Salazar a su señora, Margarita Porras, cuando Lorenzo apenas estaba en cuarto grado de la escuela. Entonces se lo llevó para que ayudara en la finca heredada: cafetales, maizales y frijolares para la subsistencia.
Lorenzo había nacido el 4 de diciembre de 1932, cumiche con tres hermanos y tres hermanas. Todos habían dejado el ombligo en San Roque de Naranjo, en el jardín de una casita de madera de horcones anchos y techo mitad teja, mitad zinc.
Cuando no estaba en la faena, don Víctor se entretenía con una armónica que era secundada, a ladridos, por el perro de la casa, Capeate –rutina que Lencho luego repetiría con distintos perros, todos llamados igual–. Su mamá, en tanto, sacaba ratitos para escribir poemas mientras cuidaba a mujeres parturientas y recibía niños por todo el occidente.
En aquel ambiente campesino y católico, el pequeño Lencho se entrenaba en el canto durante los rezos del niño, haciéndole segundas a una cuñada. Luego llegaron a su barrio unos peones contratados por su abuelo que traían entre las maletas una guitarra y un violín. Viéndolos y pidiendo prestado, medio aprendió.
Recuerda, incluso, las primeras dos canciones que interpretó en público. Tendría, acaso, unos 8 años. La conchita (grabada luego en su primer disco) y un tema español cuyo nombre no recuerda, pero que comienza a cantar: “Soy un romero muy pretencioso y enamorado. / Yo me pretendo ser muy galán / y calabazas todas me dan”. ¿Quién se las enseñó? “Mamá”.
Luego se topó las escenas de Zoilo Peñaranda en la radio y, con tal de escucharlo, aunque fuera en un aparato ajeno, se caminaba una hora entre los cafetales, con el susto de andar de regreso por el baldío poblado de leyendas y “asustes”, pero imaginándose parte de ese ideario popular, campesino y cómico del personaje creado por Fernando Fernández.
Eran los años del desarrollo de la radio nacional y, en ese imaginario, tras la Guerra del 48, el ideal campesino tomaba nuevos bríos.
La familia Salazar Porras emigró a San Carlos para trabajar en una finca en El Cedral, y, allí, Lorenzo empezó a formarse como maestro de música en la escuela Juan Chaves, y organillero en el templo de Villa Quesada (hoy Ciudad Quesada). Allí fundó el Trío Costa Rica, con Miguel y Paulino Porras, en donde hizo de puntero de requinto.
Luego siguió por Zarcero, San Ramón y Escazú, llegó al Conservatorio Castella y a la Escuela Normal de Heredia (hoy Universidad Nacional), enseñando música infantil, himnos escolares y cívicos, y guiando grupos de baile folclórico. En tanto, intercalaba sus presentaciones en turnos, restaurantes, actos conmemorativos, radio y en la televisión, donde aún tiene un microprograma de rescate de la música vallecentraleña, más citada entonces como meseteña.
Para aquellos años lo emplazó el dueño de un hotel donde tocaba:
–¿Por qué no hacés música propia?
–¿Como qué?
–Como leyendas, historias del pueblo.
Entonces agarró una servilleta y comenzó a escribir. Luego fue por el acordeón y mandó llamar al empresario de nuevo.
–¿Algo así? –le dijo, y comenzó a tocar su primera composición: La Segua .
La propuesta de Lorenzo empezaría así su hondo calar en el imaginario popular, y su influencia sobre nuevos y viejos cantores y costumbristas nacionales.
* * *
Me quedé gelado,
no hallaba qué hacer,
ni rezar podía
ni podía correr.
Boté las alforjas
donde traía el diario
pa’ poder buscar
el escapulario.
“La Segua”
* * *
Era 1965 y publicaba su primer disco, el elepé Ydiay… Lencho? Estaba por cumplir 34 años y llevaba ya 15 alejado de los jornales después de que, en bicicleta, se quebró el brazo derecho. Ahora tiene 82, y hace siete, en un accidente automovilístico, se quebró el mismo brazo. También se le desprendió la retina del ojo derecho y, desde entonces, también está alejado de los escenarios, las guitarras, los acordeones.
Desde antes del 65 y hasta el día del accidente Lencho no había dejado de cantar, componer, presentarse, rebuscar en la canción anónima, encaramarle música a historias y leyendas que le hacía llegar su público.
Así compartió micrófonos y escenario con su ídolo de infancia, Fernando Fernández, con Los Talolingas (Antonio y Roberto Gutiérrez), Los Chiquizases de Naranjo, el cantor Olegario Mena y la costumbrista Carmen Granados.
A pesar de sus años como profesor, lamenta no haber conseguido formar una nueva generación de cantores típicos y que llegue a acabar, con él, toda una época de la canción costarricense.
“Nosotros somos copiadores de la música mexicana”, lamenta. “Cantante que salía lo hacía cantando canciones viejas de México... Hasta después de que yo salí comenzó a despertar esas ganas de componer”. ¿Y María Mayela Padilla? “Es la que yo he tenido siempre como la compositora de pueblo, pero se ha dedicado al trabajo en el Ministerio de Agricultura y no tiene tiempo. Y no toca guitarra, lástima”. ¿Y, antes, Emilia Prieto? “Ella vino cantando canciones más bien del siglo pasado”. ¿Y un Emeterio Viales? “Tenía el potencial, pero se ‘porcionzó’ –en alusión al comediante Porcionzón– con un humor colorado. Todavía puede hacer algo…”.
* * *
Siempre recuerdo
cuando nos conocimos:
fue en un turnillo
en el alto’e San Miguel.
Yo la cuerdeaba
por debajo’el sombrero
y un chicle ‘jue’
el autor de aquel querer
“Engracia Hernández”
* * *
En la tapa del Ydiay… Lencho? , el primogénito, Lorenzo aparece macizo, la mano derecha sobre el mango de la pala y con el pie derecho hundiéndola en la tierra. El pantalón lleno de parches, la camisa blanca. La mano izquierda apoyada en el portoncito de bambú en donde cuelga las alforjas. Un sombrerito de pita y un pañuelo rojo cubriéndole el cuello, con el nudo bajo la garganta. Tras el bambú y el muro de piedra, una casa de techo de teja se atisba al fondo y, delante, a un lado suyo, pero tras la cerca, la muchacha de la casa: vestido largo, delantal de encaje, el pelo recogido en dos trenzas.
Toma en su mano derecha un lapicero y trabajosamente firma la funda del disco. Letra trémula, trémulo pentagrama que dice: “Con todo afecto, Lencho Salazar”.