En los 60, el manager Andrew Loog Oldham acuñó un eslogan: “¿Usted dejaría que su hija se case con un Rolling Stone?”. La frase estaba, desde ya, pensada para generar espanto en una legión de padres que se hubieran dejado morir antes de ver a sus “niñas” en brazos de semejantes forajidos. Y sin embargo, no muchos tienen en cuenta que ese “no” rotundo hubiera sido un “sí” estruendoso si la misma pregunta se hubiera hecho apenas un par de años antes: a principios de esa misma década, Mick Jagger no era el cantante de una banda de rock sino un estudiante de finanzas y contabilidad que incluso barajaba la posibilidad de dedicarse a la política.
Por suerte para todos, Keith Richards y otros personajes se cruzaron en su camino y el futuro que pintaba para ser próspero y estable terminó siendo próspero, sí, pero también todo lo inestable que un futuro podría ser.
Aunque a primera vista parezca una persona muy distinta, el Michael Philip Jagger que hoy cumple 80 años mantiene algunos rasgos de aquel joven “correcto” que alguna vez fue en su vida pre rockera. Más todavía: sigue siendo el hijo de Joe, el profesor de Educación Física que le inculcó desde chico el culto al ejercicio gracias al cual puede seguir corriendo de punta a punta del escenario como si no hubiera pasado los cuarenta (Joe falleció recién en el 2006, a los 93 años, con lo cual vale creer que el gen de la longevidad nos puede dar Jagger para rato).
Su educación de clase media acomodada, su excelencia académica y su don de gente le auguraban un porvenir exitoso y “respetable”, pero su amor por el rhythm and blues norteamericano (Muddy Waters, Chuck Berry, Little Richard, Howlin’ Wolf y Bo Diddley fueron sus “figuras paternas” en la música) lo llevó por otro camino.
Por esa huella, la del rock, se le fueron apareciendo hombres y mujeres que se confabularon para moldearlo. Uno de los primeros fue Brian Jones, el guitarrista virtuoso y precoz que puso un aviso en la edición del 2 de mayo del 62 de la revista Jazz News buscando compañeros para un grupo de blues; primero respondió el pianista Ian Stewart e inmediatamente después Jagger. Así nació la banda de rock más grande del mundo y así Jagger se convirtió en su cantante.
Claro que al cantante todavía le faltaba mutar a frontman, y para eso tuvo que llegar a su vida el mencionado Andrew Loog Oldham. Hábil para los negocios, fue clave en la metamorfosis del joven Jagger, que pasó de ser el vocalista de la banda de Brian Jones a ser -en lo que a enfrentar a la audiencia respecta- el líder de los Rolling Stones. Oldham vio de movida el potencial de contraponer la imagen del grupo a la de los Beatles: mientras Brian Epstein se esforzaba por aplicarle una pátina de mesura al salvajismo de los Fab Four, Oldham hacía lo contrario y vendía a sus defendidos como inadaptados.
Dueño de una belleza voluptuosa y carnal (con especial énfasis en los labios), Mick fue ganando confianza y capitalizando su sensualidad y carisma a medida que transcurrían los 60. Tanto, que para el final de la década ya era mucho más que un ducho cantante de blues, de traje, micrófono en mano: se había transformado en un maestro de ceremonias, un encantador de serpientes de caderas hipnóticas, el varón que los varones querían ser y las mujeres querían tener sin que sus padres se enteraran. “Permítanme presentarme, soy un hombre de dinero y gusto, ando dando vueltas por acá desde hace muchos, muchos años, me robé el alma y la fe de millones de hombres”, cantaba para 1968 en la mal traducida Simpatía por el diablo, que a esa altura ya era casi autobiográfica.
Tampoco se puede obviar la influencia de Anita Pallenberg en el siguiente paso de la transformación de Jagger en la bestia rockera que todos conocemos. La modelo, actriz y artista conoció a los Stones en 1965 y los introdujo a una estética a tono con la experimentación que había conocido en Nueva York, viviendo en el séquito de Andy Warhol.
A mitad de camino entre musa y gurú, Pallenberg fue una figura de discordia en el mundo stone pero también de enorme ascendiente: gracias a su aporte, Jagger terminó de alcanzar el status de ícono de contracultura que la época pedía.
Pero ningún racconto de la construcción de Mick Jagger estaría completo sin el nombre central de su leyenda: Keith Richards fue y es un socio y a la vez una figura antagónica, un co-compositor y el purista que le puso coto a su búsqueda, un hermano y al mismo tiempo el competidor que lo impulsó a romper la inercia, la bohemia y la mística que funcionan de complemento de su diplomacia y su encanto.
La otra gran dupla de autores rockeros del siglo XX, la de Paul McCartney y John Lennon, es comprensible si la disgregamos en sus dos factores; la de Jagger y Richards no, porque hasta los intentos solistas de uno y otro parecen contestarse y porque no hubo exceso ni pelea que lograra separarlos del todo: sesenta años después de que Oldham los encerrara en una habitación hasta que salieran con una canción escrita, todavía siguen necesitándose.
Todos los factores que hacen a este Jagger que hoy cumple 80 años podrían estar ahí, y sin embargo no sería lo mismo sin Keif: son el espíritu y el físico de un mismo ente.
Así las cosas, el estudiante de ciencias económicas se hizo cantante, después frontman, después ícono contracultural y por último mito. En medio de eso se guardó tiempo para ser mujeriego, amante del fútbol, actor y estrella, multimillonario y filántropo (asiste económicamente a varias escuelas de arte en Gran Bretaña), padre serial, compañero de aventuras de David Bowie y parte del incomprensible SuperHeavy con Joss Stone y Dave Stewart.
En su octogésimo cumpleaños, bien vale repetir (aggiornada a los tiempos que corren), aquella pregunta de los 60, para ver qué genera ahora: ¿Cómo se sentiría usted si su hija fuera a casarse con Mick Jagger?
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