Odiar a Arjona es fácil, como es de fácil odiar a casi cualquier otro producto de consumo masivo. Yo no odio al cantautor chapín –sería estúpido darle tanta importancia– pero sí tengo claro que no me gusta él ni lo que hace.
Arjona no me gusta, lo mismo que no me gusta la menta , el chayote o la teofilina. ¿Odio al chayote? Para nada; eso sí, le ando de larguito.
El mal sabor hacia las canciones de Ricardo me empezó con su disco Historias , el mismo que lo consagró como megaestrella continental. Es más, fue una canción específica la que provocó la ruptura en la relación que nunca empezamos.
Historia de taxi es posiblemente la pieza más infumable que he escuchado en mi vida. Con ella, el respeto que le tenía a Arjona –producto de la bienvenida irreverencia de Jesús verbo, no sustantivo – se fue al despeñadero. Pudo ser la rima demasiado forzada, la imagen mental de Ricardo surcando Reforma en su vocho, la petulante actitud de falsa humildad o bien, una mezcla de todas las anteriores. Lo cierto es que mientras aquella pieza escalaba posiciones a lo loco en las listas de popularidad, yo no terminaba de entender cómo semejante tontería podía gustarle a tanta gente.
Si Arjona fuera un cantante pop del promedio –tipo Chayanne o Ricky Martin– posiblemente no dedicaríamos tanto espacio a hablar de él, pues nadie discute que la balada tontoneca y la tonada bailable son fáciles de consumir y gustar. Pero no, él es un contador de historias, un trovador que presume de su habilidad para meterse en los zapatos de otros... especialmente de las mujeres. Y es así, como cronista, que el guatemalteco no me gusta.
Al ser dependiente en extremo de la rima, sus descripciones carecen de naturalidad y abundan en palabras de domingo, de esas que solo usamos cuando queremos que la gente piense que somos muy cultos, que leemos mucho, que somos algo parecido a intelectuales.
Las historias de Arjona son una puerta demasiado grande por la que pasa mucha gente que aspira a consumir productos con sustancia. Y eso no está mal, pues todos debemos empezar por algún lado. Lo que sí está fregado es convencernos de que Arjona es el más brillante entre quienes se ganan la vida escribiendo canciones.
Su música es machista sin asco, relatos de un macho ligador para quien las mujeres están en función de sus gustos, de sus exigencias, de sus fetiches, de sus complejos de conquistador. Y su mayor habilidad es justo que ese machismo no se nota en la superficie, oculto –o más bien camuflajeado – bajo una cursilería lamentable.
Semanas atrás, a propósito del anuncio del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre cubanos y estadounidenses, me sorprendí recordando Ella y él , una de las canciones de Ricardo que más risa me provoca. “Mirá, al fin se le hizo”, fue lo que pensé sobre aquel relato estereotipado con el que Arjona pretendió darle fin a la Guerra Fría.
¿Es Arjona un mal artista? Ni de cerca. Sería absurdo no reconocerle su probada habilidad para cantar lo que la gente quiere oír. Y doble puntaje por hacerlo con una rima demasiado cuadrada (porque, perdón, no me vengan con que eso es poesía).
En Si el norte fuera el sur , Ricardo insulta a los gringos, llamándoles “intelectuales del bronceado, eruditos del supermercado”, lo cual no deja de ser irónico dado que él es el inventor de la trova sintética, esa que bien podría estar en los anaqueles de un minisúper chino.
Sin embargo, y pese a mi disgusto y el de miles más, Arjona sigue siendo un gran vendedor, clonando rimas y metáforas, pegando todos los años canciones nuevas que podrían ser viejas. Mientras que Silvio Rodríguez se quedó corto en llenar el Ricardo Saprissa, el chapín se da el taco de fulear el estadio tibaseño dos días seguidos. Y eso es digno de estudio.