Esta es una crónica escrita desde el amor. Desde el corazón de una persona que encuentra en la música un motivo para ser feliz o para llorar. Desde el corazón de una mujer que anhelaba ser madre y que cuando supo de su embarazo le cantó a su hijo Carmesí. Desde el corazón de una mamá que, al sufrir la pérdida de su bebé, encontró refugio en La esquinita.
Bien lo dijo el maestro Marvin Araya: “la música es un milagro” y la del dominicano Vicente García viaja por sentimientos tan distintos como la alegría y el luto. Por eso es fácil identificarse con sus obras, refugiándose en una de sus bachatas o quizá en uno de sus merengues. Así me pasó a mí.
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Pero cuando las canciones se visten de gala, como sucedió en los dos conciertos que García y la Orquesta Filarmónica presentaron el fin de semana en el teatro Melico Salazar, los sentimientos se agrandan. El amor, la alegría y la tristeza estuvieron ahí con las letras emotivas de Vicente, acuerpadas por unos arreglos magistrales y la ejecución de unos músicos apasionados, que demostraron una vez más la versatilidad, el talento y la dirección de un maestro que transmite orgullo desde la batuta.
Los escuché el domingo por la noche y lloré toda la velada.
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Los músicos de la Filarmónica, acompañados por los de la banda de García, subieron al escenario del Melico Salazar y el público en el teatro supo desde ese momento que la noche iba a ser mágica.
Vicente y el director Marvin Araya se colocaron en sus respectivos espacios y, desde el instante en que sonó la primera nota musical, el ambiente en el mítico recinto josefino se sintió especial.
Vicente, con sus ojos cerrados y notablemente emocionado, escuchó las primeras melodías que los músicos le daban a sus creaciones. Parecía estar en una especie de trance disfrutando de los nuevos sonidos que vistieron a sus obras.
Con Amor pretao brotaron las primeras lágrimas.
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La música del dominicano tiene la particularidad de ser compleja en su composición, pero al evocar géneros tan queridos y populares como la bachata y el merengue, se siente muy cercana. Si le sumamos a la alegre percusión de estos ritmos un ensamble de cuerdas con violines, violonchelos y contrabajos, además de la potencia de los bronces con saxofón, flautas, trompetas y trombones; aquello se convierte en un deleite para el oído...y por supuesto para el corazón.
Cada canción que se interpretó en los conciertos fue un estreno en Costa Rica, ya que los arreglos que se le hicieron a las obras se tocaron por primera vez en el país. El costarricense Paul Rubinstein, ganador del Latin Grammy, fue el encargado de engalanar algunas de las canciones del repertorio, así que Vicente se llevó en su maleta unas composiciones en primicia.
El programa de mano del concierto reveló cuales eran las canciones que se iban a tocar en el recital; sin embargo, decidí no leerlo para sorprenderme con cada interpretación. Fue una buena idea, una manera de asombrarme al descubrir, a partir de los instrumentos, cuál sería la siguiente pieza.
Dos planetas fue una de esas canciones que me alegraron la velada. Sin embargo, cuando sonó Carmesí, para mi llegó el punto máximo de la presentación; la pieza provocó que la piel se me erizara.
Fue un gran momento. Vicente tomó su guitarra para acompañar a la orquesta y cantó: “Como vino tu voz y me dijo que el amor eres tú. Cigüita alzando vuelo. Como vino tu olor, a llenarme de inmensa gratitud. Me llevas a tu nido de amor. Como vino tu piel, para dibujar cariño y querer. Llegaste justo a tiempo. Como vino tu olor y me dijo que el amor eres tú”.
García cantaba y yo con él, recordando al amor más grande que he sentido en mi vida.
El impacto fue duro y directo.
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Todos los presentes en el escenario jugaron un papel muy importante, esencial. Orquesta y banda se acoplaron a la perfección para que las melodías vibraran y las canciones no perdieran su esencia, sino que vivieran un nuevo aire.
Desde el percusionista de la Filarmónica, que con las indicaciones de Rubinstein sonó el sutil triángulo y el hermoso palo de lluvia en los momentos precisos, hasta la cantante Yunuén Rodríguez, quien logró una complicidad magnífica con la voz de Vicente. Así, cada movimiento, cada tono, cada sonido fue pensado y ejecutado con precisión.
A lo largo, me pareció ver a Vicente llorar de la emoción en algunos tractos del concierto. Yo lo acompañé.
Sonaron Contra canto, Cómo has logrado, No fue un milagro, San Rafael y las nuevas Jugar a vivir y Camino al sol, del último disco de Vicente.
El espectáculo siguió con un homenaje al sabor de la Samaná dominicana, pero con el toque tico también se sintieron Cahuita, Santa Teresa y Manuel Antonio. Así fue como llegó A la mar para abrir la segunda parte del recital, con un homenaje a la naturaleza, al calor de la playa.
Para la segunda parte del show y como si no hubiera sido suficiente toda la descarga de emociones que se vivió en la primera entrega, lo más famoso de García llegó al Melico.
Te soñé fue punto y aparte. La desgarradora letra de desamor caló en el público. Las cuerdas de los violines fueron las protagonistas, la audiencia simplemente se rindió ante la interpretación. El teatro se iluminó con las luces de los teléfonos celulares que se encendieron como si desde el fondo todos, en algún momento, hubiéramos necesitado esa luz de esperanza para sobreponernos a un corazón roto.
Pero en aquel torbellino de emociones, la tristeza de pronto se convirtió en baile con La esquinita. La canción es un poema que escribió el artista al morir su padre, pero lejos de ser un tema triste, muestra en su letra que el dolor de la pérdida es parte de la vida y que todo lo que viene va.
“En la esquinita de mi pecho llevo ahora una dulzura que me quita la penita y me arropa la ternura”, cantó Vicente y yo con él.
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El adiós tenía que llegar, porque todo lo bueno tiene un final.
La despedida de Vicente y la Filarmónica fue igual de intenso que todo el espectáculo. Dulcito e’ coco sonó a bachata, pero también tuvo tintes de un bolero. La alegría de Loma de cayenas, con el arreglo de Rubinstein, fue un merengue evolucionado al sonido de la orquesta y la intensa Bohío sirvió como el adiós que todos esperábamos que fuera falso.
Por dicha lo fue. Vicente no se podía ir de Costa Rica sin cantar Mi balcón. Romántica, sincera y dulce, así es la pieza y así es García.
Como mencioné al inicio, esta es una crónica subjetiva, hecha con amor y desde la honestidad de lo que la música de Vicente García provoca en mí y en el público que abarrotó por dos noches seguidas el Melico. La misión era solo una: escucharlo a él y a la Orquesta Filarmónica vestir de gala las canciones.
¡Gracias música, por ser un milagro!