El ocaso comienza en rojo. Una luz incandescente espera al maestro José Luis Perales en un Teatro Melico Salazar repleto, expectante y ansioso.
Desde ese rojizo reflejo, un par de zapatos se escuchan y los aplausos anuncia la llegada de un rey. Un rey de la canción.
Vestido de negro, con una sonrisa que borra cualquier atisbo de luto, Perales entra a la cancha de juego a su último partido. Un saxofón riega notas en el escenario y el maestro se lleva el micrófono a la boca.
Sí, se marchó. Se marchó el velero y se marchó Perales. Este 29 de febrero, el cantautor español entregó el primero de dos recitales con los cuales dice adiós a los escenarios costarricenses para siempre. Baladas para una despedida es el título que lo ha traído una vez más a nuestro país, y con el cual toda una legión de melómanos se cobijó en la última noche de febrero con una gira que quedará marcada en la memoria.
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La confirmación de una leyenda
Perales siempre ha dicho que el escenario le cuesta. De hecho, ha confesado que la única manera de quitarse esa ansiedad es yéndose para siempre de una sala de conciertos.
Aún así, es difícil creerle.
Cuesta creerle porque su humildad supera su percepción del mundo. Es un hombre que, en el crepúsculo de su carrera, parece aún no darse cuenta de que es José Luis Perales.
Entra al escenario y, tras cantar el himno Un velero llamado libertad, se mira la punta de sus zapatos negros buscando respuestas, como si no las tuviera enfrente de sus narices en un teatro rebosante.
Los aplausos, los "te amo” y los “no te vayas” le responden. Perales tiene el abrazo de una multitud transformada en gritos. Sonríe, tira sus hombros para atrás como el jugador que sale a calentar del banquillo para entrar en la jugada y lanza un saludo hasta la gradería más alta.
El resto es el toque de un maestro: una seguidilla de éxitos que todos hemos escuchado, porque tras 50 años escribiendo, cantando y rezando con la música, Perales ha configurado a más de una generación.
¿Me llamas? Sí. ¿Amada mía? Sí. ¿Hoy me acordé de ti? Sí.
Todos esos títulos que denotan lo extraordinario de lo ordinario fueron el testamento que quiso dejar Perales en suelo costarricense; confirmar que es un poeta de lo cotidiano, que fantaseó con escribirles a los más grandes sin sospechar que un grande habitaba dentro de sus dedos, y que la magia solo necesitaba ocurrir al rozar sus yemas con una guitarra.
Las luces del escenario bajan, una silueta lo rodea y Perales levanta la mirada: “ya debo irme a casa, pero seguiré escribiendo canciones para vosotros”. Un hombre en la primera fila no soporta más la emoción y se levanta para aplaudirlo, aunque aún no ha cantado.
Más aplausos se suman y Perales confiesa el mejor momento de su vida. “Conocer las Aldeas Infantiles SOS cambió mi vida... Y escribí esta canción”.
Que canten los niños levanta al resto de personas de la luneta central y, desde lo alto, manos se mueven de un lado a otro. “Que en ellos está la verdad”, canta Perales cerrando los ojos y pensando en la niñez.
Perales abre sus brazos para recibir los aplausos. El confort sonoro le permite hacer silencio para que nada más se escuche el público.
“Pero hay una canción más”, advierte. “Una canción que me ha perseguido toda la vida. No me la he podido quitar y..., para ser honesto, tampoco quiero quitármela de encima”.
Dos rasgueos de la guitarra y Perales recupera la voz. “Mirándote a los ojos juraría que tienes algo nuevo que contarme”, canta. Todos le devuelven el coro: “¿Y cómo es él?”.
Canoso, pero vigoroso, Perales lanza un beso hacia la audiencia. Se queda viendo la oscuridad hasta que las luces del teatro iluminan al público, y se entera que todos están de pie, chocando palmas, lanzando besos.
Porque si el sol espera el amanecer, como dice su canción, todos esperaremos su última mirada en el escenario. Porque si el amor es soñar oyendo una canción, todos nos acostaremos rogando porque Perales aparezca en el escenario, una vez más, aunque sea en nuestros sueños.