Una tarde en uno de los últimos salones de baile de San José donde los adultos mayores son reyes de la pista.
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Zapatean en el centro de la pista. Con brío, con pasión: giran y sudan y se besan y siguen bailando. Tres meses tienen de venir por acá, Ana Julia Escobar y José Antonio Alfaro, a dar vueltas y vueltas al son de la música, entre las paredes mágicas del Meylin: refugio en medio de una urbe con mala memoria. En el Meylin la gente no olvida, ni tampoco rechaza: aquí quien baila es bienvenido. Aquí a nadie se le rechaza por su edad o por sus impedimentos físicos o psicológicos. Para formar parte del Meylin, lo único que se necesita son ganas de zapatear.
Ana Julia y José Antonio tienen solo tres meses de venir y por ello son excepción: la regla es Adrián Orozco. Todos lo conocen por “Nino”, sentado en una esquina, observando paciente, bebiendo del vaso un refresco sin alcohol; en el Meylin, Nino se siente en casa. Ahora, en un rato, sacará a bailar a Jeanette Sanabria y, como los demás, se harán un lugar en el corazón del Meylin; tomados de la mano, vivirán su fiesta y dejarán a un lado cualquier cosa que se le parezca a un complejo.
El salón de baile Meylin nunca cierra sus puertas. En una esquina de San José, frente a la Plaza Víquez, donde se unen el sur y el este de la capital, el Meylin funciona las 24 horas, todos los días de la semana; hogar de mariachis, bailarines, grupos de amigos, amores oficiales y confidenciales.
El Meilyn es, también, una especie en extinción. Sus luces en constante movimiento, la música que sale de las bocinas y rebota por las paredes, es un acto de desafío: quedan pocos salones de baile en San José; como casi todos los vestigios de las décadas pasadas, en la capital cada vez hay menos.
Son los mayores quienes luchan contra el olvido; quienes nutren la clientela del Meilyn y evitan que el salón se pierda en la marejada de la posmodernidad.
Eugenia Flores es una devota del Meilyn. Retoza y estira sus músculos. Su espalda tatuada se tensa, se retuerce al ritmo. Frente a ella, Fernando Gamboa, con quien Eugenia ha bailado durante los últimos diez años aquí, en esta esquina eterna de San José donde el tiempo poco tiene que ver con las ganas de disfrutar. Hasta que cae la noche, Eugenia y Fernando se mueven como un solo cuerpo, hasta quedar empapados en sudor. Luego, Fernando acompaña a Eugenia a tomar el bus que la lleva a casa.
Ahí afuera, en la calle, Fernando es ciego; también lo son Ana Julia y José Antonio. Puertas afuera del salón de baile, Nino y Eugenia son viejos.
Dentro del Meylin, sin embargo, esas etiquetas no existen. Aquí, donde todos los días la clientela de siempre se confunde con los recién llegados, nadie es discapacitado. Aquí solo importan las ganas de zapatear.
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