Si el Chavo del 8 describiera a Quico, quizá diría que es presumido y egoísta; la Chilindrina le gritaría en la cara que es muy menso, y doña Florinda, sin pensarlo, se jactaría de su “tesoro”.
La poseedora de los eternos rulos es una de esas madres sobreprotectoras que, en su afán de perfección, crió al más claro ejemplo del complejo de Edipo.
Doña Florinda bien podría estar sacudiendo el polvo, horneando pasteles, preparando café o en pleno idilio amoroso con el profesor Jirafales, que el estrepitoso llanto de su hijo saca a flote sus más básicos instintos maternales.
Antes de estirar la mano para cachetear al pobre de don Ramón, ni una sola vez se detuvo a cuestionar la inocencia de su retoño. Él es siempre una víctima, un desvalido a quien, sin embargo, permite faltar al respeto a sus mayores.
Florinda Corcuera y Villalpando, viuda de un capitán de la Armada mexicana que murió en cumplimiento de sus deberes y que hoy descansa en “pez”, se dio a la tarea de criar sola a su único hijo con un estilo de vida de “alta” en medio de una humilde vecindad donde abunda eso que ella llama la “chusma”.
Por eso, hace que Quico vista siempre un traje de marinerito que poco combina con sus tenis de color blanco impecable. Si algo no tolera doña Florinda es ver a su hijo tan mugroso como el huérfano Chavo.
Ella convirtió el apartamento número 14 en la juguetería que hubiese soñado cualquier niño en los años 70: pelotas de colores, trompos, globos inflados con helio, barquitos de plástico, historietas, un carro de bomberos y un disfraz de pirata.
La bolsa de su delantal es la caja chica de Quico para comprar tortas de jamón y queso, paletas de caramelo y cuanta cosa quiera el engreído niño. El único capricho que jamás podrá complacerle es el de su anhelada pelota cuadrada.
Doña Florinda paga la renta siempre a tiempo y, cuando las limitaciones económicas de su pensión de viudez se tornaron evidentes, no dudó en sacar provecho de sus habilidades culinarias. Por eso, puso un puesto callejero de churros, pese a que ella es la primera defensora de las normas de salubridad, pues tantos microbios producen tifoidea.
Eso sí, empuñaría el abanico de periódicos para espantarles las moscas. “¿Qué dirían nuestras amistades de la alta, si doña Florinda y su heredero se pusieran a vender churros en la calle?”, dijo alguna vez.
Luego compró un restaurante cercano a la vecindad que estaba en la quiebra, al que se rehusa llamarle “fonda”, como le dicen todos sus clientes y pedigüeños vecinos.
Pese a que las arrugas de esta vieja chancluda , ¡corrección, de doña Florinda!, le delatan unas cuatro décadas de edad, sigue siendo una cursi que quiere darse otra oportunidad en el amor; pero muy a cuentagotas.
El ramo de rosas rojas que le lleva por las tardes el profesor Jirafales le sorprende cada vez con la misma intensidad, y, ¿quién sabe? puede ser que un día sus tacitas de café surtan efecto. Bien lo dice Quico: ¡11 más de esas y estrena papi nuevo!