“¡Soy inocente! ¡Fui violada! ¡Ojalá los violaran a ustedes!” Alegó defensa propia. Nadie le creyó. Detestaba tanto a los hombres, que si la dejaban viva volvería a matarlos; le rogó al juez que la ejecutaran para “estar en paz con Dios”.
Víctima más que asesina. Se propuso acabar con todos esos bastardos que desde niña la maltrataron. Mató a nueve, la condenaron por el homicidio de seis y a los 46 años le inyectaron un cóctel de pentotal de sodio, bromuro y cloruro de potasio.
Más que parirla la despeñaron al mundo el 29 de febrero de 1956, un año bisiesto para peores y cumplió al pie el dicho: “Año bisiesto, ni casa, ni viña, ni puerto”.
El padre, Leo Arthur Pittman, era un pedófilo que se ahorcó en la cárcel meses antes de que ella naciera. La madre, Diane Wuornos Melini, tenía una piedra por corazón y la dejó botada con sus abuelos: Britta, una arpía alcohólica que graznaba improperios, y Lauri, que zurró y violó a su nieta.
Con seis años ocurrió un extraño accidente casero y se quemó la cara. Recién salida de la escuela descubrió que esos abuelos de horror no eran sus padres, tal como había creído desde que su madre la abandonó.
A los 14 años quedó embarazada de un desconocido y la pesadilla subió de intensidad. Los vecinos la acusaron de “puta hedionda” y –tras dejar a su hijo en un orfanato– huyó de aquel lugar infernal.
Sola, desamparada, vivió en un carrucho, pasó un tiempo en un refugio para madres solteras y ahí recibió la noticia de que su abuela había muerto, de un supuesto cáncer en el hígado, pero Diane acusó a Lauri de matarla. Esa noticia la desquició y huyó hacia la única salida que le dejaron: ¡la calle!
Recorrió Estados Unidos, metiéndose en todo tipo de problemas: prostitución, borracheras, posesión de armas, asaltos callejeros, drogas, estafas, suplantación de identidad y el catálogo completo de Lucifer.
En la carretera encontró su modus vivendi como prostituta y, aparte del pago, sus clientes solían darle de propina una golpiza. En una semana podía atender 50 clientes y ganar unos mil dólares.
Su primera estadía en prisión se la ganó por conducir ebria y disparar una pistola; el siguiente arresto lo obtuvo cuando le plantó a un barman –en la frente– una bola de billar.
Para su buena fortuna un cáncer de garganta mató a su hermano Keith y cobró $10 mil de su seguro de vida. Con ese dinero compró un auto, se trasladó al estado de Florida y disfrutó de un pequeño oasis en su existencia.
El espejismo terminó cuando la detuvieron por asaltar a mano armada una tienda, y de nuevo al hoyo por 13 meses. Recién salida del presidio robó un auto, condujo sin licencia, se resistió a la autoridad, obstruyó la justicia y con una pistola amenazó a un hombre para arrebatarle $200.
En una de sus salidas callejeras conoció a Lewis Fell, un empresario que le propuso matrimonio, aunque era 50 años mayor. El idilio solo duró seis meses; la pareja pasó agarrada de los pelos, amenazó a Fell con un cuchillo y este pidió al juez el divorcio y que esa loca estuviera lo más lejos posible.
Libre de nuevo conoció en un bar de Daytona a Tyria Jolenne Moore, una zarigüeya que la sedujo y le hizo creer que era el amor de su vida y que nunca la abandonaría, tal como lo habían hecho todos los hombres incluido su ejemplar padre.
Desde ese día Aileen Wuornos tocó fondo; se enamoró de la moscamuerta y, para mantener los caprichos de su amante, se dedicó al robo de manera sistemática.
En el caldero mental de Wuornos comenzaron a cocinarse tres ideas: la obsesión por Ty –apodo cariñoso–; su propensión al delito y el odio incubado desde niña hacia la humanidad.
“Voy a desquitarme de este mundo podrido de hombres”. Anunció una noche a los motociclistas y pandilleros metidos en el bar El Último Refugio. Nadie tomó en serio a “La mujer araña”, porque su boca era un muladar.
El monstruo
Bastaron diez meses para que Aileen dejara una estela de crímenes, que la transformaron de una rata callejera, en una superestrella mediática del delito. La prensa sensacionalista encontró la carnaza adecuada para rellenar sus noticieros, periódicos, tiras cómicas, libros y hasta las hienas de Hollywood produjeron una película con los despojos de Wuornos.
Al amanecer del 30 de noviembre de 1989 la policía encontró un auto abandonado en un bosque, cerca de Daytona Beach. Adentro había una billetera, documentos personales, una botella vacía de vodka, varios preservativos y un cadáver tieso.
La víctima era Richard Mallory, un alcohólico de oficio electricista que tenía por diversión violar mujeres. Y al que no quiere caldo, nueve tazas; Aileen le dejó el pecho con nueve agujeros del tamaño de un puño. A falta de pruebas el caso se archivó hasta junio de 1990.
Ese día hallaron los restos de David Spears, un peón de construcción. También con nueve perforaciones. La lista aumentó con Charles Carskaddo; Peter Siems; Troy Burress; Dick Humphreys y Walter Jeno “Gino” Antonio. El cuerpo de este último apareció tirado en una alcantarilla, y con cuatro balazos en la nuca. En total siete muertos, pero ella aseguró que fueron diez. ¡Uno más, uno menos!
El patrón criminal era el mismo: hombres de mediana edad; los cadáveres aparecían desnudos en un bosque cercano o a la orilla del camino; les robaban el dinero y dejaban varios preservativos en el auto.
Eileen los sacaba del vehículo, los obligaba a hincarse frente a ella, los golpeaba hasta que lloraran y suplicaran por su vida, después… los mandaba al infierno con nueve balazos a cuestas, por si acaso.
Cada vez que acechaba una víctima en las carreteras solitarias, la asesina buscaba a su padre y cada bala era para él y para todos los que la usaron y la desecharon.
Valga decir que Wuornos era una chapucera y en cada escena del crimen dejó tantas huellas, que hasta un policía pisahuevos la hubiera capturado.
Estampó sus manos embarradas de sangre en la puerta de uno de los autos, varios testigos la vieron a ella y a Ty –su novia– en arrumacos con sus víctimas y hasta vendió en una compraventa varios objetos robados.
Pero como el dardo de la traición crece en nuestro propio jardín, Ty la sacrificó. Esta canjeó su inmunidad por la detención de Aileen y que ella confesara los crímenes.
La amante acusó a Wuornos de arrastrarla por la senda del mal, de obligarla a presenciar los asesinatos y robar a las víctimas para comprarle valiosos regalos. Ella fue solo una prisionera más de “esa criatura patética” y de esa “prostituta depredadora poseída por la lujuria y el ansia de matar”, según la describió John Tarner, uno de los fiscales que la acusaron.
En las afueras de una cantina, agazapada dentro de un auto viejo y borracha la sorprendió la policía; la sacaron arrastrada y Aileen creyó inicialmente que la detenían por una antigua cuenta con la justicia.
El juicio fue un suplicio. La asesina oscilaba entre una demente y una mujer cuerda pero despiadada, que odiaba “profundamente la vida humana y volvería a matar”.
Todo el que pudo se aprovechó de su desgracia. Arlene Pralle tuvo un sueño en el cual Jesús le pedía que cuidara de Aileen y la adoptó; en realidad fue una estrategia publicitaria para vender entrevistas a $10 mil, incluso intentó convencerla de que se suicidada para darle un giro dramático a la historia.
Para reunir dinero y pagar abogados vendió los derechos cinematográficos sobre su vida; Charlize Theron protagonizó después Monster , y ganó un Óscar a la mejor actriz.
La sentenciaron a la pena capital y fue ejecutada con inyección letal diez años más tarde, el 9 de octubre del 2002 a las 9:47 de la mañana en la Prisión Estatal de Florida.
“¿Dónde estabas Dios cuándo más te necesité?”, alcanzó a gritar. Antes de morir, la vida le dio a Aileen Wuornos un consuelo final: una taza de café, una ración de pollo y papas fritas.