Hay días en que me canso de ser hombre. No se puede dejar de ser lo que se es…por suerte o por desgracia. Todos llevamos adentro una mancha imborrable.
Alma pura, corazón maldito. Cara de ángel, entrañas de gangster. Era un tipo raro; suave por fuera, duro por dentro. Frío y tranquilo a la vez.
Era muy chiquito para ser galán y demasiado simpático para ser un villano. Aún así, fue el perfecto malo de las películas.
Siempre una sombra se le interponía. Le ofrecieron el papel estelar en la cinta Gigante , pero los productores lo rechazaron y escogieron a James Dean.
Igual le ocurrió en Conspiración del silencio , Spencer Tracy lo sustituyó. Antes de que su estrella se apagara lo entotorotaron con el personaje principal en Lawrence de Arabia , en especial porque pocos actores habían tragado tanta arena como él. Pero las presiones sobre el director David Lean lo obligaron a escoger a Peter O’Toole.
Intentó pasar su serial radiofónico Box 13 , de los años 50, a la televisión y fracasó. Tal vez por eso se pegó un tiro, y falló –¡Hasta en eso!– y lo encontraron flotando en su piscina.
Como no le quedó más remedio que seguir vivo le dieron un rol secundario en Los insaciables , basada en la novela de Harold Robbins. Ya había interpretado –con gran suceso– a Nevada Smith, y cuando decidieron producir una versión más elaborada le asignaron el papel al prometedor Steve McQueen.
Era demasiado y decidió que ya no valía la pena luchar por nada, porque al final todo se lo llevaba el más guapo.
Una noche, lo que hace la envidia, bebió sin parar, vació un frasco de píldoras tranquilizantes y se durmió en la eternidad.
Alan Ladd apenas tenía 51 años, pero parecía de 70. Consumido por la frustración y el dolor, solo quedó su sonrisa luminosa.
Ángel negro
En la escuela lo apodaban “tiny”, algo así como diminuto, pero le calzaba más esmirriado, porque era un filamento humano, el boceto de un hombre.
Para los estándares de un futuro actor su tamaño era despreciable: 1.65 cm de altura. A eso agréguele un cuerpo famélico, huesudo y con menos carne que un hueso.
A duras penas vino al mundo en Arkansas, en 1913, hijo de Ina Raleigh y Alan Ladd, unos emigrantes ingleses que suspiraban por el sueño americano y terminaron en medio de una pesadilla.
El padre del pequeño Alan Walbridge Ladd murió cuando el niño tenía cuatro años; nunca llegó a conocerlo bien porque aquél viajaba por todo el país.
La inquietud del infante ocasionó que le prendiera fuego al departamento donde vivía con su madre; esta lo dejó solito un rato y Alan frotó unos fósforos y un incendio arrasó con el patrimonio familiar.
Para escapar de la miseria se fueron a vivir a Oklahoma. Estuvieron tres años y un día Ina llegó a la casa con un marido nuevo, este era un pintor de brocha gorda que se hizo cargo del retoño. De una vez escondió todo lo que fuera inflamable.
Lo bueno fue que la familia emigró a California y ahí encontraría su destino, no sin antes pasar las de Caín para contribuir al sustento hogareño.
A como pudo buscó vida y trabajó en granjas como recolector de frutas, pregonero, de cuatro patas limpió pisos y repartió el correo.
Debido a la mala alimentación infantil casi ni creció; era tan escuálido que sus compañeros de colegio se mataban de la risa a sus costillas. Con tal de superar ese complejo decidió dedicarse a los deportes y destacó en la natación y en el atletismo.
En sus años de universitario llegó a ser un velocista y un nadador de élite, sobre todo como saltador de trampolín.
Todo eso lo combinaba con los oficios más variados: pistero, acomodador de cine, socorrista, montó una venta de perros calientes que llamó –como no podía ser de otra forma– Tiny´s Patio. Y para redondear sus empleos insólitos también fue periodista, lo que seguramente terminó de salarlo.
Ladd estaba empeñado en competir en las Olimpíadas de 1932, en Los Ángeles, pero la desgracia se interpuso en su camino y una grave lesión muscular lo sacó de la competencia.
Para aprovechar el tiempo de recuperación decidió buscar empleo en los estudios cinematográficos de Hollywood; encontró uno en la Warner Bros., sosteniendo el micrófono para grabar el sonido de las películas.
Está bien, era lo más irrelevante del mundo pero al menos fueron sus primeros pasos en el bestial mundo del celuloide, y nadie con ese aspecto podía aspirar a más, salvo que fuera el amante de alguno de los productores.
Gastó suela y se apuntó en todas las listas de “castings”, pero nunca lo llamaban porque además de chiquitillo y flaco era demasiado rubio. No había manera de pegarla, si bien consiguió algunos papelillos de figurante.
Con 23 años decidió casarse con una compañerita de la escuela, Marjorie Jane; la pareja debió compartir apartamento con un amigo porque el dinero no les alcanzaba para alquilar su propia casa.
Tras de eso Ina, agobiada por el alcoholismo, se fue a vivir con ellos y el horizonte se tornó todavía más oscuro para el infeliz, que por esos días ya había engendrado su primer hijo, Alan Ladd Jr. Este, con el correr del tiempo, llegaría a ser un gran productor de cine, con películas tan exitosas como Corazón Valiente , de 1995.
Pero sigamos con el enano de nuestro cuento. Alan poseía una maravillosa voz y en la radio encontró la oportunidad soñada, en un “Radio Show”, donde interpretó infinidad de personajes que atrajeron la atención de los radioescuchas.
Una de esas emisiones despertó el interés de Sue Carol, una experimentada cazatalentos –y roba maridos– que captó el potencial de Ladd y se convirtió en su guía, su consejera y finalmente se lo llevó al juzgado para hacerlo su esposo.
A partir de ahí, la luz entró a su vida y después de 20 miserables películas en las cuales ni siquiera aparecía en los créditos, como en el Ciudadano Kane , Sue lo promocionó y logró algunos papeles más acordes con su talento.
Con 27 años filmó Hitler, la bestia de Berlín y después llegaron 15 películas más, que le granjearon buena fama de tipo raro y aportó al cine la figura del matón con aspecto elegante.
La suerte le cambió de la mano de Sue y Alan Ladd será recordado por tres obras maestras del cine negro: El cuervo , La llave de cristal y La dalia azul . En ellas compartió cartel con Verónica Lake y entre ambos surgió una química natural, sus miradas coincidieron y crearon la pareja cinematográfica moderna.
Alan alumbró un hombre perverso, sedoso, elegante y agradable.
Rebelde orgulloso
Entre todos los apodos que le endilgaron por su físico vale recordar “el ángel del cine negro”, por lo vulnerable y duro y la facilidad con que mutaba en uno u otro.
Los roñosos de la prensa aseguraban que durante la filmación de La sirena y el delfín se subió a un banco, para rodar las escenas de amor con la diva italiana Sofía Loren y poder besarla. Otros añaden que para grabarlos del mismo tamaño, excavaron el piso para que ella luciera más bajita.
Aparte de enano, en Hollywood lo consideraban un actor de pacotilla. Lo tildaron de inexpresivo, por decirle un piropo. Pero su cabello rubio, sus gélidos ojos azules y su rostro pétreo le dieron un aire atractivo y lejano, que volvió locas a las mujeres y lo consideraron uno de los actores más deseados, aún por encima de ídolos como Clark Gable.
A los 40 años el destino le hizo un guiño y filmó Shane , o Raíces Profundas , y la sacó del estadio. Alan interpretó a un jinete misterioso que un día llega a un pueblito, aterrorizado por una gavilla de fascinerosos.
Nadie sabía quién era o de dónde procedía aquel vaquero, en principio tranquilo y alejado de los pleitos, pero que ante el acoso contra los humildes agricultores desempolvó su Colt 45 y limpió el lugar de sabandijas humanas; una de ellas interpretada por el malo más recontramalo del cine: Jack Palance, con quien sostuvo un duelo espectacular.
Alan impuso un modelo de héroe que los mercaderes de Hollywood reciclan hasta el día de hoy; hasta Clint Eastwood lo copió vilmente en El jinete pálido .
Hasta ese película Alan había sido a veces un maleante despiadado, un hombre cabal o un policía incorruptible, pero siempre en medio de problemas con la justicia, el dinero sucio y las putifarras.
Curiosamente, en casi todos sus filmes, Ladd recibía cualquier cantidad de agresiones, sobre todo latigazos. En Revolución en el mar , le propinan diez por insubordinado; en La nave de los condenados , lo amarran a la quilla y lo despellejan con 50 azotes por un intento de fuga de un barco-prisión.
Su triste sino nunca lo dejó en paz. El éxito de Shane lo encasilló en cintas de westerns , de soldados, de aventureros de gatillo fácil y peliculillas de relleno. Se dio el lujo de ser dirigido por genios como Raoul Walsh, Gordon Douglas, Michael Curtiz, Frank Tuttle y Edwar Dmytryk en su obra póstuma: Los insaciables .
Demasiado tarde reveló sus dotes de actor dramático. Con 42 años se enamoró como un adolescente de su compañera de reparto June Allyson y cuando el idilio se rompió –porque la realidad todo lo acomoda en su lugar– el desgraciado cayó en una depresión insalvable.
El 29 de enero de 1964, con 51 años, decidió acabar con tanto dolor. Unos aseguran que padecía un cáncer incurable y para no sufrir más optó por la salida fácil y se suicidó.
Enfundó el revólver, tomó su caballo, soltó la rienda y se marchó imperturbable hacia las montañas nevadas, dibujadas por el crepúsculo en el horizonte.